– Siéntese, Corrigan.
– Queremos a O'Hara -dijo Potter.
– No puedo ayudarlos.
– ¿Dónde está?
– En Washington. Yo mismo lo llamé hace dos semanas para un tema consular.
Van Dam suspiró.
– No prolonguemos más tiempo estas tonterías. Sabemos que está en Berlín y que ayer estuvo usted buscando algo en los ordenadores para él. Es evidente que están en contacto.
– Eso es pura especu…
– Vamos, señor Corrigan; todos sabemos por qué buscó usted ayer lo archivos de Geoffrey Fontaine y de Simon Dance. Y nosotros queremos al señor O'Hara.
– ¿Por qué lo quieren?
– Nos preocupa su seguridad -repuso Van Dam-. Y la de la mujer que viaja con él.
– Si, claro.
– Mire, Corrigan -intervino Potter-. Su vida depende de que los encontremos a tiempo.
– Cuéntenme otro cuento.
Van Dam se inclinó hacia adelante con los ojos fijos en él.
– Están metidos en algo grave. Necesitan protección.
– ¿Por qué voy a creerlo?
– Si no nos ayuda usted, tendrá su sangre en sus manos.
Wes movió la cabeza.
– No puedo ayudarlos.
– ¿No puede o no quiere?
– No puedo. No sé dónde está. Y es la verdad.
Van Dam y Potter se miraron.
– Está bien -dijo el primero-. Coloque a sus hombres. Tendremos que esperar.
Potter asintió y salió del despacho.
Wes empezó a levantarse. Van Dam le hizo señas de que volviera a sentarse.
– Me temo que no saldrá de este edificio en un buen rato. Si tiene que usar el lavabo, avísenos y le enviaremos una escolta.
– ¡Maldita sea! ¿Qué pasa aquí?
Van Dam sonrió.
– Vamos a esperar, señor Corrigan. Nos quedaremos todos aquí hasta que suene su teléfono.
Doce
A la una menos cuarto del día siguiente, Sarah bajaba de un taxi en la Potsdamer Platz. Iba sola. Despistar a Nick había sido más fácil de lo que pensaba. Esperó a que saliera a llamar a Wes Corrigan, tomó su bolso y salió por la puerta.
Cruzó la plaza esforzándose por no pensar en él. Había visto en un mapa que la Potsdamer Platz era un punto de intersección de los sectores británico, americano y soviético. El Muro de Berlín cruzaba la plaza. Se detuvo cerca de un grupo de estudiantes y fingió escuchar al profesor, pero buscaba incesantemente un rostro. ¿Dónde estaba la mujer?
De repente oyó una voz femenina.
– Sígame. Mantenga la distancia.
Se volvió y vio a la mujer de la floristería alejándose con una bolsa de compras al brazo. La mujer se dirigía hacia el noroeste,en dirección a Bellevuestrasse. Sarah la siguió a una distancia discreta.
Tres manzanas más allá, la tendera desapareció en una tienda de velas. La joven vaciló un momento en el exterior. Una cortina cubría el escaparate y no podía ver el interior. Al fin, optó por entrar.
La tendera no estaba a la vista. El olor a lavanda y pino de velas encendidas impregnaba la habitación. En las mesas de muestras había criaturas extrañas hechas de cera. Una llama ardía en un gnomo viejo, fundiéndole lentamente la cara. Sobre el mostrador había una vela en forma de mujer. La cera fundida caía por sus pechos como si fuera mechones de pelo.
Sarah miró sorprendida al hombre viejo que apareció al otro lado del mostrador. Le hizo señas de que avanzara.
La joven obedeció. Entró en un pequeño almacén con el corazón en un puño y salió por la puerta de atrás.
El sol resultaba cegador. La puerta se cerró y se quedó de pie en el callejón. A la derecha estaba Potsdamer Platz. ¿Dónde estaba la mujer?
El sonido de un motor la empujó a volverse. Un Citroen negro se dirigía directamente hacia ella. No podía huir. La puerta de la tienda estaba cerrada. El callejón era un túnel interminable de edificios contiguos. Se apoyó aterrorizada contra la pared, mirando fijamente el coche que se acercaba.
El vehículo se detuvo y se abrió la puerta de atrás.
– Suba -siseó la mujer-. Deprisa.
Sarah se separó de la pared y subió al coche.
El vehículo se puso en marcha. Giró primero a la izquierda, luego a la derecha y después otra vez a la izquierda. La joven no sabía dónde estaba. La tendera miraba continuamente hacia atrás.
Cuando pareció convencida de que nadie los seguía, se volvió a Sarah.
– Ahora podemos hablar -dijo.
La joven miró al conductor con aire interrogante.
– Podemos hablar -repitió la mujer.
– ¿Quién es usted?
– Una amiga de Geoffrey.
– ¿Y sabe dónde está?
La mujer no contestó. Dijo algo en alemán al conductor y este dejó la calle que llevaba y entró en un parque. Poco después paró entre árboles.
– Vamos a andar un poco -dijo la tendera.
Cruzaron juntas la hierba.
– ¿Cómo conoció a mi esposo? -preguntó la joven.
– Trabajamos juntos hace años. Entonces se llamaba Simon. Era uno de los mejores.
– ¿Y usted está también en… ese negocio?
– Lo estaba. Hasta hace cinco años.
Era difícil imaginar que fuera otra cosa que un ama de casa robusta. Aunque quizá su fuerza estuviera precisamente allí… en que parecía muy corriente.
– No, ya sé que no lo parezco -musitó-. Los mejores no lo parecen nunca.
Dieron unos pasos en silencio.
– Yo era de los buenos, como Simon -dijo-. Y ahora hasta yo tengo miedo.
Se detuvieron y se miraron a los ojos.
– ¿Dónde está? -preguntó Sarah.
– No lo sé.
– ¿Y por qué me ha citado aquí?
– Para avisarla. Como un favor a un viejo amigo.
– ¿Se refiere a Geoffrey?
– Sí. En este mundillo tenemos pocos amigos, pero los que tenemos son todo para nosotros.
Echaron a andar de nuevo. Sarah miró hacia atrás y vio que el Citroen las esperaba en la calle.
– Lo vi hace poco más de dos semanas -siguió la mujer-. Estaba preocupado. Pensaba que lo había traicionado la gente para la que trabajaba. Quería desaparecer.
– ¿Traicionado? ¿Quién?
– La CIA.
Sarah se detuvo atónita.
– ¿Trabajaba para la CIA?
– Lo obligaron. Era muy bueno. Pero empezaron a fallar demasiadas cosas y Simon quería marcharse. Vino a verme y yo le di un pasaporte nuevo y otros papeles que necesitaría para salir de Berlín cuando cambiara de identidad -movió la cabeza-. Conversamos unas horas y me enseñó una foto suya. Por eso la reconocí en la tienda.
Hizo una pausa.
– Me dijo que era usted una persona muy… delicada. Que sentía hacerle daño. Me prometió que volvería a verlo algún día. Pero aquella noche me enteré de lo del fuego. Oí que habían encontrado un cuerpo.
– ¿Cree usted que está muerto?
– No.
– ¿Por qué no?
– Si estuviera muerto, ¿por qué iban a seguirla a usted?
– Ha mencionado una operación de la CIA. ¿Tiene algo que ver con un hombre llamado Magus?
La mujer mostró cierta sorpresa.
– No debió hablarle de Magus.
– No fue él. Fue Eve.
– Ah -la miró con atención-. Veo que conoce a Eve. Espero que no esté celosa. No podemos permitirnos eso en este trabajo -sonrió-. ¡La pequeña Eve! Supongo que ya tendrá cerca de cuarenta años. Y supongo que sigue tan hermosa.
– ¿No se ha enterado?
– ¿De qué?
– Eve ha muerto.
La mujer se detuvo. Palideció.
– ¿Cómo fue? -susurró.
– Un callejón en Londres… hace pocos días.
– ¿La torturaron?
Sarah asintió con la cabeza.
La mujer observó el parque con rapidez.
Aparte del conductor del Citroen, no había nadie a la vista.
– Entonces no hay tiempo que perder -dijo-. Vendrán a por mí. Escuche lo que tengo que decirle porque no volveremos a vernos. Hace dos semanas, su marido estaba metido en un asunto muy serio.