Выбрать главу

Tendría que abandonar el coche y subir a un tren hacia Frankfurt. Desde allí seguiría a Italia o al sur de España. No importaba. Pero antes tenía que recoger algunas cosas. Los espías también podían ser sentimentales. Y ella necesitaba fotos de su hermana y sus padres, muertos en la guerra, media docena de cartas de amor de un hombre al que nunca olvidaría, y el colgante de plata de su madre. Cosas que le recordaban lo que era, sin las que no se marcharía ni siquiera bajo amenaza de muerte.

El conductor comprendió por que se detenían en la casa. Sabía que era inútil discutir, así que se quedó esperando mientras corría al interior.

Sus cosas estaban guardadas, junto a una pistola, en el doble fondo de una bolsa de viaje. Metió encima algo de ropa y bajó a la calle. El sol la cegó al salir. Permaneció unos segundos en el porche y esperó que sus ojos se adaptaran antes de cerrar la puerta. Esos segundos le salvaron la vida.

De la calle llegó un chirriar de neumáticos. Casi al instante empezaron a disparar. Helga se arrojó al suelo, detrás de una hilera de macetas de tulipanes. Dispararon de nuevo y empezó a llover cristal desde las ventanas de arriba.

Rodó desesperada por debajo de la barandilla y se tiró en el lecho de flores de detrás del porche, arrastrando la bolsa consigo. Solo disponía de unos segundos antes de que el asesino avanzara para completar su trabajo.

Había oído cerrarse la puerta del coche y sabía que se acercaba.

Metió la mano en la bolsa y sacó la pistola.

Los pasos se aproximaban. Ya subía los escalones. Helga levantó la pistola, apuntó y disparó. Una mancha escarlata apareció encima del ojo derecho del hombre. Cayó hacia atrás.

La mujer no se molestó en comprobar su estado. Sabía que estaba muerto. El acompañante del hombre tampoco se entretuvo. Estaba ya en el asiento del conductor. Puso el coche en marcha y desapareció.

Una mirada al Citroen le dijo que el conductor no podía haber sobrevivido. Sujetó la bolsa con fuerza y se alejó calle abajo. Una manzana más allá echó a correr. Permanecer más tiempo en Berlín sería una locura. Había cometido un error y sobrevivido; la próxima vez quizá no tuviera tanta suerte.

Había sangre por todas partes.

Nick se abrió paso entre la multitud de curiosos en dirección al Citroen negro. En la acera de delante, el personal de una ambulancia se arrodillaba al lado de un cuerpo. Un policía le cortó el paso, pero estaba lo bastante cerca para ver al hombre muerto en la acera.

– ¡Potter! -gritó. Pero había demasiadas voces, demasiadas sirenas. Su grito se perdió en el ruido. Se quedó paralizado, mirando la sangre. El hombre que había a su lado se dejó caer de rodillas y empezó a vomitar.

– ¡O'Hara! -gritó la voz de Potter desde la acera de enfrente-. No está aquí. Solo hay dos hombres, el conductor y otro… los dos muertos.

– ¿Y dónde está? -gritó Nick a su vez.

Potter se encogió de hombros y se volvió hacia Tarasoff.

Nick se abrió paso entre la multitud y echó a andar calle abajo. Le daba igual adonde fuera, no podía soportar la vista de la sangre.

Unos metros más allá se sentó en la acera y enterró la cabeza en las manos. No podía hacer nada. Toda su esperanza descansaba en la habilidad de un hombre en quien nunca había confiado y una organización que siempre había despreciado.

– ¿O'Hara? -Potter lo llamaba agitando un brazo-. Vamos. Tenemos una pista.

– ¿Qué? -Nick se puso en pie y los siguió a Tarassof y él hacia el coche.

– Aerolíneas KLM. Ha usado su tarjeta de crédito.

– ¿Quieres decir que se marcha de Berlín? Roy, tienes que detener ese avión.

– Demasiado tarde. Hace diez minutos que ha aterrizado en Amsterdam.

Se dice que los holandeses nunca corren las cortinas, que hacerlo implicaría que tienen algo que ocultar. Por la noche, cuando se encienden las luces, cualquiera que pasee por las calles de Amsterdam puede asomarse por las ventanas y ver las mesas donde se sientan los niños mientras sus madres les sirven patatas y salsa de manzana. Pasarán las horas y los niños se irán a la cama y los padres a sus sillones, donde verán la tele o leerán a la vista de todos.

Esa costumbre de cortinas abiertas se extiende incluso al distrito Wallen de Amsterdam, donde muestran sus encantos las miembros de la profesión más antigua del mundo. En los escaparates del burdel, las mujeres tejen o leen novelas, o sonríen a los hombres que las miran desde la calle. Para ellas es un trabajo como cualquier otro y no tienen nada que ocultar.

Fue en ese barrio donde Sarah encontró Casa Morro. Atardecía ya cuando cruzó el pequeño puente hacia Oude Zijds Voorburgwal. Y con la oscuridad llegaban las luces de neón, la música y toda la gente rara que no duerme por la noche. Sarah era una más en una calle de visitantes.

Se paró a la sombra del puente de piedra y observó a la gente que pasaba. En el escaparate delante de ella se veían cuatro mujeres en distintos estadios de desnudez: la oferta humana de Casa Morro. Parecían mujeres corrientes. La más alta miró a su alrededor cuando oyó que pronunciaban su nombre. Dejó el libro que leía, se levantó y desapareció tras las cortinas azules. Las otras tres ni siquiera levantaron la vista.

Sarah observó durante media hora el flujo constante de hombres que entraban y salían por la puerta. Las tres mujeres del escaparate acabaron saliendo también por la cortina y fueron sustituidas por otras dos. Casa Morro parecía un negocio próspero.

Al fin, se decidió a entrar.

Ni siguiera el aroma a perfume conseguía ocultar el olor a viejo del edificio, que colgaba como una cortina vieja sobre lo que había sido en otro tiempo una mansión elegante del siglo XVII. Una escalera estrecha de madera llevaba a un pasillo en penumbra. Alfombras persas ajadas por el uso ahogaban los pasos de Sarah desde el vestíbulo a la sala.

Una mujer levantó la vista de detrás de una mesa. Tenía unos cuarenta y tantos años, el pelo moreno y era alta y de huesos finos. Observó a la joven con atención.

– Kan ik u helpen?

– Busco a Corrie.

La mujer asintió después de una pausa.

– Es usted americana, ¿verdad? -preguntó en un inglés perfecto.

Sarah no contestó. Examinó la habitación… el sofá bajo, la chimenea, las estanterías que contenían objetos eróticos. Al fin, volvió la vista hacia la mujer.

– Me envía Helga-dijo.

El rostro de la otra permaneció inexpresivo.

– Quiero encontrar a Simon. ¿Dónde está?

La mujer guardó silencio un momento.

– Quizá Simon no desea que lo encuentren -dijo.

– Por favor. Es importante.

La otra se encogió de hombros.

– Con Simon todo es importante.

– ¿Está en la ciudad?

– Quizá.

– Querrá verme.

– ¿Por qué?

– Soy su esposa. Sarah.

La mujer pareció turbada por primera vez.

– Déjeme su anillo de boda -dijo-. Y vuelva a medianoche.

– ¿Estará él aquí?

– Simon es un hombre cauteloso. Querrá pruebas antes de acercarse a usted.

Sarah se quitó el anillo y se lo dio.

– Volveré a medianoche -dijo.

– ¡Señora! -la llamó la mujer, cuando se disponía a salir-. No le garantizo nada.

– Lo sé -musitó la joven.

La advertencia de la mujer era innecesaria.

Había aprendido que nada está garantizado. Ni siquiera la respiración siguiente.

Corrie esperó un momento cuando salió Sarah. Después salió de la casa y fue andando a una cabina de teléfonos, donde marcó un número de Amsterdam.

– La mujer que mencionó Helga ha llegado -dijo-. Pelo largo, ojos marrones, unos treinta años. Tengo su alianza. Es de oro con la inscripción Geoffrey, 2-14. Volverá a medianoche.