Kronen también lo oyó. La miró como un poseído. Buscó con frenesí otro modo de subir. No lo había. Se agarró al alambre con un juramento y empezó a subir hacia ella.
Sarah lo observó con incredulidad. Era alto y se movía como un mono por el tejado de pizarra. La joven tiró con fuerza del alambre, intentando en vano soltarlo de la antena. Intentó ponerse en pie y esperarlo. La sirena se olía muy cerca. Solo necesitaba unos momentos.
Los dedos de Kronen se cerraron en la parte de arriba del tejado. Sarah vio su cabeza asomar por allí. Sus ojos la miraron. En ellos no había ni rabia ni odio, sino algo más terrible… anticipación. Esperaba impaciente su muerte.
– ¡No! -gritó ella-. ¡No!
Se lanzó hacia él. Sus dedos se clavaron en sus ojos, obligándolo a retroceder hacia el borde. El hombre le sujetó la muñeca y la retorció de tal modo que ella gritó. Al soltarse se tambaleó y estuvo a punto de perder el equilibrio. Kronen subió a la parte superior y avanzó despacio hacia ella.
Se miraron un momento, los dos solos en el tejado. Uno de ellos no sobreviviría. No se dejaría capturar viva.
El hombre sacó una navaja de la chaqueta y ella retrocedió un paso más. La hoja se acercó más a ella. Ya no pensaba capturarla viva. Quería matarla. Sarah cruzó los brazos delante en un gesto automático de protección. Sintió el dolor en el brazo cuando la hoja tocó la carne desnuda. Se dejó caer de rodillas. Los zapatos de él crujieron al acercase a ella. Clavó el tacón en el vestido de ella, sujetándola al tejado. No podía escapar. Ni siquiera podía levantarse. Observó en silencio cómo volvía a elevarse la hoja en un arco mortal.
Todos sus instintos primitivos se unieron en un último y desesperado acto de supervivencia. Se lanzó a las rodillas de él con un grito. Kronen se tambaleó y ella atacó su pie. El golpe movió el tobillo de su sitio. Kronen trató de buscar un punto de apoyo. La navaja cayó sobre el tejado. Al caer hacia la calle, se agarró al borde del tejado, pero solo un momento. Sus ojos se encontraron con los de ella; era una mirada de infinita sorpresa. Cayó al vacío con los brazos levantados hacia el cielo. La joven cerró los ojos. Los gritos de él resonaban todavía en sus oídos mucho después de que hubiera llegado a la calle.
Quería vomitar. El mundo daba vueltas a su alrededor. Bajó la cabeza y apretó la mejilla contra la teja fría y mojada para combatir la náusea. Se estremeció. En la calle se oían ruidos de sirenas y voces, pero estaba agotada y tenía demasiado frío para moverse. Solo el grito de Nick consiguió hacerla mirar.
Estaba abajo, en la calle, agitando los brazos en su dirección, sus ojos se llenaron de lágrimas.
– ¡No te muevas! -gritó él-. Vamos a llamar a los bomberos para que te bajen.
La joven se secó las lágrimas y asintió con la cabeza. Ya había pasado todo. Solo tenía que esperar.
Pero se había olvidado de Magus.
Un ruido la obligó a mirar hacia abajo. Magus estaba en el techo de grava. Llevaba un rifle. Ella era la única que podía verlo. Resultaba invisible desde la calle donde estaban Nick y la policía. Era un hombre solo atrapado en un tejado. Un hombre que quería hacer un último gesto en nombre de la venganza. La miró un momento y levantó después lentamente el rifle. Sarah vio que el cañón apuntaba en su dirección y esperó el disparo fatal.
Sonó un tiro, pero no sintió ningún dolor. Se preguntó por qué.
Vio entonces tambalearse a Magus con la camisa llena de sangre. El rifle cayó sobre la grava. El hombre emitió un sonido, un grito mortal que pudo ser solo un nombre. Cayó de espaldas con los ojos muy abiertos y no se movió más.
Algo brilló en otro tejado. Sarah miró hacia allí. El sol penetró al fin el velo de niebla y cayó, en un rayo brillante, sobre la cabeza y los hombros de un hombre que estaba de pie dos tejados más allá. El hombre bajó su rifle. El viento movía su camisa y su pelo. La miraba. Sarah no podía verle la cara, pero supo en ese instante quién era. Trató de levantarse. Vio que empezaba a alejarse y trató de llamarlo antes de que desapareciera para siempre.
– ¡Geoffrey! -gritó.
El viento arrastró consigo su voz.
– ¡No! ¡Vuelve! -gritó ella, una y otra vez.
Pero solo vio un último destello de pelo rubio y después el tejado vacío brillando bajo el sol de la mañana.
El disparo de rifle resonó como un trueno en la calle de abajo. Media docena de policías corrieron a protegerse. Nick levantó la cabeza con alarma.
– ¿Qué ocurre ahí?
Potter se volvió a Tarasoff.
– ¿Quién diablos está disparando?
– No es de los nuestros, señor. Quizá la policía.
– ¡Era un rifle, maldita sea!
– No son mis hombres -dijo un oficial de policía holandés, desde la seguridad de un umbral cercano.
Nick vio que Sarah seguía viva. Pero se sentía impotente para ayudarla.
– ¡Haz algo! -le gritó a Potter.
– ¡Tarasoff! -gritó este, a su vez-. ¡Suba ahí con sus hombres! Averigüe de dónde ha salido ese disparo -se volvió al policía-. ¿Cuánto tardarán en llegar los bomberos?
– Cinco, diez minutos.
– La matarán antes -dijo Nick.
Echó a andar hacia el edificio. ¡Tenía que llegar hasta ella!
– ¡O'Hara! -gritó Potter-. Antes tenemos que limpiar ese edificio.
Pero Nick entraba ya por la puerta. En el interior, subió las escaleras de dos en dos. Lo aterrorizaba la posibilidad de que sonaran más disparos, de llegar al tejado y encontrarse muerta a Sarah. Pero solo oyó sus propios pasos.
Debajo de él se cerró una puerta. La voz de Potter gritó su nombre. Siguió avanzando.
Las escaleras amplias daban paso a otra más estrecha que subía al tejado en espiral. Corrió los últimos escalones y salió al tejado.
Fuera brillaba el sol. Se detuvo, atontado por la luz repentina y por el horror de los que había en la grava a sus pies. Los ojos muertos de un hombre sin rostro lo miraban. El viento movía una bufanda roja tan brillante como la sangre que salía despacio del pecho del hombre. A su lado había un rifle.
Se abrió la puerta del tejado. Potter salió por ella y casi chocó con Nick.
– ¡Dios mío! -exclamó, mirando el cuerpo-. ¡Es Magus! ¿Se ha disparado a sí mismo?
Del tejado de arriba llegó un quejido repentino, un sonido de desesperación. Nick levantó la cabeza con alarma.
Sarah tendía las manos hacia adelante, como suplicándole al viento. No los había visto; miraba a la distancia, a algo que solo ella podía ver. Lo que gritó a continuación hizo estremecer a Nick. No tenía sentido. Era el grito de una mujer aterrorizada al borde de la histeria. Siguió la dirección de su mirada, pero solo vio tejados que brillaban al sol. Oyó la voz de Sarah llamando una y otra vez a un hombre que no existía.
Cuando al fin la bajaron del tejado se mostró tranquila. Nick estaba a su lado cuando la colocaron en la camilla. ¡Parecía tan pequeña y débil! ¡Había tanta sangre en sus brazos! Apenas se fijaba en lo que le decía, solo sabía que quería estar cerca de ella.
Una ambulancia esperaba en la calle.
– Déjeme acompañarla -murmuró Nick-. Me necesita.
Subió al lado de la camilla y la joven lo miró con ternura.
– Creí que no volvería a verte -susurró.
– Te quiero, Sarah.
Potter metió la cabeza en la ambulancia.
– ¡Por lo que más quieras, O'Hara; dejanos trabajar!
Nick se volvió y vio que el personal de la ambulancia los miraba.
– ¡No, por favor! -suplicó la joven-. Dejen que se quede. Quiero que se quede.
Potter se encogió de hombros con aire de impotencia. Los enfermeros decidieron que era mejor dejar en paz a Nick. Sabían por experiencia que los maridos nerviosos podían ser criaturas testarudas e irracionales. Y aquel parecía muy, muy nervioso.