– Sí.
¿Qué casa en Margate? ¿Tenía Geoffrey una residencia en Inglaterra y nunca le había hablado de ella?
La conserje seguía escribiendo. Sarah apoyó las manos en el mostrador y rezó para poder mentir con convicción.
– Espero… espero que no tengan la dirección equivocada -dijo-. Seguimos en Margate, pero nos mudamos el mes pasado.
– Oh, vaya -suspiró la conserje. Se dirigió hacia la oficina situada tras ella-. Voy a comprobar que han cambiado la dirección.
Un momento después, volvía a salir con una tarjeta en la mano.
– El 25 de Whitstable Lane. ¿Esa es la dirección vieja o la nueva?
Sarah no contestó. Estaba demasiado ocupada memorizando la dirección.
– ¿Señora Fontaine?
– Está todo bien -tomó la maleta y se dirigió al ascensor.
– Señora Fontaine, no tiene que llevar usted eso. Llamaré al botones…
Pero Sarah entraba ya en el ascensor.
– 25 de Whitstable Lane -murmuró cuando se cerró la puerta-. 25 de Whitstable Lane…
¿Sería allí donde encontraría a Geoffrey?
El mar golpeaba los acantilados blancos. Desde el sendero de tierra que seguía Sarah, podía ver las olas chocando contra las rocas inferiores. Su violencia la asustaba. El sol se había abierto paso ya a través de la niebla de la mañana, y los jardines de las casas dispersas florecían a pesar de la sal del aire y la tiza del suelo.
Encontró la casa que buscaba al final de Whitstable Lane. Era pequeña, escondida detrás de una valla blanca. En el pequeño jardín frontal se mezclaban rosas con petunias y acacias. El sonido de unas tijeras de podar la llevó a un lado de la casita, donde un anciano podaba un seto.
– ¿Hola? -llamó desde el otro lado de la valla.
El viejo la miró.
– Busco a Geoffrey Fontaine -dijo la joven.
– No está en casa, señorita.
A Sarah empezaron a temblarle las manos.
– ¿Dónde puedo encontrarlo? -preguntó.
– No lo sé.
– ¿Sabe cuándo volverá a casa?
El anciano se encogió de hombros.
– Ni él ni la señora me cuentan a mí sus idas y venidas.
– ¿Señora? -repitió Sarah.
– Sí. la señora Fontaine.
– ¿Se refiere a su… esposa?
El viejo la miró como si fuera idiota.
– Claro que sí. Claro que, con un poco de imaginación, uno podría pensar que quizá fuera su madre, pero yo diría que es demasiado joven para eso -soltó una carcajada.
Sarah apretaba la valla con tanta fuerza que las puntas del final se clavaban en sus manos. En sus oídos había un rugido extraño, como si una ola la hubiera envuelto y tirara de ella hacia el suelo. Buscó en su bolso y sacó una foto de Geoffrey.
– ¿Este es el señor Fontaine? -preguntó con voz ronza.
– Desde luego. Tengo buena vista para las caras.
Sarah temblaba tanto que apenas pudo volver a guardar la foto en el bolso. Se agarró a la valla, intentado asimilar lo que acababa de oír. Aquello la había pillado por sorpresa, y el dolor era más de lo que podía soportar.
Otra mujer. ¿No le había preguntado alguien por aquello? No lo recordaba. Oh, sí, había sido Nick O'Hara. Y ella se había enfadado con él. Pero él tenía razón, y ella había sido una estúpida.
No supo cuánto tiempo estuvo allí, entre las rosas y petunias. Había perdido la noción del tiempo y el espacio. Estaba como atontada. Su mente rehusaba aceptar más dolor. Si lo hacía, quizá se volvería loca.
Solo oyó al viejo cuando la llamó por tercera vez.
– ¿Señorita? ¿Señorita? ¿Necesita ayuda?
Sarah lo miró aturdida.
– No, no, estoy bien.
– ¿Seguro?
– Sí. Por favor… necesito encontrar a los Fontaine.
– No sé, señorita. La señora hizo las maletas y se marchó hace dos semanas.
– ¿Adónde fue?
– No tiene por costumbre dejar otra dirección.
Sarah buscó un papel en su bolso y anotó su nombre y el hotel.
– Si vuelve alguno de los dos, por favor, dígales que me llamen inmediatamente. Por favor.
– Sí, señorita -el viejo dobló el papel sin mirarlo y se lo metió al bolsillo.
Sarah volvió hacia la calle como una borracha. Al comienzo de Whitstable Lane vio una fila de buzones. Miró hacia atrás y vio que el viejo seguía podando el seto. Miró en el interior del buzón número 25 y encontró solo un catálogo de venta por correo de unos grandes almacenes de Londres. Iba dirigido a la señora Eve Fontaine.
Eve.
Geoffrey la había llamado por aquel nombre más de una vez.
Devolvió el catálogo al buzón y tomó llorando la dirección de la estación de tren.
Seis horas después, Sarah entraba en su habitación del hotel cansada, vacía y hambrienta. Sonaba el teléfono.
– ¿Diga?
– ¿Sarah Fontaine? -era una voz ronca de mujer.
– Sí.
– Geoffrey tenía una marca de nacimiento en el hombro izquierdo. ¿Con qué forma?
– Pero…
– ¿Qué forma?
– Una… una media luna. ¿Es usted Eve?
– En El Cordero y la Rosa. Dorset Street. A las nueve en punto.
– Espere… ¿Eve?
Clic.
Sarah miró su reloj. Tenía media hora para llegar a Dorset Street.
Cinco
El taxi se detuvo enfrente de la puerta de El Cordero y la Rosa. El conductor tomó el dinero que le tendía Sarah, gruñó algo ininteligible y se alejó. La joven se quedó sola en la calle oscura.
Del pub llegaba ruido de risas y choques de vasos. Las ventanas emitían un resplandor suave amarillento. Cruzó la calle adoquinada y empujó la puerta.
Dentro ardía un fuego en la chimenea. Dos hombres se inclinaban sobre jarras de cerveza en la barra brillante de caoba. La miraron un instante y volvieron enseguida a sus jarras. Sarah se detuvo a calentarse ante el fuego sin dejar de observar la habitación con sus ojos. La camarera de detrás de la barra la miró a los ojos y señaló con la cabeza la sala de atrás.
Sarah asintió sin palabras y siguió la dirección indicada. Varios reservados de madera se alineaban a lo largo de la pared. Una pareja se miraba a los ojos en el primero. Un hombre mayor con chaqueta de ante tomaba un whisky en el segundo. Antes de llegar al tercero supo que Eve estaría sentada allí. Una columna de humo de cigarrillo subía de entre las sombras. La mujer la miró al verla acercarse. Sus ojos se encontraron y ambas se comprendieron en aquella mirada. A pesar de la luz tenue del interior del pub, cada una de ellas veía el dolor de la otra.
Sarah se sentó en el banco enfrente de Eve. Esta dio una calada nerviosa a su cigarrillo y sacudió la ceniza sin dejar de observarla. Era esbelta y rubia, de ojos verdosos que parecían cansados. Movía continuamente las manos. Cada pocos segundos miraba hacia la puerta del pub, como si esperara ver entrar a alguien. El humo del cigarrillo se enroscaba entre ellas como una serpiente.
– No es usted como esperaba -dijo Eve. Sarah reconoció la voz ronca del teléfono. El acento era levemente continental, pero no inglés-. Es más guapa de lo que esperaba. Y más joven de lo que él dijo. ¿Cuántos años tiene? ¿Veintisiete? ¿Veintiocho?
– Treinta y dos.
– Ah. Entonces no me mintió.
– ¿Geoffrey le habló de mí?
Eve dio otra calada y asintió.
– Por supuesto. Tenía que hacerlo. Fue idea mía.
Sarah abrió mucho los ojos.
– ¿Idea suya? ¿Pero por qué?
– Usted no sabe nada de Geoffrey, ¿verdad? -los ojos verdes apuñalaron con crueldad a Sarah-. No -dijo con un asomo de satisfacción-. Es evidente que no. Pero parece que me ha encontrado sola. Y yo necesitaba verla por mí misma.
– ¿Por qué?
– Llámelo curiosidad morbosa. Masoquismo. Odiaba imaginarlos juntos. ¡Lo quería tanto! -levantó la barbilla en un pobre intento de fingir indiferencia-. Dígame, ¿fue feliz con él?
Sarah asintió, a punto de llorar.