– Hola, Potter -dijo, después de una pausa incómoda-. Cuánto tiempo.
– No lo suficiente.
Potter entró en la estancia y examinó a Sarah con mirada crítica de la cabeza a los pies. Lanzó su sombrero sobre el maletín de Nick.
– Así que usted es Sarah Fontaine.
La joven miró confusa a Nick.
– El señor Roy Potter -dijo este con sequedad-. El… ¿cómo te llaman ahora? ¿El agregado político de la Embajada?
– Tercer secretario -comentó Potter.
– Encantador. ¿Dónde está Dan Lieberman? Pensé que vendría él.
– Me temo que nuestro cónsul no ha podido venir. Vengo en su lugar -Potter le estrechó la mano a Sarah-. Espero que la hayan tratado bien, señora. Siento que haya tenido que pasar por esto, pero lo arreglaremos enseguida.
– ¿Cómo? -preguntó Nick con suspicacia.
Potter se volvió hacia él.
– Quizá deberías irte. Seguir con tus… vacaciones.
– No. Creo que me quedo.
– Esto es un asunto oficial. Y si no me equivoco, ya no estás con nosotros, ¿verdad?
– No comprendo -Sarah frunció el ceño-. ¿Cómo que ya no está con ustedes?
– Significa que me han dado vacaciones indefinidas -aclaró Nick con calma-. Veo que las noticias viajan deprisa.
– Cuando se trata de temas de seguridad nacional, sí.
Nick hizo una mueca.
– No sabía que era tan peligroso.
– Digamos que tu nombre está en una lista poco halagadora. Yo en tu lugar procuraría no mancharlo más. Es decir, si quieres conservar tu puesto.
– Mira, vamos al grano. El caso de Sarah, ¿recuerdas?
Potter miró a la joven.
– He hablado con el inspector Appleby. Dice que las pruebas contra usted no son tan sólidas como él quisiera. Está dispuesto a dejarla marchar, siempre que yo me responsabilice de su conducta.
Sarah lo miró atónita.
– ¿Estoy libre?
– Así es.
– ¿Y no hay nada que…?
– Han retirado los cargos -le tendió la mano-. Felicidades, señora Fontaine. Está libre.
La mujer se la estrechó con calor.
– Muchísimas gracias, señor Potter.
– De nada. Pero no se meta en más líos, ¿vale?
– De acuerdo -miró a Nick con alegría, esperando ver una sonrisa en su rostro. Pero él no sonreía. Parecía más bien receloso-. ¿Algo más? -preguntó a Potter-. ¿Algo que deba saber?
– No, señora. Puede salir de aquí ahora mismo. De hecho, la llevaré personalmente al Savoy.
– No te molestes -intervino Nick-. Ya la llevo yo.
Sarah se acercó más a él.
– Gracias, señor Potter, pero iré con el señor O'Hara. Somos… somos como viejos amigos.
Potter frunció el ceño.
– ¿Amigos?
– Me ha ayudado mucho desde que murió Geoffrey.
Potter tomó su sombrero.
– De acuerdo. Buena suerte, señora Fontaine -miró a Nick-. Oye, O'Hara, enviaré un informe a Van Dam en Washington. Seguro que le interesa saber que estás en Londres. ¿Piensas volver pronto a casa?
– Puede que sí o puede que no.
Potter se dirigió a la puerta, pero se volvió en el último momento para mirar con dureza a Nick.
– Mira, has tenido una carrera decente. No lo estropees ahora. Yo en tu lugar tendría mucho cuidado.
– Siempre lo tengo -repuso Nick.
– ¿Qué significa eso de vacaciones indefinidas? -preguntó Sarah de camino al hotel.
Nick sonrió sin humor.
– Digamos que no es un ascenso.
– ¿Lo han despedido?
– Más o menos.
– ¿Porqué?
El hombre no contestó. Se detuvo en un semáforo con un suspiro de cansancio.
– ¿Nick? -musitó ella-. ¿Ha sido por mi culpa?
Él hombre asintió.
– En parte. Parece que han puesto en duda mi patriotismo a causa de usted. Ocho años de trabajo no significan nada para ellos. Pero no se preocupe. Creo que a nivel inconsciente llevaba tiempo queriendo dejarlo.
– Lo siento.
– No lo sienta. Puede que sea lo mejor que me ha pasado nunca.
Cambió el semáforo y se mezclaron con el tráfico de la mañana. Eran las diez y había muchos coches. Un autobús los pasó por la derecha y Sarah sintió un momento de pánico. El hecho de conducir por la izquierda la perturbaba. Hasta Nick parecía algo nervioso mirando por el espejo retrovisor.
Se forzó por relajarse e ignorar el tráfico.
– No puedo creer todo lo que ha pasado-dijo-. Es una locura. Y cuanto más intento entenderlo, menos… -miró a Nick, que tenía el ceño fruncido-. ¿Qué pasa?
– No se vuelva, pero creo que nos siguen.
Sarah reprimió el deseo de volver la cabeza y centró su atención en la calle húmeda por la que avanzaban.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó con miedo.
– Nada.
– ¿Nada?
– Exacto. Haremos como si no hemos notado nada. Pasamos por tu hotel, te vistes, haces las maletas y pagas la factura. Luego, nos vamos a desayunar. Estoy muerto de hambre.
– ¿Desayunar? ¡Pero acabas de decir que nos siguen!
– Mira, si buscaran sangre, podrían haberte cogido anoche.
– ¿Como cogieron a Eve? -susurró ella.
– No. Eso no ocurrirá -miró por su espejo-. Agárrate. Vamos a ver cómo son de buenos.
Giró a una calle estrecha, pasó una hilera de tiendas y cafés y apretó el freno. El coche detrás de ellos se detuvo de repente, con el guardabarros a pocos centímetros de su coche. Nick soltó una carcajada.
– ¿Estás bien?
Sarah, demasiado asustada para hablar, asintió con la cabeza.
– Todo va bien -dijo él-. He visto antes a esa gente -sacó una mano por la ventanilla e hizo un gesto obsceno al coche que los seguía, y que respondió de igual manera.
Nick soltó una carcajada.
– No pasa nada. Son de la CIA.
– ¿De la CIA? -preguntó ella, aliviada.
– No te pongas a celebrarlo todavía. Yo no me fío de ellos. Y tú tampoco deberías.
Pero el miedo de ella se evaporaba por momentos. ¿Por qué iba a temerle a la CIA? ¿no estaban todos del mismo lado? Se preguntó cuánto haría que la seguían. Si era desde su llega a Londres, tenían que haber visto quién mató a Eve…
Miró a Nick.
– ¿Qué le pasó a Eve? -preguntó.
– ¿Además de que la mataron?
– Antes has dicho algo que… No se limitaron solo a matarla, ¿verdad?
– No -repuso él, sin mirarla-. No fue solo eso.
El semáforo estaba en rojo. Gotas gordas de lluvia empezaban a caer sobre el parabrisas. Los omnipresentes paraguas negros cubrían el paso de peatones. Nick miraba la calle, inmóvil.
– La encontraron en un callejón con las manos atadas a una verja de hierro -dijo-. Estaba amordazada. Debió gritar mucho, pero nadie la oyó. El que hizo el trabajo se tomó su tiempo. Una hora o quizá más. Sabía usar una navaja. No fue… una muerte agradable.
La miró a los ojos. Sarah era consciente de su proximidad, del olor de su chaqueta sobre los hombros de ella. Habían torturado a una mujer. Un coche los seguía. Y sin embargo, se sentía segura con él. Sabía que Nick no era ningún salvador, sino un hombre corriente, alguien que seguramente se pasaba la vida detrás de una mesa. Ni siquiera sabía por qué estaba allí, pero estaba y ella se lo agradecía.
El coche detrás de ellos hizo sonar el claxon. El semáforo había cambiado a verde. Nick volvió su atención al tráfico.
– ¿Por qué la mataron así? -murmuró Sarah.
– La policía dice que parecía obra de un maníaco. Alguien a quien le gusta causar dolor.
– O alguien que busca venganza -añadió ella-. Magus -dijo, recordando el nombre-. Es un nombre clave -explicó-. Un hombre al que llamaban el Mago. Eve me habló de él.
– Ya hablaremos de eso -dijo él-. El Savoy está ahí delante. Y todavía nos siguen.
Una hora y media más tarde, desayunaban huevos con beicon en un café del Strand. Sarah empezaba a sentirse humana de nuevo. Tenía el estómago lleno y una taza de té caliente en las manos. Y llevaba una falda y un jersey gris. Se daba cuenta de que había sido una buena estrategia policial dejarla en camisón y bata. Así se sentía más indefensa y dispuesta a confesar.