– Podemos volver a casa… A Washington.
– ¿Y crees que allí sería más seguro?
No; él tenía razón. No tenían adónde huir.
– ¿Y adónde iremos? -preguntó con desesperación.
El hombre miró su reloj.
– Son las doce. Dejaremos el coche en Dover y tomaremos el ferry hasta Calais. Y allí un tren a Bruselas. Luego, tú y yo desapareceremos una temporada.
Sarah miró la carretera sin contestar. ¿Cuánto tiempo era una temporada? ¿Tendría que pasarse la vida como Eve, siempre huyendo, mirando siempre por encima del hombro?
Vio que Nick apretaba con fuerza el volante y comprendió que él también tenía miedo. Y eso era lo que más la aterrorizaba.
– Supongo que tengo que confiar en ti -dijo.
– Eso parece.
– ¿De quién más podemos fiarnos, Nick?
El hombre la miró.
– De nadie.
Roy Potter levantó el auricular a la primera llamada. Lo que oyó a continuación le hizo apretar el botón de grabación. Era la voz de Nick O'Hara.
– Tengo algo que decir.
– ¿O'Hara? ¿Dónde diablos…?
– Nos largamos, Potter. Dejad nuestro rastro.
– ¡No podéis iros así! Nos necesitáis.
– Las narices.
– ¿Crees que podéis seguir vivos sin nuestra ayuda?
– Sí, lo creo. Y escúchame bien, Potter. Investiga a tu gente. Porque algo huele a podrido. Y si descubro que el responsable eres tú, te juro que acabaré contigo.
– Espera, O'Hara…
La línea quedó muda. Potter colgó con un juramento. Miró de mala gana hacia la mesa de Jonathan Van Dam.
– Están vivos -dijo.
– ¿Dónde están?
– No lo ha dicho. Están localizando la llamada.
– ¿Van a venir?
– No. Van a esconderse.
Van Dam se inclinó sobre la mesa.
– Los quiero, señor Potter. Los quiero pronto. Antes de que alguien más llegue hasta ellos.
– Señor, tiene miedo. No se fía de nosotros.
– No me sorprende, teniendo en cuenta el último golpe. ¡Encuéntrelos!
Potter tomó el teléfono maldiciendo en silencio a Nick O'Hara.
– ¿Tarasoff? ¿Tienes el número? ¿Cómo que está en algún lugar de Bruselas? Ya sé que está en Bruselas. Quiero la dirección, maldita sea.
– Simple vigilancia -dijo Van Dam-. Ese era su plan, ¿no? ¿Y qué ha pasado?
– Destiné a dos buenos agentes a seguir a la señora Fontaine. No sé qué falló. Uno de mis hombres sigue desaparecido. Y el otro está en el depósito…
– No puedo preocuparme por los agentes muertos. Quiero a Sarah Fontaine. ¿Qué me dice de las estaciones de tren y aeropuertos?
– La oficina de Bruselas está en ello. Yo volaré allí esta noche. Ha habido actividad en sus cuentas bancarias. Retiradas grandes. Parece que piensan estar escondidos mucho tiempo.
– Vigile esas cuentas. Pase sus fotos a la policía, la Interpol, a todos los que cooperen. No la detenga, solo localícela. Y necesitamos un perfil psicológico de O'Hara. Quiero saber cuáles son sus motivos.
– ¿De O'Hara? -Potter hizo una mueca burlona-. Yo puedo decirle todo lo que necesite saber.
– ¿Qué cree que hará a continuación?
– Es nuevo en esto. No sabe cómo hacerse con otra identidad. Pero habla francés bien. Puede moverse por Bruselas sin levantar sospechas. Y es listo. Puede que nos cueste encontrarlo.
– ¿Y la mujer? ¿Puede mezclarse igual de bien?
– Que yo sepa no habla idiomas. Ninguna experiencia. Sola estaría perdida.
Tarasoff entró en el despacho.
– Tengo la dirección. Es una cabina del centro de la ciudad. Imposible localizarlo ya.
– ¿A quién conoce O'Hara en Bélgica?-preguntó Van Dam-. ¿Alguien en quien pueda confiar?
Potter frunció el ceño.
– Tendría que ver su historial…
– ¿Y el señor Lieberman del departamento consular? -sugirió Tarasoff-. Él conocerá a los amigos de O'Hara.
Van Dam le lanzó una mirada apreciativa.
– Buen comienzo. Me alegra que alguien piense. ¿Qué más?
– Bueno, señor, me pregunto si deberíamos estudiar otros ángulos de la vida de ese hombre… -el agente notó la mirada sombría que le lanzaba Potter-. Claro que el señor Potter lo conoce mejor -terminó.
– ¿A qué tema se refiere usted, señor Tarasoff? -insistió Van Dam.
– No dejo de pensar si… bueno, si trabajará para alguien.
– De eso nada -dijo Potter-. O'Hara es independiente.
– Pero su hombre tiene razón -dijo Van Dam-. ¿Y si pasamos algo por alto cuando investigamos a O'Hara?
– Pasó cuatro años en Londres -dijo Tarasoff-. Pudo hacer muchos contactos.
– Mire, yo lo conozco bien -insistió Potter-. Está solo.
Van Dam no parecía escucharlo. Potter tenía la sensación de estar hablando en el vacío. ¿Por qué siempre se sentía como el vagabundo con mostaza en el traje viejo? Había trabajado duro para ser un buen agente, pero no era suficiente. Para hombres como Van Dam, siempre carecería de estilo.
Tarasoff lo tenía. Y Van Dam llevaba un traje de Savile Row y un Rolex. Había sido lo bastante listo para casarse por dinero. Por supuesto, eso era lo que debería haber hecho Potter. Casarse con una mujer rica. Y ahora le pasarían una pensión a él, y no al revés.
– Espero resultados pronto, señor Potter -dijo Van Dam, poniéndose la gabardina-. Avíseme en cuanto sepa algo. Lo que haga con O'Hara después es asunto suyo.
Potter frunció el ceño.
– ¿Qué significa eso?
– Lo dejo en sus manos. Pero sea discreto -Van Dam salió de la estancia.
Potter miró perplejo la puerta cerrada. Oh, él sabía lo que le gustaría hacerle a O'Hara. Este no era más que un diplomático de carrera más, de los que despreciaban a los espías. Ninguno de ellos apreciaba el trabajo sucio que tenía que hacer Potter. Pero alguien tenía que hacerlo. Cuando las cosas iban bien, nadie se daba por enterado. Pero cuando iban mal, ¿a quién le echaban la culpa?
Los insultos que le había lanzado O'Hara un año atrás le dolían todavía. En parte porque en el fondo sabía que el diplomático tenía razón. La muerte de Sokolov había sido culpa suya.
Esa vez no podía permitirse errores. Ya había perdido dos agentes. Peor aún, había perdido el rastro de la señora Fontaine. No podía haber más fallos. Los encontraría aunque tuviera que registrar todos los hoteles de Bruselas.
Jonathan Van Dam estaba igual de decidido a encontrarlos. O'Hara había conseguido estropear lo que debería haber sido una operación sencilla. Él era el factor inesperado, el detalle que nadie había previsto, el tipo de cosas que da pesadillas a los agentes. Y le preocupaba que Tarasoff tuviera razón y O'Hara fuera algo más que un hombre enamorado. ¿Y si trabajaba para alguien?
Van Dam miró su plato de carne asada pensando en esa posibilidad. Estaba solo en su restaurante predilecto de Londres. La comida era buena. Le gustaba la luz de las velas y el rumor apagado de las conversaciones. Le gustaba ver otras personas a su alrededor. Eso lo ayudaba a centrarse en los problemas.
Terminó la carne y sorbió despacio un vasito de oporto. Sí, el joven Tarasoff tenía cierta razón. Era peligroso asumir que las cosas eran lo que parecían. Y él lo sabía mejor que nadie.
Durante dos años había soportado lo que desde fuera se consideraba un matrimonio feliz. Durante dos años había compartido la cama con una mujer a la que apenas soportaba tocar. La había cuidado en sus borracheras, soportado sus ataques de rabia y sus remordimientos posteriores. La muerte de Claudia había sorprendido a todos, y sobre todo, quizá, a la propia Claudia. Aquella zorra pensaba que viviría eternamente.
Sí, el oporto era excelente, así que pidió otro. Una mujer situada dos mesas más allá lo miraba repetidamente, pero él la ignoró, seguro sin saber por qué de que le gustaba el alcohol. Como a Claudia.
Volvió a pensar en el tema de Sarah Fontaine. Sabía que sería imposible encontrar a un hombre como Nick, un hombre que hablaba buen francés, en una ciudad tan grande como Bruselas. Pero la mujer era otra historia. Solo tenía que abrir la boca en el momento inoportuno y se acabaría todo. Sí, era mejor centrarse en buscarla a ella. Y después de todo, ella era la única que importaba.