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El movimiento inesperado le hizo ganar un segundo precioso. El tren aumentaba la velocidad. Solo quedaban unos diez metros de plataforma y estaría fuera de su alcance. Sus pies parecían de plomo; oyó los pasos de él detrás de ella. Con el corazón a punto de explotar corrió los últimos metros. Sus dedos tocaron acero frío. Luchó por aferrarse a la barra… por subir a bordo.

Subió los escalones y se derrumbó, abriendo la boca para coger aire. Casas y jardines pasaban con rapidez a su lado, convertidos en imágenes veloces de luz y de color. El dolor de la garganta se disolvió en un sollozo de alivio. ¡Lo había conseguido!

Una sombra cruzó la luz del sol. El escalón crujió con un peso nuevo y un escalofrío recorrió su cuerpo anunciándole la muerte. No le quedaban fuerzas para luchar ni lugar al que retirarse. No podía hacer nada excepto quedarse quieta mientras él se acercaba a ella.

Paralizada por el terror, lo vio inclinarse hacia ella, tapando los últimos trozos de luz solar. Esperó que se la tragara su sombra.

Entonces, de algún lugar detrás de ella llegó un gruñido de rabia. Captó un movimiento más que lo vio, un pie que golpeaba salvajemente un cuerpo. La sombra que la cubría cayó hacia atrás con un gruñido.

El hombre rubio pareció quedar suspendido en una caída interminable. Se precipitó despacio desde los escalones y el ruido del tren ahogó su último juramento. Y ella seguía viva, respirando; la pesadilla había terminado por el momento.

– ¡Sarah! Dios mío…

Unas manos la levantaron del suelo, apartándola del borde, alejándola de la muerte. Estremecida, se abrazó a Nick. Este la estrechó con tal fuerza que pudo oír los latidos de su corazón.

– Ya ha pasado -murmuraba una y otra vez-. Ya ha pasado.

– ¿Quién es? -lloró ella-. ¿Por qué no nos deja en paz?

– Sarah, escúchame, escúchame. Tenemos que salir de este tren. Tenemos que cambiar de rumbo antes de que lo intercepte.

La joven quería gritar, pero se contuvo. Se abrazó más a él.

Nick miró el paisaje. Iban demasiado deprisa para saltar.

– La próxima parada -dijo-. Tendremos que seguir el viaje de otro modo. Andando. Autostop. Cuando crucemos la frontera con Holanda, podremos tomar otro tren hacia el este.

Sarah seguía aferrada a él y no oía sus palabras. El peligro había adquirido proporciones irracionales. El hombre de las gafas de sol se había convertido en algo más que humano. Era sobrenatural, un horror superior a todo lo que existía en el mundo real. Cerró los ojos y lo imaginó esperándola en la próxima estación de tren y luego en la siguiente. Nick no podría espantarlo siempre.

Miró las vías del tren y rezó por que la próxima parada llegara pronto. Tenían que salir antes de que los atraparan.

Pero las vías parecían extenderse de modo interminable. Y le daba la impresión de que el tren se había convertido en un ataúd de acero que los llevaba directamente a las manos del asesino.

Kronen examinó el golpe del rostro en el espejo y una oleada de rabia lo envolvió como magma caliente. La mujer había escapado por segunda vez. La había tenido en sus manos y había huido.

Clavó el puño en el espejo. Ese hombre, Nick O'Hara, se había interpuesto ya dos veces en su camino. No sabía quién era, pero se juró matarlo en cuanto volviera a encontrarlo. Aunque quizá eso no fuera tan fácil, ya que habían desaparecido.

Cuando los hombres de Kronen interceptaron el tren en Antwerp, la mujer y su acompañante se habían desvanecido. Podían estar en cualquier parte. No sabía adónde se dirigían ni por qué.

Tendría que pedir ayuda al viejo otra vez. Y esa idea lo enfureció. Contra la mujer por escapar, y contra su acompañante por entrometerse. Ella pagaría muy caras todas las molestias que había causado.

Se puso las gafas de sol. El golpe resultaba bien visible encima del pómulo derecho. Un recuerdo humillante de que había sido derrotado por una criatura tan patética como Sarah Fontaine.

Pero solo era un contratiempo pasajero. El viejo la buscaría, y tenía ojos en todas partes, incluidos los lugares más insospechados. Sí, la encontraría.

No podía esconderse eternamente.

El piar de las palomas despertó a Sarah. Abrió los ojos y la luz del atardecer iluminó unas paredes de piedra y las aspas de madera del molino que giraban con lentitud. Una paloma se instaló en una ventana alta y comenzó a piar. Las aspas del molino crujían y chirriaban como madera en un barco viejo. Tumbada en la paja, se sentía embargada por una sensación de paz, y el miedo a que le quedaran pocos momentos de aquellos por vivir. ¡Y tenía tantas ganas de vida!

Se volvió hacia Nick, que dormía a su lado en la paja, con las manos unidas detrás del cuello y el pecho elevándose y cayendo al ritmo de su respiración. Habían hecho autostop hasta cruzar la frontera con Holanda y luego andado muchas horas. Estaban a un kilómetro de la estación de tren más cercana y habían decidido esperar a que oscureciera. Encontraron aquel molino en mitad del campo y se quedaron inmediatamente dormidos en él.

Se tumbó al lado de Nick. Éste despertó con un estremecimiento y la estrechó contra sí.

– Pronto oscurecerá -susurró ella.

– Hmmm.

– Me gustaría no tener que salir nunca de aquí.

– A mí también -suspiró él.

Se sentaron, y Nick empezó a quitarle trozos de paja del pelo.

– Tengo miedo -murmuró ella.

El hombre la abrazó.

– Viviremos el presente, tomando cada día como venga. No podemos hacer otra cosa.

– Lo sé.

– Eres fuerte, Sarah. En cierto modo, más fuerte que yo.

La besó con fuerza, como un hombre sediento de su sabor. Los pájaros piaban encima de ellos, despidiendo a la última luz del día. La noche cayó sobre los campos con su manto de protección y oscuridad.

Nick se apartó con un gemido.

– Si seguimos así, perderemos el tren. No es que me importe, pero… -apretó los labios una última vez sobre los de ella-. Tenemos que irnos. ¿Estás lista?

Sarah respiró hondo y asintió.

– Estoy lista.

El viejo estaba soñando.

Nienke estaba de pie ante él, con el largo pelo recogido en un pañuelo azul. Su rostro amplio estaba manchado de tierra del jardín, y sonreía.

– Frank -dijo-, tienes que construir un sendero de piedra entre los rosales para que nuestros amigos puedan pasear entre las flores. Ahora tienen que andar alrededor de los matorrales, no en el medio de ellos, donde están las de color lavanda y amarillo. Se las pierde. Tengo que llevarlos yo y se manchan de barro los zapatos. Un camino de piedra, Frank, como el que teníamos en la casita de Dordrecht.

– Por supuesto -dijo él-. Le diré al jardinero que lo haga.

Nienke sonrió. Se acercó a él. Pero cuando extendió una mano para tocarla, su pañuelo azul se desvaneció. Lo que había sido el pelo de Nienke era ahora un halo de fuego brillante. Intentó arrancárselo antes de que llegara a la cara, y en sus manos quedaron mechones gruesos de pelo. Cuanto más intentaba apagar las llamas, más pelo y carne arrancaba. Destruía fragmento a fragmento a su mujer al intentar salvarla.

Bajó la vista y vio que sus brazos estaban en llamas, pero no sentía dolor; un grito silencioso explotó en su garganta al ver que Nienke lo dejaba para siempre.

Wes Corrigan tardó cinco minutos en contestar a la llamada en su puerta de atrás. Cuando al fin la abrió, miró sorprendido a sus dos visitantes nocturnos. Al principio le parecieron extraños. El hombre era alto, de pelo canoso, sin afeitar. La mujer llevaba un jersey indefinible y una capa gris.

– ¿Qué ha sido de la antigua virtud de la hospitalidad? -preguntó Nick.

Wes dio un respingo.

– ¿Qué diablos…? ¿Eres tú?

– ¿Podemos pasar?

– Claro. Claro -Corrigan, atontado todavía, les indicó la cocina y cerró la puerta. Era un hombre bajo y compacto de unos treinta y tantos años. A la luz dura de la cocina, su piel se veía amarillenta y tenía los ojos cargados de sueño. Miró a sus visitantes y movió la cabeza confuso. Su mirada cayó sobre el pelo blanco de Nick.