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– ¿Tanto tiempo ha pasado?

El interpelado movió la cabeza y se echó a reír.

– Son polvos de talco. Pero las arrugas son todas mías. ¿Hay alguien más en casa?

– Solo el gato. ¿Qué diablos está pasando?

Nick pasó a su lado, salió de la cocina y entró en la sala de estar. No contestó. Wes se volvió hacia Sarah, que se quitaba en ese momento la capa.

– Ah, hola. Soy Wes Corrigan. ¿Y usted?

– Sarah.

– Encantado de conocerla.

– La calle parece limpia -dijo Nick, volviendo a la cocina.

– Claro que está limpia. La barren todos los jueves.

– Quiero decir que no estás vigilado.

Corrigan pareció triste.

– Bueno, llevo una vida muy aburrida. Eh, vamos, ¿qué ocurre?

Nick suspiró.

– Estamos en un lío.

Corrigan asintió.

– Sí, a esa conclusión había llegado ya. ¿Quién os sigue?

– La CIA. Entre otros.

Ese lo miró con incredulidad. Se acercó a la puerta de la cocina, miró al exterior y echó el cerrojo.

– ¿Tenéis a la CIA detrás? ¿Qué has hecho? ¿Vender secretos de la nación?

– Es una larga historia. Necesitamos tu ayuda.

Wes asintió con cansancio.

– Eso me temía. Vamos, sentaos, sentaos. Prepararé café. ¿Tenéis hambre?

Nick y Sarah se miraron sonrientes.

– Mucha -dijo ella.

Corrigan se acercó al frigorífico.

– Marchando huevos con beicon.

Tardaron una hora en contárselo todo. Cuando terminaron, la cafetera estaba vacía. Nick y Sarah se habían comido media docena de huevos entre los dos y Corrigan se hallaba plenamente despierto y preocupado.

– ¿Por qué crees que está mezclado Potter? -preguntó.

– Es evidente que está al cargo del caso. Fue él el que hizo soltar a Sarah. Y debió ordenar a esos agentes que nos siguieran a Margate. Pero allí todo salió mal. Y aunque los de la CIA no son muy competentes, tampoco suelen meter tanto la pata sin algo de ayuda. Alguien mató a aquel agente. Y luego empezó a disparar contra nosotros.

– El hombre de las gafas de sol, quienquiera que sea -Wes movió la cabeza-. Esto no me gusta nada.

– A mí tampoco.

Corrigan pareció pensativo.

– Y quieres que investigue la ficha de Magus. Puede ser difícil. Si está considerada muy secreta, no podré llegar a ella.

– Haz lo que puedas. No podemos hacerlo solos. Hasta que Sarah encuentre a Geoffrey y consiga algunas respuestas, no tenemos nada.

– Sí. Lo comprendo.

Los acompañó a la puerta de atrás. Fuera brillaban las estrellas en un cielo claro.

– ¿Dónde vais a dormir?

– Tenemos una habitación cerca del Kudamm.

– Podéis quedaros aquí.

– Demasiado arriesgado. Hemos cruzado la frontera, así que ya deben saber que estamos aquí. Si son listos, no tardarán en vigilar tu casa.

– ¿Y cómo puedo comunicarme contigo?

– Te llamaré yo. Me identificaré como Barnes. Es mejor que no sepas dónde estamos.

– ¿No te fías de mí?

Nick vaciló.

– No es eso, Wes.

– ¿Y qué es?

– Es un asunto muy feo. Es mejor que no te mezcles demasiado.

Nick y Sarah se alejaron en la oscuridad, pero no sin antes oír decir a Wes:

– Ya estoy mezclado.

Al amanecer, Sarah yacía acurrucada en brazos de Nick. A pesar de su cansancio, ninguno de los dos podía dormir. Demasiadas cosas dependían de lo que ocurriera aquel día. Por lo menos ya no estaban solos. Contaban con Wes Corrigan.

Nick se movió, y su aliento calentó el pelo de ella.

– Cuando esto termine -susurró-, quiero que nos quedemos como estamos ahora. Así mismo.

– No sé si esto acabará alguna vez -suspiró ella-. Si volveré a casa.

– Volveremos. Juntos. Te lo prometo. Y Nick O'Hara siempre cumple sus promesas.

Sarah escondió el rostro en el hueco del hombro de él.

– Nick, te deseo mucho, pero ya no sé si estoy ciega o si me da miedo el amor. Me siento muy confusa. ¿Tú no?

– ¿Sobre ti? No. Parece una locura, pero creo que te conozco bien. Y eres la primera mujer de la que puedo decir eso.

– ¿Y tu mujer? ¿A ella no la conocías?

– ¿Lauren? Sí. Supongo que sí. Al final.

– ¿Qué fue lo que falló?

Nick se recostó en la almohada. Se encogió de hombros.

– Supongo que no fue culpa de nadie, pero no puedo olvidar lo que hizo -la miró con tristeza-. Llevábamos tres años casados. A ella le gustaba El Cairo. Le gustaba la vida de las embajadas. Era una gran esposa de diplomático. Creo que fue uno de los motivos por los que se casó conmigo. Porque pensó que podía enseñarle el mundo. Por desgracia, mi carrera incluía ir a lugares que no le parecían lo bastante civilizados.

– ¿Como Camerún?

– Exacto. Yo quería aquel puesto. Solo habrían sido un par de años. Pero ella se negó a ir. Entonces me ofrecieron Londres, que sí le gustaba. Tal vez todo hubiera salido bien de no ser por… -se interrumpió y Sarah notó que se ponía rígido.

– No tienes que contármelo si no quieres.

– Se quedó embarazada y me enteré en Londres. No me lo dijo ella, sino el médico de la Embajada. Y durante seis horas fui tan feliz que creía estar flotando. Hasta que llegué a casa y descubrí que ella no lo quería.

Sarah no podía decir nada para disminuir su dolor; solo confiar en que, cuando terminara de contárselo, encontrara consuelo en sus brazos.

– Yo quería tener aquel hijo. Le supliqué que lo tuviéramos. Pero Lauren lo consideraba un inconveniente -miró a Sarah-. ¡Un inconveniente! ¿Te imaginas?

– No.

– Yo tampoco. Entonces me di cuenta de que no la conocía. Nos peleamos y ella voló a casa y… solucionó el problema. No regresó. Un mes después me envió los papeles del divorcio. De eso hace cuatro años.

– ¿La echas de menos?

– No. Casi fue un alivio recibir los papeles. He estado solo desde entonces. Así es más fácil. No sufres -le tocó el rostro y en sus labios se dibujó una sonrisa-. Luego, entraste tú en mi despacho con tus gafas graciosas y… Al principio no presté atención a tu aspecto, pero luego te quitaste las gafas y te vi los ojos. Y allí empecé a desearte.

– Voy a tirar esas gafas.

– Jamás. Me encantan.

Sarah se echó a reír, agradecida a las cosas divertidas que suelen decir los enamorados. Por primera vez en su vida se sentía casi hermosa.

– ¿Sarah? ¿Has pensado en lo que ocurrirá cuando lo encontremos?

– No puedo pensar tanto.

– Todavía lo amas.

La joven movió la cabeza.

– Ya no sé a quién quiero. A Simon Dance no. Quizá el hombre al que yo quería no ha existido nunca. Nunca fue real.

– Pero yo sí -susurró Nick-. Yo soy real. Y no tengo nada que ocultar.

Once

¿Sería allí donde lo encontrara?

Sarah no podía dejar de pensar en eso mientras el autobús circulaba por las avenidas de tiendas en dirección oeste.

Media hora antes habían llamado al número de la factura de Eve y descubierto que era una floristería. La mujer del otro lado se mostró amable y deseosa de ayudarlos. Les indicó cómo llegar hasta la floristería.

No era un barrio muy bueno. Sarah notó que las calles amplias daban paso a callejuelas cubiertas de cristales y a un vecindario de casas destartaladas. Los niños jugaban en la calle y los viejos se sentaban en los escalones de su porche. ¿Estaría Geoffrey escondido en una de aquellas casas? ¿Los esperaría en el sótano de la floristería?

Salieron del autobús en una esquina. Una manzana más allá, encontraron la dirección que buscaban. Era una tienda pequeña, de escaparates sucios. En la acera se veían cubos de plástico rebosantes de rosas. La puerta al abrirse hizo sonar una campanilla de bronce.