La joven asintió.
Miró a los dos hombres y pensó que no era la falta de sueño ni las comidas irregulares lo que la agotaban, sino la ansiedad de no saber en quién confiar.
– Estás muy callada -dijo Nick-. ¿Te ocurre algo?
Volvían andando hacia la pensión. Nick había entrado en una calle iluminada, pero ella anhelaba la oscuridad, un lugar lejos del tráfico y las luces de neón.
– No lo sé -suspiró. Se detuvo y lo miró a los ojos. Los de él eran impenetrables, oscuros, los ojos de un desconocido-. ¿De verdad puedo confiar en ti?
– Vamos, Sarah. ¡Qué pregunta tan ridicula!
– ¡Si nos hubiéramos conocido de otro modo!
El hombre le acarició el rostro con suavidad.
– Eso no podemos cambiarlo. Pero tienes que confiar en mí.
– Confiaba en Geoffrey -susurró ella.
– Pero yo soy Nick.
– ¿Y quién es Nick? A veces me lo pregunto.
El hombre la tomó en sus brazos.
– Es normal. Pero con el tiempo dejarás de preguntártelo. Aprenderás a confiar en mí.
Sarah se dejó abrazar, pensando que quizá ese fuera uno de los últimos recuerdos que tendría de Nick.
Cuando llegaron a la habitación, en algún lugar del edificio sonaba una balada alemana interpretada por una mujer de voz triste.
Nick apagó la luz. La música estaba henchida de pena; era una canción de partidas, del adiós de una mujer. Sarah llevaría siempre aquella canción en el corazón.
Nick se acercó a ella. La música aumentó de volumen y ella se enterró en sus brazos.
Sentía que se esforzaba por entender y deseaba contárselo todo. Lo amaba. De eso estaba segura.
La música dejó de sonar. Solo se oía la respiración de los dos.
– Hazme el amor -susurró ella-. Por favor. Ahora. Hazme el amor.
Los dedos de él bajaron por su rostro y se detuvieron en la mejilla.
– Sarah, no comprendo… Sé que te pasa algo.
– No me preguntes nada. Hagamos el amor. Hazme olvidar. Quiero olvidar.
Nick lanzó un gemido y le tomó el rostro entre las manos.
Un instante después disfrutaba del sabor de su boca. Sintió la mano de él bajo la blusa y la boca de él se cerró sobre su pecho. Apenas si se dio cuenta de que le bajaba la falda, estaba mucho más pendiente de lo que le hacía con la boca.
Se dejó caer en la cama y él se echó encima de ella, dejándola sin aliento.
– Te he deseado desde el primer día -susurró Nick-. No he pensado en otra cosa.
Tiró de su camisa y uno de los botones saltó por los aires y aterrizó en el vientre desnudo de ella. El hombre lo apartó y besó con reverencia el lugar donde había caído. Después se incorporó y terminó de desnudarse.
La luz de las farolas que entraba por la ventana iluminaba sus hombros desnudos. Sarah solo veía la línea de su rostro; él no era más que una sombra, que adquirió fuego y sustancia cuando sus cuerpos se encontraron. Sus bocas se besaron con pasión; Nick invadía su boca, devorándola; y ella le daba la bienvenida con toda su alma.
La penetración fue lenta, vacilante, como si temiera hacerle daño. Pero no tardó en olvidar todo freno hasta que ya no era Nick O'Hara, sino una criatura salvaje, indomable. Pero hasta el momento final hubo una ternura entre ellos que iba más allá del deseo.
Hasta que no cayó exhausto a su lado, no volvió a pensar en el silencio de ella. Sabía que lo había deseado; su respuesta había superado todas sus fantasías. Pero algo le ocurría. Le tocó la mejilla y la notó húmeda. Algo había cambiado.
Le preguntaría más tarde. Cuando hubieran dado rienda suelta a su pasión, le obligaría a contarle por qué lloraba. Todavía no. No estaba preparada. Y él la deseaba de nuevo. No podía esperar más.
Cuando la penetró por segunda vez, olvidó todas aquellas cuestiones. Lo olvidó todo menos la suavidad y el calor de ella. Al día siguiente se acordaría de lo que tenía que preguntarle.
Al día siguiente.
– Buenos días, señor Corrigan. ¿Podemos charlar un rato con usted?
Por el tono de voz, Wes supo enseguida que no se trataba de una visita de cortesía. Miró a los dos hombres que acababan de entrar en su despacho. Uno era bajo y robusto; el otro alto y delgado. Ninguno sonreía.
Wes se aclaró la garganta.
– Hola, señores. ¿Qué desean?
El hombre alto se sentó y lo miró a los ojos.
– ¿Dónde está Nick O'Hara?
Wes sintió que se le congelaba la voz. Tardó unos segundos en recuperar la compostura, pero para entonces era demasiado tarde. Se había traicionado. Apartó un montón de papeles y dijo:
– Ah… ¿No está en Washington?
El hombre bajito resopló.
– No juegue con nosotros, Corrigan.
– ¿Quién está jugando? ¿Y quiénes son ustedes?
– Me llamo Van Dam -dijo el más alto-. Y él es el señor Potter.
Wes se puso en pie y trató de parecer indignado.
– Miren, es sábado. Tengo cosas que hacer. ¿Pueden pedir una cita para un día entre semana como todo el mundo?
– Siéntese, Corrigan.
– Queremos a O'Hara -dijo Potter.
– No puedo ayudarlos.
– ¿Dónde está?
– En Washington. Yo mismo lo llamé hace dos semanas para un tema consular.
Van Dam suspiró.
– No prolonguemos más tiempo estas tonterías. Sabemos que está en Berlín y que ayer estuvo usted buscando algo en los ordenadores para él. Es evidente que están en contacto.
– Eso es pura especu…
– Vamos, señor Corrigan; todos sabemos por qué buscó usted ayer lo archivos de Geoffrey Fontaine y de Simon Dance. Y nosotros queremos al señor O'Hara.
– ¿Por qué lo quieren?
– Nos preocupa su seguridad -repuso Van Dam-. Y la de la mujer que viaja con él.
– Si, claro.
– Mire, Corrigan -intervino Potter-. Su vida depende de que los encontremos a tiempo.
– Cuéntenme otro cuento.
Van Dam se inclinó hacia adelante con los ojos fijos en él.
– Están metidos en algo grave. Necesitan protección.
– ¿Por qué voy a creerlo?
– Si no nos ayuda usted, tendrá su sangre en sus manos.
Wes movió la cabeza.
– No puedo ayudarlos.
– ¿No puede o no quiere?
– No puedo. No sé dónde está. Y es la verdad.
Van Dam y Potter se miraron.
– Está bien -dijo el primero-. Coloque a sus hombres. Tendremos que esperar.
Potter asintió y salió del despacho.
Wes empezó a levantarse. Van Dam le hizo señas de que volviera a sentarse.
– Me temo que no saldrá de este edificio en un buen rato. Si tiene que usar el lavabo, avísenos y le enviaremos una escolta.
– ¡Maldita sea! ¿Qué pasa aquí?
Van Dam sonrió.
– Vamos a esperar, señor Corrigan. Nos quedaremos todos aquí hasta que suene su teléfono.
Doce
A la una menos cuarto del día siguiente, Sarah bajaba de un taxi en la Potsdamer Platz. Iba sola. Despistar a Nick había sido más fácil de lo que pensaba. Esperó a que saliera a llamar a Wes Corrigan, tomó su bolso y salió por la puerta.
Cruzó la plaza esforzándose por no pensar en él. Había visto en un mapa que la Potsdamer Platz era un punto de intersección de los sectores británico, americano y soviético. El Muro de Berlín cruzaba la plaza. Se detuvo cerca de un grupo de estudiantes y fingió escuchar al profesor, pero buscaba incesantemente un rostro. ¿Dónde estaba la mujer?
De repente oyó una voz femenina.
– Sígame. Mantenga la distancia.
Se volvió y vio a la mujer de la floristería alejándose con una bolsa de compras al brazo. La mujer se dirigía hacia el noroeste,en dirección a Bellevuestrasse. Sarah la siguió a una distancia discreta.
Tres manzanas más allá, la tendera desapareció en una tienda de velas. La joven vaciló un momento en el exterior. Una cortina cubría el escaparate y no podía ver el interior. Al fin, optó por entrar.