En realidad, exceptuando los detalles de la muerte de Geoffrey Fontaine, apenas había piezas con las que jugar. A Nick no le gustaban los puzzles incompletos. Lo volvían loco. Cuando se trataba de buscar más información, más hechos, podía ser insaciable. Y en ese momento, con la carpeta de Fontaine entre los dedos, se sentía como si sostuviera una bolsa de aire: nada de sustancia aparte de un nombre.
Y una muerte.
Le ardían los ojos; se recostó en la silla y bostezó. Cuando era un veinteañero en la universidad, solía animarle pasar media noche en pie. Pero a los treinta y ocho años, solo lo volvía irritable. Y hambriento. A las seis de la mañana había devorado tres dónuts. La inyección de azúcar y el café lo habían mantenido en acción. Y ahora sentía demasiada curiosidad para dejarlo. Los rompecabezas siempre le causaban ese efecto. Y no estaba seguro de que le gustara.
La puerta al abrirse le hizo levantar la vista. Su amigo Tim Greenstein entró por ella.
– ¡Bingo! ¡Lo encontré! -dijo.
Dejó una carpeta sobre la mesa y le dedicó una de sus famosas sonrisas que solía reservar para el ordenador. Tim era un «arregla-problemas», el hombre al que acudían todos cuando los datos no estaban donde deberían estar. Gruesas gafas, consecuencia de cataratas infantiles, distorsionaban sus ojos. Una barba negra oscurecía gran parte del resto de su cara, con excepción de la frente pálida y la nariz.
– Te dije que lo encontraría -observó, sentándose enfrente de Nick-. He pedido ayuda a mi amigo del FBI y no ha encontrado nada. He buscado por mi cuenta y… No ha sido fácil sacar esto de entre la información clasificada. Tienen a un idiota nuevo que insiste en hacer su trabajo.
Nick frunció el ceño.
– ¿Has tenido que sacar esto a través de seguridad?
– Sí. Hay más, pero no he podido verlo. He descubierto que los de inteligencia tienen una carpeta sobre tu hombre.
Nick abrió la carpeta y miró con incredulidad. Lo que veía suscitaba más preguntas que nunca, preguntas para las que no parecía haber respuestas.
– ¿Qué demonios significa eso? -murmuró.
– Por eso no podías encontrar nada sobre Geoffrey H. Fontaine -dijo Tim-. Hasta hace un año, no existía.
Nick apretó la mandíbula.
– ¿Puedes conseguirme más cosas?
– Eh, creo que estamos entrando en el territorio de otros. Y los muchachos de la CIA pueden ponerse nerviosos.
– Pues que me demanden -comentó Nick, al que no era fácil intimidar con la CIA después de haber conocido a muchos agentes incompetentes-. Además, solo cumplo con mi deber. No olvides a la viuda.
– Pero este tema se complica bastante.
– Nada con lo que tú no puedas.
Tim sonrió.
– ¿Qué pasa? ¿Te estás volviendo detective?
– No, solo curioso -miró el montón de papeles de su mesa. La mayoría basura burocrática. El veneno de su existencia… pero había que hacerlo. El caso Fontaine resultaba distraído. Miró a su amigo.
– Eh, ¿por qué no buscas algo sobre la viuda? Sarah Fontaine. Puede que eso nos lleve a algún sitio.
– ¿Por qué no lo haces tú?
– Porque tú eres el que tiene mucho acceso a los ordenadores.
– Sí, pero tú tienes a la mujer -Tim señaló hacia la puerta-. La secretaria estaba anotando su nombre. Sarah Fontaine está sentada en tu sala de espera en este momento.
La secretaria era una mujer adulta de pelo gris, ojos azules y una boca que parecía formar constantemente dos líneas rectas. Levantó la vista de la máquina de escribir solo el tiempo suficiente para tomar el nombre de Sarah e indicarle un sofá cercano.
Encima de una mesita situada al lado del sofá había un montón de revistas y algunos ejemplares del Asuntos Exteriores y la Revista de la Prensa Mundial, que llevaban todavía las etiquetas con el nombre de su destinatario: Doctor Nicholas O'Hara.
La secretaria siguió con la máquina de escribir y Sarah se hundió en los cojines del sofá y se miró las manos, que colocó sobre el regazo. Todavía no había vencido la gripe y se sentía desgraciada y con frío. Pero en las últimas diez horas se había formado un vacío a su alrededor, un escudo protector que hacía que lo que veía y oía le pareciera muy lejano. Hasta el dolor físico resultaba extrañamente apagado. Esa mañana se había golpeado un dedo en la ducha y solo había percibido una especie de latido distante.
La noche anterior la había vencido el dolor al colgar el teléfono. Ahora solo estaba aturdida. Bajó la vista y notó por primera vez lo mal que se había vestido… la ropa no combinaba entre sí. Sin embargo, a un nivel inconsciente, había optado por prendas que la consolaban: su falda gris de lana favorita, un jersey viejo, zapatos planos marrones para andar. La vida se había vuelto temible de repente y necesitaba el consuelo de lo familiar.
Sonó el interfono de la secretaria y se oyó una voz.
– ¿Angie? Haga pasar a la señora Fontaine.
– Sí, señor O'Hara -Angie hizo una seña a Sarah-. Ya puede entrar.
La joven se subió las gafas, se puso en pie y entró en el despacho. Al cruzar la puerta, se detuvo sobre la alfombra gruesa y miró con calma al hombre del otro lado de la mesa.
Estaba de pie ante la ventana. Por ella entraba un sol cegador que al principio solo le dejó ver su silueta. Era alto y esbelto, y sus hombros se inclinaban levemente hacia adelante; parecía cansado. Se apartó de la ventana y fue a su encuentro. Su camisa azul estaba arrugada y se había aflojado la corbata.
– Señora Fontaine -dijo-. Soy Nick O'Hara.
Le tendió la mano en un gesto que Sarah encontró demasiado automático, un formalismo que sin duda usaba con todas las viudas. Pero su apretón era firme. Giró hacia la ventana y la luz cayó de lleno en su rostro. La joven vio rasgos largos, delgados, una mandíbula angulosa y una boca sobria. Calculó que estaría en torno a los cuarenta. Su cabello castaño oscuro blanqueaba en las sienes. Bajo sus ojos marrones se veían ojeras.
Se sentó en la silla que él le señalaba y vio por primera vez que había una tercera persona en la estancia, un hombre de gafas y barba oscura que estaba sentado, en silencio. Lo había visto pasar antes por recepción.
Nick se apoyó en el borde de la mesa y la miró.
– Siento mucho lo de su marido, señora Fontaine -dijo con gentileza-. Una noticia terrible, lo sé. La mayoría de las personas no nos creen cuando llamamos. A usted quería verla porque tengo preguntas pendientes. Y supongo que usted también -señaló al hombre de la barba con la cabeza-. ¿No le importa que escuche el señor Geenstein, ¿verdad?
La joven se encogió de hombros.
– Los dos somos funcionarios -siguió Nick-. Yo en temas consulares y él en la división de apoyo técnico.
– Entiendo -se estremeció. Volvía a tener escalofríos y le dolía la garganta. Se preguntó por qué hacía tanto frío en las oficinas del Gobierno.
– ¿Está usted bien, señora?
La mujer miró a Nick con aire miserable.
– Hace frío aquí.
– ¿Quiere una taza de café?
– No, gracias. Por favor, solo quiero saber lo de mi esposo. Aún no puedo creerlo, señor O'Hara. No dejo de pensar que hay un error.
El hombre asintió comprensivo.
– Es una reacción común.
– ¿De verdad?
– Negarlo. Todo el mundo pasa por ello.
– Pero usted no pide a todas las viudas que vengan a su despacho, ¿verdad? Tiene que haber algo diferente en Geoffrey.