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La mujer asintió.

– Ya lo ha visto. La estará buscando. En Amsterdam. En Berlín. Dondequiera que vaya, estará esperando.

– ¿Qué haría usted en mi lugar?

La mujer la miró pensativa.

– ¿En su lugar y con sus años? Lo mismo que usted. Intentaría encontrar a Simon.

– Entonces ayúdeme. Dígame cómo hacerlo.

– Lo que le diga podría matarlo.

– Tendré cuidado.

La mujer observó el rostro de Sarah, calculando sin duda sus posibilidades.

– Hay un club en Amsterdam… Casa Morro. En la calle Oude Zijds Voorburgwal. La propietaria es una mujer llamada Corrie. Era amiga del Mossad y de todos nosotros. Si Simon está en Amsterdam, ella sabrá encontrarlo.

– ¿Y si no sabe?

– Entonces no sabe nadie.

La puerta del Citroen ya estaba abierta. Subieron y el conductor salió hacia el Kudamm.

– Cuando vea Casa Morro no se escandalice -dijo la mujer.

– ¿Por qué?

La otra rio con suavidad.

– Ya lo verá -se inclinó y habló al conductor en alemán.

– Podemos dejarla cerca de su pensión. ¿Es lo que quiere?

Sarah asintió. Necesitaría dinero para llegar a Amsterdam y Nick lo llevaba casi todo. Cuando estuviera dormido esa noche, le quitaría una parte de la cartera y se marcharía de Berlín. Por la mañana estaría ya muy lejos.

– Me hospedo justo al sur de…

– Sabemos dónde es -dijo la mujer-. Una última cosa. Tenga cuidado en quién confía. El hombre que la acompañaba ayer, ¿cómo se llama?

– Nick O'Hara.

– Podría ser peligroso. ¿Cuánto hace que lo conoce?

– Unas semanas.

La mujer asintió.

– No se fíe de él. Vaya sola. Es más seguro.

– ¿En quién puedo confiar?

– Solo en Simon. No le diga a nadie más lo que le he dicho. Magus tiene ojos y oídos en todas partes.

Se acercaban a la pensión. La calle parecía tan expuesta, tan peligrosa, que Sarah se sentía más segura en el coche. No quería bajar. Pero el Citroen había frenado ya. Se disponía a abrir la puerta cuando el conductor lanzó una maldición y apretó el acelerador.

– Nach rechts! -gritó la mujer, con el rostro tenso.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Sarah.

– ¡ La CIA! Están por toda la calle.

– ¿ La CIA?

– Mírelo usted misma.

La pensión era, como las demás casas de esa calle, una caja de cemento gris con un cartel rojo en la fachada. En la acera había dos hombres. Sarah los reconoció a ambos. El robusto de piernas cortas era Roy Potter. Y a su lado, con mirada de incredulidad en el rostro, se encontraba Nick.

Parecía incapaz de moverse, de reaccionar. Se limitó a mirar con fijeza el Citroen cuando pasó a su lado. Por un instante sus ojos se encontraron a través de la ventanilla. Tomó a Potter del brazo y los dos corrieron a la calle tras el vehículo en un intento fútil por abrirle la puerta. Entonces, ella lo comprendió todo. Al fin, estaba claro.

Nick había trabajado con Potter desde el principio. Juntos habían elaborado un plan que la había engañado por completo. Nick era de la CIA. Acababa de ver la prueba. Cuando regresó a la habitación y la encontró vacía, hizo sonar la alarma.

Se hundió en el asiento. Oyó la voz de Nick gritando su nombre, y luego solo el ruido del motor del coche. Se acurrucó contra la puerta como un animal perseguido. Era un animal perseguido. La buscaba la CIA, la buscaba Magus. Y alguien acabaría por encontrarla.

– La dejaremos en el aeropuerto -dijo la mujer-. Si toma un avión de inmediato, quizá pueda salir de Berlín antes de que la detengan.

– ¿Pero adónde irá usted? -preguntó Sarah.

– Lejos. Seguiremos una ruta distinta.

– ¿Pero y si la necesito? ¿Cómo puedo encontrarla?

– No puede.

– ¡Pero ni siquiera sé su nombre!

– Si encuentra a su marido, dígale que la envía Helga.

La señal que anunciaba el aeropuerto apareció muy deprisa, sin darle tiempo a pensar, a hacer acopio de valor. El Citroen paró y ella tuvo que bajar. Ni siquiera pudo despedirse. El vehículo se alejó en cuanto sus pies tocaron el suelo.

Sarah estaba sola.

De camino al mostrador de billetes miró su billetero. Apenas había dinero suficiente para comer, y desde luego, no llegaba para pagar un billete de avión. No tenía más remedio que usar la tarjeta de crédito.

Veinte minutos después había subido a un avión con destino a Amsterdam.

Trece

Cuando salió del aeropuerto Tegel, el Citroen negro se dirigió al sur, hacia el Kudamm. Helga tenía que hacer una última parada antes de abandonar Berlín. Sabía que corría un gran riesgo. La CIA tenía su número de matrícula y podía localizar su dirección. La muerte se cernía sobre ella. Eve había caído ya. Tendría que llamar a Corrie y pedirle que avisara a Simon. E indagaría sobre aquel hombre, Nick O'Hara. Se preguntó quién sería. No le gustaban las caras nuevas. Él enemigo más peligroso del mundo es aquel al que no reconoces.

Tendría que abandonar el coche y subir a un tren hacia Frankfurt. Desde allí seguiría a Italia o al sur de España. No importaba. Pero antes tenía que recoger algunas cosas. Los espías también podían ser sentimentales. Y ella necesitaba fotos de su hermana y sus padres, muertos en la guerra, media docena de cartas de amor de un hombre al que nunca olvidaría, y el colgante de plata de su madre. Cosas que le recordaban lo que era, sin las que no se marcharía ni siquiera bajo amenaza de muerte.

El conductor comprendió por que se detenían en la casa. Sabía que era inútil discutir, así que se quedó esperando mientras corría al interior.

Sus cosas estaban guardadas, junto a una pistola, en el doble fondo de una bolsa de viaje. Metió encima algo de ropa y bajó a la calle. El sol la cegó al salir. Permaneció unos segundos en el porche y esperó que sus ojos se adaptaran antes de cerrar la puerta. Esos segundos le salvaron la vida.

De la calle llegó un chirriar de neumáticos. Casi al instante empezaron a disparar. Helga se arrojó al suelo, detrás de una hilera de macetas de tulipanes. Dispararon de nuevo y empezó a llover cristal desde las ventanas de arriba.

Rodó desesperada por debajo de la barandilla y se tiró en el lecho de flores de detrás del porche, arrastrando la bolsa consigo. Solo disponía de unos segundos antes de que el asesino avanzara para completar su trabajo.

Había oído cerrarse la puerta del coche y sabía que se acercaba.

Metió la mano en la bolsa y sacó la pistola.

Los pasos se aproximaban. Ya subía los escalones. Helga levantó la pistola, apuntó y disparó. Una mancha escarlata apareció encima del ojo derecho del hombre. Cayó hacia atrás.

La mujer no se molestó en comprobar su estado. Sabía que estaba muerto. El acompañante del hombre tampoco se entretuvo. Estaba ya en el asiento del conductor. Puso el coche en marcha y desapareció.

Una mirada al Citroen le dijo que el conductor no podía haber sobrevivido. Sujetó la bolsa con fuerza y se alejó calle abajo. Una manzana más allá echó a correr. Permanecer más tiempo en Berlín sería una locura. Había cometido un error y sobrevivido; la próxima vez quizá no tuviera tanta suerte.

Había sangre por todas partes.

Nick se abrió paso entre la multitud de curiosos en dirección al Citroen negro. En la acera de delante, el personal de una ambulancia se arrodillaba al lado de un cuerpo. Un policía le cortó el paso, pero estaba lo bastante cerca para ver al hombre muerto en la acera.

– ¡Potter! -gritó. Pero había demasiadas voces, demasiadas sirenas. Su grito se perdió en el ruido. Se quedó paralizado, mirando la sangre. El hombre que había a su lado se dejó caer de rodillas y empezó a vomitar.

– ¡O'Hara! -gritó la voz de Potter desde la acera de enfrente-. No está aquí. Solo hay dos hombres, el conductor y otro… los dos muertos.