– ¿Y dónde está? -gritó Nick a su vez.
Potter se encogió de hombros y se volvió hacia Tarasoff.
Nick se abrió paso entre la multitud y echó a andar calle abajo. Le daba igual adonde fuera, no podía soportar la vista de la sangre.
Unos metros más allá se sentó en la acera y enterró la cabeza en las manos. No podía hacer nada. Toda su esperanza descansaba en la habilidad de un hombre en quien nunca había confiado y una organización que siempre había despreciado.
– ¿O'Hara? -Potter lo llamaba agitando un brazo-. Vamos. Tenemos una pista.
– ¿Qué? -Nick se puso en pie y los siguió a Tarassof y él hacia el coche.
– Aerolíneas KLM. Ha usado su tarjeta de crédito.
– ¿Quieres decir que se marcha de Berlín? Roy, tienes que detener ese avión.
– Demasiado tarde. Hace diez minutos que ha aterrizado en Amsterdam.
Se dice que los holandeses nunca corren las cortinas, que hacerlo implicaría que tienen algo que ocultar. Por la noche, cuando se encienden las luces, cualquiera que pasee por las calles de Amsterdam puede asomarse por las ventanas y ver las mesas donde se sientan los niños mientras sus madres les sirven patatas y salsa de manzana. Pasarán las horas y los niños se irán a la cama y los padres a sus sillones, donde verán la tele o leerán a la vista de todos.
Esa costumbre de cortinas abiertas se extiende incluso al distrito Wallen de Amsterdam, donde muestran sus encantos las miembros de la profesión más antigua del mundo. En los escaparates del burdel, las mujeres tejen o leen novelas, o sonríen a los hombres que las miran desde la calle. Para ellas es un trabajo como cualquier otro y no tienen nada que ocultar.
Fue en ese barrio donde Sarah encontró Casa Morro. Atardecía ya cuando cruzó el pequeño puente hacia Oude Zijds Voorburgwal. Y con la oscuridad llegaban las luces de neón, la música y toda la gente rara que no duerme por la noche. Sarah era una más en una calle de visitantes.
Se paró a la sombra del puente de piedra y observó a la gente que pasaba. En el escaparate delante de ella se veían cuatro mujeres en distintos estadios de desnudez: la oferta humana de Casa Morro. Parecían mujeres corrientes. La más alta miró a su alrededor cuando oyó que pronunciaban su nombre. Dejó el libro que leía, se levantó y desapareció tras las cortinas azules. Las otras tres ni siquiera levantaron la vista.
Sarah observó durante media hora el flujo constante de hombres que entraban y salían por la puerta. Las tres mujeres del escaparate acabaron saliendo también por la cortina y fueron sustituidas por otras dos. Casa Morro parecía un negocio próspero.
Al fin, se decidió a entrar.
Ni siguiera el aroma a perfume conseguía ocultar el olor a viejo del edificio, que colgaba como una cortina vieja sobre lo que había sido en otro tiempo una mansión elegante del siglo XVII. Una escalera estrecha de madera llevaba a un pasillo en penumbra. Alfombras persas ajadas por el uso ahogaban los pasos de Sarah desde el vestíbulo a la sala.
Una mujer levantó la vista de detrás de una mesa. Tenía unos cuarenta y tantos años, el pelo moreno y era alta y de huesos finos. Observó a la joven con atención.
– Kan ik u helpen?
– Busco a Corrie.
La mujer asintió después de una pausa.
– Es usted americana, ¿verdad? -preguntó en un inglés perfecto.
Sarah no contestó. Examinó la habitación… el sofá bajo, la chimenea, las estanterías que contenían objetos eróticos. Al fin, volvió la vista hacia la mujer.
– Me envía Helga-dijo.
El rostro de la otra permaneció inexpresivo.
– Quiero encontrar a Simon. ¿Dónde está?
La mujer guardó silencio un momento.
– Quizá Simon no desea que lo encuentren -dijo.
– Por favor. Es importante.
La otra se encogió de hombros.
– Con Simon todo es importante.
– ¿Está en la ciudad?
– Quizá.
– Querrá verme.
– ¿Por qué?
– Soy su esposa. Sarah.
La mujer pareció turbada por primera vez.
– Déjeme su anillo de boda -dijo-. Y vuelva a medianoche.
– ¿Estará él aquí?
– Simon es un hombre cauteloso. Querrá pruebas antes de acercarse a usted.
Sarah se quitó el anillo y se lo dio.
– Volveré a medianoche -dijo.
– ¡Señora! -la llamó la mujer, cuando se disponía a salir-. No le garantizo nada.
– Lo sé -musitó la joven.
La advertencia de la mujer era innecesaria.
Había aprendido que nada está garantizado. Ni siquiera la respiración siguiente.
Corrie esperó un momento cuando salió Sarah. Después salió de la casa y fue andando a una cabina de teléfonos, donde marcó un número de Amsterdam.
– La mujer que mencionó Helga ha llegado -dijo-. Pelo largo, ojos marrones, unos treinta años. Tengo su alianza. Es de oro con la inscripción Geoffrey, 2-14. Volverá a medianoche.
– ¿Va sola?
– No he visto a nadie más.
– ¿Y el hombre que mencionó Helga… O'Hara… qué han descubierto tus amigos?
– No es de la CIA. Su participación parece ser solo… personal.
Hubo una pausa. Corrie escuchó atentamente las instrucciones que siguieron. Cuando colgó, regresó a Casa Morro, donde colocó la alianza en un pedestal delante de la ventana, donde se podía ver fácilmente desde la calle.
Sonrió al pensar lo que ocurriría cuando regresara la mujer. Sarah parecía puritana, y ella estaba harta del desdén de las «mujeres virtuosas». Esa noche cambiarían las tornas. El plan era algo atrevido, pero Corrie no discutía sus instrucciones.
Y menos cuando le gustaban.
Sarah estaba sentada en un café tranquilo, a un kilómetro de allí. El dolor de la traición de Nick seguía muy vivo en su interior. Nunca se recuperaría de una herida tan profunda. Pero encontraría fuerzas para seguir adelante. Sobrevivir se había convertido en algo automático, instintivo. Había abandonado sus sueños de amor y solo le quedaba un objetivo: vivir lo suficiente para ver el fin de aquella pesadilla.
Dentro de unas horas estaría con Geoffrey y él se ocuparía de su seguridad. Estaba habituado a moverse en aquel mundo de sombras. Y aunque no la amara, estaba segura de que sí le importaba algo. Era la esperanza que le quedaba.
Dejó caer la cabeza con cansancio. Había andado kilómetros por las calles de Amsterdam y anhelaba dormir, olvidar. Pero cuando cerraba los ojos regresaban los recuerdos: el sabor de la boca de Nick, su risa cuando hacían el amor. Apartó con rabia aquellas imágenes de su mente. Lo que antes era amor empezaba a convertirse en furia. Contra Nick, por su traición. Contra sí misma, por ser incapaz de renunciar a los recuerdos. O al anhelo.
La había utilizado y no se lo perdonaría nunca. Nunca.
– No se sabe nada de Sarah -dijo Potter, en cuanto entró en la habitación de Nick, en Amsterdam. Cerró la puerta con el pie y le tendió una taza.
Nick lo miró sentarse en un sillón y frotarse los ojos con cansancio. Los dos estaban agotados y hambrientos. Desde que salieran de Berlín solo habían tomado café.
Potter miró su reloj.
– ¡Maldita sea! La cafetería de al lado acaba de cerrar. No me hubiera venido mal un sandwich -sacó un paquete de galletas saladas del bolsillo-. ¿Quieres?
Nick negó con la cabeza.
Potter encendió un cigarrillo y buscó un cenicero en la habitación.
– Vamos, O'Hara. Acuéstate. Buscarla es trabajo nuestro.
– No puedo -Nick se asomó por la ventana-. Ella está ahí fuera en alguna parte. ¡Si supiera dónde!
– Aún no te fías de nosotros, ¿verdad?
– No. ¿Por qué iba a hacerlo?
Potter se sentó y lanzó una bocanada de humo.
– Quizá te interese saber que acabo de hablar con Berlín. Tenemos información sobre los dos muertos.
– ¿Quiénes eran?
– El conductor del Citroen era alemán, relacionado en otro tiempo con el Mossad. Los vecinos creían que Helga Steinberg y él eran hermanos, pero solo eran compañeros de trabajo.