– Helga -murmuró Nick pensativo-. Es el vínculo que necesitamos. Si pudiéramos encontrarla…
– Imposible. Es demasiado buena. Conoce todos los trucos del oficio.
– ¿Y el otro hombre?
Potter se recostó en el sillón.
– El otro era holandés.
– ¿Alguna relación con Helga?
– No. Solo quería matarla, pero ella se le adelantó -sonrió-. ¡Qué disparo! Me gustaría conocer a esa mujer algún día. Aunque no en un callejón oscuro.
– ¿El hombre no tenía antecedentes?
– Ninguno. Según sus papeles era representante comercial de una compañía de Amsterdam. Viajaba mucho. Pero hay algo raro. Hace dos días hubo una transferencia de fondos a una cuenta suya. Mucho dinero. La transferencia era de otra compañía de Amsterdam, la F. Berkman. Importan y exportan café desde hace diez años. Tienen oficinas en una docena de países y apenas tienen beneficios. Curioso, ¿no te parece?
– ¿Y quién es F. Berkman?
– Nadie lo sabe. La compañía la dirige una junta directiva. Nadie conoce al dueño.
Nick miró a Potter.
– Magus -dijo.
– Eso mismo he pensado yo.
– ¡Y Sara está justo en su territorio! Yo en su lugar echaría a correr en dirección contraria.
– A mí me parece que ha hecho muchas cosas inesperadas. No se comporta como una chica asustada.
– No -Nick se hundió con cansancio en la cama-. Es lista.
– Estás enamorado de ella.
– Supongo que sí.
Potter lo miró con curiosidad.
– Es muy diferente a Lauren.
– ¿Te acuerdas de Lauren?
– Sí. ¿Quién podría olvidarla? Eras la envidia de todos los hombres de la Embajada. Mala suerte lo del divorcio.
– Fue un gran error.
– ¿El divorcio?
– No. El matrimonio.
Potter se echó a reír.
– Te contaré un secreto, O'Hara. Después de dos divorcios, al fin he descubierto que los hombres no necesitan amor. Necesitan que les preparen la comida, les planchen la camisa y un poco de acción tres veces por semana. Pero no amor.
Nick movió la cabeza.
– Eso mismo pensaba yo. Hasta hace unas semanas…
Sonó el teléfono al lado de la cama.
– Seguramente será para mí -dijo Potter, apagando el cigarrillo.
Nick llegó antes al auricular. Por un momento solo oyó silencio. Luego, una voz de hombre preguntó:
– ¿Señor Nick O'Hara?
– Sí.
– La encontrará en Casa Morro. A medianoche. Venga solo.
– ¿Quién habla?
– Sáquela de Amsterdam, O'Hara. Cuento con usted.
– ¡Espere!
La línea quedó en silencio. Nick lanzó una maldición y corrió a la puerta.
– ¿Adónde vas? -preguntó Potter.
– A un lugar llamado Casa Morro. Ella estará allí.
– ¡Espera! -Potter levantó el teléfono-. Déjame que llame a Van Dam. Necesitamos refuerzos…
– Esta vez iré solo.
– ¡O'Hara!
Pero Nick ya había desaparecido.
Cinco minutos después de que Nick saliera del hotel, el viejo recibió una llamada de uno de sus informadores.
– Ella está en Casa Morro.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó él.
– Han llamado a O'Hara. No sabemos quién. Él ha salido ya. La CIA lo seguirá pronto. No tiene usted mucho tiempo.
– Enviaré a Kronen en su busca.
– O'Hara estará en medio.
El viejo hizo un ruidito de desprecio.
– O'Hara no es importante -dijo-. Kronen puede lidiar con él.
Jonathan Van Dam colgó el teléfono y salió de la cabina. La noche había enfriado y se abrochó la gabardina. La idea de regresar al calor del hotel resultaba tentadora. Pero antes tenía que pasar por una farmacia. Necesitaba una excusa, un frasco de antiácido o cualquier otra cosa que explicara su ausencia del hotel.
Entró en una farmacia de veinticuatro horas, buscó un frasco de Maalox en los estantes, pagó y salió a la calle.
Diez minutos después llegaba al hotel. Abrió el Maalox, echó una dosis por el lavabo y se puso el pijama. Después, se tumbó a esperar que sonara el teléfono.
Dentro de poco ocurriría algo en Casa Morro. No le gustaba pensar en ello. En todos sus años en la CIA, nunca había tomado parte en un tiroteo o una pelea. Y nunca había matado a nadie en persona. Cuando la violencia era necesaria, utilizaba intermediarios. Hasta la muerte de Claudia había sido organizada desde una distancia prudente. Cuando él regresó a casa, ya habían limpiado la sangre y encerado el suelo. Parecía que no había cambiado nada excepto que era libre y muy rico.
Pero un mes más tarde recibió una nota. «El Vikingo ha hablado conmigo», decía. El Vikingo era el asesino a sueldo, el hombre que había apretado el gatillo.
Van Dam quedó paralizado de miedo. Pensó en huir a México o Sudamérica. Pero no podía decidirse a dejar su casa y sus comodidades. Cuando el viejo se puso al fin en contacto con él, estaba más que dispuesto a negociar.
Solo le pidieron información. Al principio datos menores, el presupuesto de un consulado concreto, el horario de aviones de transporte. Tuvo pocos remordimientos. Después de todo, no trabajaba para la KGB. El viejo era un empresario que no podía considerarse enemigo. Por lo tanto, él no era un traidor.
Pero las exigencias crecieron poco a poco. Y llegaban siempre sin avisar. Dos timbrazos de teléfono seguidos de silencio y Van Dam encontraría un paquete en el bosque o una nota en el hueco de un árbol. Nunca había visto al viejo y no conocía su verdadero nombre. Le habían dado un número de teléfono que solo podía usar en emergencias. Van Dam se encontraba atrapado por alguien que no tenía nombre ni rostro. Pero no era un mal acuerdo. Estaba seguro. Tenía sus casas, sus trajes buenos y su brandy. Podía decirse que el viejo era un amo muy benigno.
– Es medianoche -dijo Sarah-. ¿Dónde está?
Corrie se apartó un mechón de pelo negro de la cara y levantó la vista de su escritorio.
– Simon quiere pruebas.
– Ha visto mi alianza.
– No, quiere verla a usted. Pero desde una distancia segura. Tendrá que hacer su papel. Suba arriba, la segunda habitación a la derecha. Mire en el armario. Creo que el raso verde le irá bien.
– No comprendo.
La mujer sonrió. La luz le daba de lleno en el rostro y Sarah vio por primera vez las arrugas que tenía alrededor de los ojos y la boca. La vida no había sido amable con aquella mujer.
– Póngase el vestido -dijo-. No hay otro modo.
Sarah subió las escaleras y entró en la habitación. Había una cama grande de bronce y un armario lleno de ropa. Se puso el vestido de raso verde y se miró al espejo. La tela se pegaba a sus pechos y los pezones resaltaban claramente. Pero aquel no era momento para modestias. Lo único que importaba era seguir con vida.
Corrie la observó con ojo crítico cuando volvió a bajar.
– Está muy delgada -musitó-. Y quítese las gafas. Puede ver sin ellas, ¿no?
– Lo suficiente.
Corrie señaló el escaparate.
– Entre aquí. Yo le guardaré el bolso. Abra un libro, si quiere, pero siéntese con el rostro hacia la calle para que pueda verla. No será mucho tiempo.
Se abrieron las pesadas cortinas de terciopelo y Sarah entró en una nube de aire perfumado. Lo primero que le sorprendió fueron los rostros de extraños que la miraban desde la calle. ¿Estaría Geoffrey entre ellos?
– Siéntate -dijo una de las prostitutas, señalando una silla.
La joven se sentó y le pasaron un libro. Lo abrió y miró atentamente la primera página. Estaba escrito en holandés, y aunque no podía leerlo, era un escudo entre los hombres de fuera y ella. Lo sujetaba con tanta fuerza que le dolían los dedos.
Permaneció inmóvil como una estatua durante lo que le pareció una eternidad. Oía risas procedentes de la calle. Pasos en la acera. El tiempo parecía haberse detenido. Tenía los nervios de punta. ¿Dónde estaba Geoffrey? ¿Por qué tardaba tanto?
Entonces, por entre el ruido que la rodeaba, oyó su nombre. El libro se le cayó de las manos al suelo. Palideció.