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Decidió hacer la maleta por si acaso. Consideró sus opciones. Cerrar la puerta. Bajar las escaleras. Parar un taxi. Iría directamente a la embajada rusa. No le gustaba la idea, pero los rusos tenían fama de tratar bien a los desertores. Sería mejor que la cárcel.

Una llamada a la puerta lo sobresaltó.

– ¿Sí?

– Traigo un informe. ¿Puedo entrar, señor?

Van Dam se acercó a la puerta con recelo.

– Mire, Tarasoff acaba de llamar. Si no hay nada nuevo…

– Lo hay, señor.

Van Dam abrió una rendija. Una patada desde el otro lado lanzó la puerta contra su cara y el dolor lo hizo retroceder. Trató de despejarse la cabeza.

En el umbral había un hombre vestido de negro, un hombre que debería estar muerto.

– Esto es por Eve -dijo el recién llegado.

Apretó el gatillo tres veces. Tres balas explotaron en el pecho de Van Dam.

El impacto lo lanzó al suelo. Tuvo una última imagen de luz que se fue apagando poco a poco, como un atardecer que diera paso a la noche.

Sarah se acurrucó en el suelo de madera y se abrazó las rodillas. Le castañeteaban los dientes. Hacía frío en la habitación y el vestido de raso verde calentaba poco. Estaba a oscuras. La única luz procedía de una ventana pequeña muy alta; era la luz de la luna. No sabía qué hora era; había perdido la noción del tiempo. El terror había convertido aquella noche en una eternidad.

Cerró los ojos con fuerza, pero seguía viendo la cara de Nick, su expresión de sorpresa y dolor, y luego la sangre extendiéndose por su camisa. Un dolor terrible la embargó por dentro. Dejó caer el rostro sobre las rodillas y sus lágrimas mojaron el vestido de raso.

Un momento después levantó el rostro. Estaba segura de que iba a morir. Y la certeza le producía una paz extraña, la convicción de que su destino era inevitable y no podía hacer nada. Estaba demasiado cansada y tenía demasiado frío para que le importara mucho. Después de días de terror, sentía una especie de calma.

Esa paz la ayudó a concentrarse. Sin el pánico que enturbiara sus percepciones, pudo examinar la situación con frialdad, clínicamente, como estudiaba las bacterias en el microscopio en su trabajo.

Estaba retenida en un almacén grande en el piso cuarto de un edificio viejo. La única salida era por la puerta, que estaba cerrada. La ventana era muy pequeña y estaba a mucha altura. Olía a café y recordó la plataforma de carga que había visto en el piso bajo y los sacos marcados con los nombres F. Berkman, Koffie, Hele Bonen.

Pensó que podía ayudarla estar en un lugar de trabajo, donde antes o después llegarían los obreros. Pero luego recordó que era domingo y seguramente no iría nadie excepto Kronen.

Oyó unos pasos que subían las escaleras. Se abrió una puerta y volvió a cerrarse. Dos hombres hablaban en holandés. Uno era Kronen. La otra voz era baja y ronca, casi inaudible. Los pasos se acercaron a su puerta. Se quedó inmóvil.

Entró luz brillante de la habitación contigua. Trató de ver las caras de los dos hombres que había en el umbral, pero al principio solo pudo percibir las siluetas. Kronen encendió la luz. Lo que vio la hizo encogerse.

El hombre situado más cerca de ella no tenía rostro.

Sus ojos eran pálidos, sin pestañas, y tan muertos como piedras frías. Pero la miró y sus ojos se movieron, y entonces se dio cuenta de que llevaba una máscara. Un escudo de goma color carne cubría su rostro. En el cuello llevaba una bufanda roja.

Supo quién era antes de oírle hablar. Tenía delante a Magus. El hombre al que habían encargado matar a Geoffrey.

– Señora de Simon Dance -dijo en un susurro-. Levántese para que pueda verla mejor.

Le sujetó la muñeca y ella se estremeció.

– Por favor, no me haga daño. Yo no sé nada, de verdad.

– ¿Y por qué se marchó de Washington?

– Fue la CIA. Ellos me engañaron…

– ¿Para quién trabaja?

– Para nadie.

– ¿Y por qué vino a Amsterdam?

– Creí que encontraría a Geoffrey… es decir, Simon. Por favor, déjeme marchar.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

Sarah lo miró fijamente, incapaz de pensar una sola razón por la que debiera dejarla vivir. La mataría, por supuesto. Y ninguna súplica podría impedirlo.

Magus se volvió hacia Kronen, que parecía muy divertido.

– ¿Esta es la mujer de la que hablabas? -preguntó con incredulidad-. ¿Esta criatura estúpida? ¿Te ha costado dos semanas encontrarla?

La sonrisa de Kronen se evaporó.

– Tenía ayuda -señaló.

– Ella encontró a Eve sin ayuda.

– Es más lista de lo que parece.

– Sin duda -la máscara se volvió hacia Sarah-. ¿Dónde está su marido?

– No lo sé.

– Usted encontró a Eve. Y a Helga. Seguro que sabe cómo encontrar a su marido.

La joven inclinó la cabeza y miró al suelo.

– Está muerto.

– Miente.

– Murió en Berlín. En el fuego.

– ¿Quién lo dice? ¿ La CIA?

– Sí.

– ¿Y usted los cree?

Sarah asintió con la cabeza y él se volvió hacia Kronen con furia.

– ¡Esta mujer no sirve para nada! Hemos perdido el tiempo. Si Dance sale a la luz por ella es que es idiota.

Sarah se puso rígida al oír el desprecio de su voz. Para aquel hombre, su vida valía tan poco como la de un insecto. Matarla sería fácil… y solo sentiría disgusto. Un nudo de rabia atenazó su vientre. Levantó la barbilla con violencia. Si tenía que morir, no lo haría como una mosca. Tragó saliva.

– Y si mi esposo sale a la luz, espero que lo envíe directamente al infierno -gritó.

Los ojos pálidos de la máscara expresaron cierta sorpresa.

– ¿Al infierno? Nos veremos allí. Su marido y yo tendremos una eternidad juntos. Yo ya he sentido las llamas. Sé lo que es arder vivo.

– Yo no tuve nada que ver con eso.

– Pero su marido sí.

– ¡Esta muerto! Matarme a mí no lo hará sufrir.

– Yo no mato para los muertos. Mato para los vivos. Dance está vivo.

– Yo soy inocente…

– En este negocio no hay inocentes.

– ¿Y su esposa? ¿Tampoco lo era?

– ¿Mi esposa? -apartó la vista-. Sí. Sí, era inocente. Nunca pensé que… -la miró-. ¿Sabe cómo murió?

– Lo siento. Siento lo que ocurrió. Pero yo no tuve nada que ver.

– Yo lo vi. La vi morir.

– Por favor, tiene que escucharme…

– Desde la ventana del dormitorio la vi andar hasta el coche. Se paró al lado de las rosas y me despidió con la mano. Nunca he olvidado aquel momento. Ni su sonrisa -se golpeó la frente-. Es como una foto fija aquí en mi cabeza. La última vez que la vi con vida…

Guardó silencio. Miró a Kronen.

– Antes de mañana, trasládala a un lugar seguro donde no puedan oírla. Si Dance no aparece a buscarla en los dos próximos días, mátala. Despacio. Ya sabes cómo.

Kronen sonreía. Sarah se estremeció.

En algún lugar del edificio sonó una alarma. Una luz roja parpadeaba encima de la puerta.

– ¡Ha entrado alguien! -dijo Kronen.

Los ojos de Magus brillaban como diamantes.

– Es Dance -contestó-. Tiene que ser él.

Kronen salió de la estancia con su pistola en la mano. La puerta se cerró. Sarah se quedó sola con los ojos fijos en la luz roja que se encendía y apagaba.

Se apoyó contra la puerta y miró a su alrededor. En su prisa por salir, Kronen y Magus habían dejado la luz encendida y podía examinar la estancia.

El almacén no estaba vacío. En un rincón se amontonaban cajas de cartón con el nombre de F. Berkman. Vio una cinta aislante ancha alrededor de la caja más grande. La arrancó y la dobló unas cuantas veces, probando su fuerza. Bien usada, podía estrangular a un hombre. No sabía si sería capaz de hacerlo, pero en su situación cualquier arma era un regalo del cielo.

Después, examinó la ventana y la descartó como medio de fuga. Imposible que cupiera por ella.

Solo quedaba un modo de salir: la puerta. ¿Pero cómo?

Unas sillas amontonadas le dieron una idea. Podía golpear con una de ellas. Bien. Otro arma. Amontonadas pesaban tanto que apenas pudo arrastrarlas por el suelo. Su plan podía funcionar.

Llevó las silla hasta un lado de la puerta y ató la cinta a la pata de la de abajo. Estiró la cinta y se acurrucó al lado contrario de la puerta. Tiró de su extremo de la cinta y esta se levantó a unos centímetros del suelo. Si calculaba bien el momento, tropezarían con ella. Y eso le daría unos segundos, los suficientes para salir por la puerta.

Ensayó sus movimientos una y otra vez. Tenía que salir bien. Era su única oportunidad.

Estaba preparada. Se subió a una de las sillas y desenroscó los tubos fluorescentes del techo. La habitación quedó a oscuras. Cuando bajaba de la silla, oyó disparos fuera, seguidos de gritos y más disparos. Sería más fácil huir con toda aquella confusión.

Primero tenía que llamar la atención de alguien. Acercó una silla a la ventana, contó tres y la lanzó contra el cristal, que se hizo añicos.

Oyó otro grito y pasos que subían la escalera. Llevó la silla al umbral y buscó en la oscuridad su trozo de cinta. ¿Dónde estaba?

Los pasos estaban en la habitación de al lado y se acercaban a su puerta. Se abrió el cerrojo. Buscó en el suelo con desesperación y encontró la cinta justo cuando se abría la puerta. Un hombre entró en la estancia con tal rapidez que apenas tuvo tiempo de reaccionar. Tiró de la cinta, que se enganchó en un pie de él. Algo cayó al suelo. El hombre se inclinó hacia adelante y cayó sobre su vientre. Enseguida se puso de rodillas y empezó a levantarse.

Sarah no se lo permitió. Le golpeó con la silla en la cabeza. Sintió, más que oyó, el golpe en su cráneo y el horror de lo que había hecho la obligó a soltar la silla.

El hombre no se movía. Pero mientras ella le registraba los bolsillos empezó a gemir, lo que implicaba que no lo había matado. No llevaba un revólver encima. ¿Se le habría caído? No tenía tiempo de buscarlo a oscuras, era mejor huir mientras pudiera.

Salió del almacén y echó el cerrojo tras ella. Voló hasta las escaleras, pero solo había bajado dos escalones cuando se quedó inmóvil. De abajo llegaban voces. Kronen subía las escaleras, cortándole la única vía de escape.

Entró en la oficina y cerró la puerta. A diferencia de la otra, no era de madera sólida. Sólo los retrasaría unos minutos. Tenía que encontrar otra salida.

El almacén era un callejón sin salida, pero en la oficina, encima de la mesa, había una ventana.

Se subió a la mesa y se asomó por ella. Solo se veía niebla y oscuridad. Tiró de la ventana, pero no se abrió. Tendría que romper el cristal.

Tomó impulso y le dio una patada. Los tres primeros intentos fueron vanos; el tacón golpeaba el cristal sin resultado. Pero la cuarta patada rompió el cristal. El aire frío le golpeó el rostro. Se asomó al exterior y vio que la ventana se abría sobre un tejado que se perdía en la oscuridad. ¿Qué había debajo? Podía haber una caída de tres pisos hasta la calle o podía ser que cayera hacia un tejado adyacente. Había visto que, en los edificios viejos de Amsterdan, los tejados se juntaban unos con otros en una línea casi continua. La niebla le impedía ver lo que ocultaba la oscuridad. Tendría que acercarse más.

Pensó que las tejas estarían resbaladizas, así que se quitó los zapatos. Vio con alarma que tenía sangre en el tobillo. No sentía dolor, pero la sangre salía de un punto de su píe. Lo miró como embrujada, y entonces fue consciente de otros ruidos: los golpes de Kronen en la puerta de la oficina y los gemidos del hombre al que había dejado inconsciente.

Se le acababa el tiempo.

Salió al tejado. El vestido se enganchó en un trozo de cristal roto y ella tiró con fuerza, rompiéndolo. Su elección era ya muy sencilla. Una muerte rápida o una dolorosa. Una caída en la oscuridad sería muy preferible a morir en manos de Kronen. La idea de morir podía soportarla, la del dolor no.

Oyó que cedía la puerta y el grito de rabia de su perseguidor. Se deslizó por el tejado abajo. No había nada a lo que agarrarse ni nada que parara su descenso. Las tejas estaban mojadas y resbalaban bajo sus dedos. Sus piernas cayeron por el borde. Se agarró un instante al canalón y cuando ya no pudo sostenerse más, se dejó caer.