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Después, examinó la ventana y la descartó como medio de fuga. Imposible que cupiera por ella.

Solo quedaba un modo de salir: la puerta. ¿Pero cómo?

Unas sillas amontonadas le dieron una idea. Podía golpear con una de ellas. Bien. Otro arma. Amontonadas pesaban tanto que apenas pudo arrastrarlas por el suelo. Su plan podía funcionar.

Llevó las silla hasta un lado de la puerta y ató la cinta a la pata de la de abajo. Estiró la cinta y se acurrucó al lado contrario de la puerta. Tiró de su extremo de la cinta y esta se levantó a unos centímetros del suelo. Si calculaba bien el momento, tropezarían con ella. Y eso le daría unos segundos, los suficientes para salir por la puerta.

Ensayó sus movimientos una y otra vez. Tenía que salir bien. Era su única oportunidad.

Estaba preparada. Se subió a una de las sillas y desenroscó los tubos fluorescentes del techo. La habitación quedó a oscuras. Cuando bajaba de la silla, oyó disparos fuera, seguidos de gritos y más disparos. Sería más fácil huir con toda aquella confusión.

Primero tenía que llamar la atención de alguien. Acercó una silla a la ventana, contó tres y la lanzó contra el cristal, que se hizo añicos.

Oyó otro grito y pasos que subían la escalera. Llevó la silla al umbral y buscó en la oscuridad su trozo de cinta. ¿Dónde estaba?

Los pasos estaban en la habitación de al lado y se acercaban a su puerta. Se abrió el cerrojo. Buscó en el suelo con desesperación y encontró la cinta justo cuando se abría la puerta. Un hombre entró en la estancia con tal rapidez que apenas tuvo tiempo de reaccionar. Tiró de la cinta, que se enganchó en un pie de él. Algo cayó al suelo. El hombre se inclinó hacia adelante y cayó sobre su vientre. Enseguida se puso de rodillas y empezó a levantarse.

Sarah no se lo permitió. Le golpeó con la silla en la cabeza. Sintió, más que oyó, el golpe en su cráneo y el horror de lo que había hecho la obligó a soltar la silla.

El hombre no se movía. Pero mientras ella le registraba los bolsillos empezó a gemir, lo que implicaba que no lo había matado. No llevaba un revólver encima. ¿Se le habría caído? No tenía tiempo de buscarlo a oscuras, era mejor huir mientras pudiera.

Salió del almacén y echó el cerrojo tras ella. Voló hasta las escaleras, pero solo había bajado dos escalones cuando se quedó inmóvil. De abajo llegaban voces. Kronen subía las escaleras, cortándole la única vía de escape.

Entró en la oficina y cerró la puerta. A diferencia de la otra, no era de madera sólida. Sólo los retrasaría unos minutos. Tenía que encontrar otra salida.

El almacén era un callejón sin salida, pero en la oficina, encima de la mesa, había una ventana.

Se subió a la mesa y se asomó por ella. Solo se veía niebla y oscuridad. Tiró de la ventana, pero no se abrió. Tendría que romper el cristal.

Tomó impulso y le dio una patada. Los tres primeros intentos fueron vanos; el tacón golpeaba el cristal sin resultado. Pero la cuarta patada rompió el cristal. El aire frío le golpeó el rostro. Se asomó al exterior y vio que la ventana se abría sobre un tejado que se perdía en la oscuridad. ¿Qué había debajo? Podía haber una caída de tres pisos hasta la calle o podía ser que cayera hacia un tejado adyacente. Había visto que, en los edificios viejos de Amsterdan, los tejados se juntaban unos con otros en una línea casi continua. La niebla le impedía ver lo que ocultaba la oscuridad. Tendría que acercarse más.

Pensó que las tejas estarían resbaladizas, así que se quitó los zapatos. Vio con alarma que tenía sangre en el tobillo. No sentía dolor, pero la sangre salía de un punto de su píe. Lo miró como embrujada, y entonces fue consciente de otros ruidos: los golpes de Kronen en la puerta de la oficina y los gemidos del hombre al que había dejado inconsciente.

Se le acababa el tiempo.

Salió al tejado. El vestido se enganchó en un trozo de cristal roto y ella tiró con fuerza, rompiéndolo. Su elección era ya muy sencilla. Una muerte rápida o una dolorosa. Una caída en la oscuridad sería muy preferible a morir en manos de Kronen. La idea de morir podía soportarla, la del dolor no.

Oyó que cedía la puerta y el grito de rabia de su perseguidor. Se deslizó por el tejado abajo. No había nada a lo que agarrarse ni nada que parara su descenso. Las tejas estaban mojadas y resbalaban bajo sus dedos. Sus piernas cayeron por el borde. Se agarró un instante al canalón y cuando ya no pudo sostenerse más, se dejó caer.

Quince

– Solo es un rasguño.

– ¡Vuelve a la cama, O'Hara! -ladró Potter.

Nick cruzó la habitación del hospital y abrió el armario. Estaba vacío.

– ¿Dónde está mi camisa?

– No puedes irte. Has perdido mucha sangre.

– Mi camisa, Potter.

– En la basura. Estaba llena de sangre, ¿vale?

Nick se quitó con un juramento el camisón del hospital y miró la venda de su hombro izquierdo. El efecto del analgésico que le habían puesto en Urgencias empezaba a remitir. Sentía como si alguien le golpeara el torso con un martillo neumático. Pero no podía quedarse allí esperando que ocurriera algo. Ya había perdido demasiadas horas.

– ¿Por qué no te metes en la cama y dejas que yo me ocupe de todo? -preguntó Potter.

Nick lo miró con furia.

– ¿Como te has ocupado hasta ahora?

– ¿Y de qué le vas a servir a ella fuera de aquí? ¿Quieres decírmelo?

Nick sintió que su rabia daba paso al dolor.

– ¡La tenía, Roy! La tenía en mis brazos…

– La encontraremos.

– ¿Igual que a Eve Fontaine?

El rostro de Potter se tensó.

– No, espero que no.

– ¿Y qué vas a hacer para evitarlo? -gritó Nick.

– Seguimos esperando que hable el hombre al que derribaste. Todavía no ha dicho gran cosa. Y estamos investigando la otra pista, la de la Compañía Berkman.

– Registra el edificio.

– No puedo. Necesito el permiso de Van Dam y no consigo localizarlo. Y tenemos pocas pruebas…

– A la porra con las pruebas -musitó Nick, yendo hacia la puerta.

– ¿Adónde vas?

– A hacer un allanamiento.

– No puedes ir allí sin refuerzos -lo siguió al pasillo.

– Ya he visto tus refuerzos. Y prefiero una pistola.

– ¿Sabes disparar?

– Aprendo deprisa.

– Espera, déjame que hable con Van Dam.

Nick hizo una mueca. Apretó el botón del ascensor y miró la ropa de Potter.

– Dame tu camisa.

– ¿Qué?

– Es suficiente con allanamiento. No quiero que me acusen de indecencia.

– Estás loco. No te daré mi camisa. Me la devolverías llena de agujeros de bala.

Nick llamó de nuevo al ascensor.

– Gracias por el voto de confianza.

Se abrió el ascensor y salió Tarasoff.

– Señor, hay algo nuevo. Acabo de oírlo en la radio. Tiros en el edificio Berkman.

Nick y Potter se miraron.

– ¡Dios mío! -exclamó el primero-. Sarah…

– ¿Dónde está Van Dam? -preguntó el segundo.

– No lo sé, señor. Sigue sin contestar al teléfono.

– Se acabó. Vamonos, O'Hara -entraron los tres en el ascensor-. No sé por qué me juego mi carrera por ti. Ni siquiera me caes bien. Pero tienes razón. O nos movemos ahora o, si esperamos las órdenes de Van Dam, acabaremos todos en el hospital -miró a Tarasoff-. Y yo no he dicho eso. ¿Entendido?

– Sí señor.

Potter examinó a su subordinado.

– ¿Qué talla usas?

– ¿Señor?

– De camisa.

– Ah… dieciséis.

– Bien. Préstele la camisa a O'Hara. Estoy harto de verle los pelos del pecho. Y no tema, me ocuparé de que no se la manche de sangre.

Tarasoff obedeció, pero no parecía cómodo en camiseta y chaqueta. Salieron hacia el aparcamiento.

– Llama por radio y pide que vaya un equipo al edificio.

– ¿Debo intentar localizar a Van Dam?

Potter vaciló un instante. Vio la mirada de advertencia de Nick.