– Sí -admitió él-. Lo hay.
Se volvió y tomó una carpeta de su mesa.
De ella sacó una página cubierta de anotaciones.
– Después de hablar con usted, llamé a nuestro consulado en Berlín, señora Fontaine. Lo que me dijo anoche me impulsó a comprobar de nuevo los hechos -hizo una pausa y ella lo miró con expectación-. Hablé con Wes Corrigan, nuestro cónsul en Berlín. Y esto fue lo que me dijo -miró sus anotaciones-. Ayer a las ocho de la tarde un hombre llamado Geoffrey Fontaine llegó al hotel Regina. Pagó con cheques de viaje y enseñó su pasaporte. Unas cuatro horas después, a medianoche, los bomberos respondieron a una llamada del hotel. La habitación de su esposo estaba en llamas. Cuando consiguieron controlar el fuego, la estancia estaba completamente destruida. La explicación oficial fue que se había quedado dormido fumando en la cama. Me temo que el cuerpo de su marido quedó irreconocible.
– ¿Entonces cómo pueden estar seguros de que era él? -preguntó Sarah, que hasta ese instante escuchaba con desesperación creciente-. Alguien pudo robarle el pasaporte.
– Déjeme terminar, señora.
– Pero acaba de decir que no pudieron identificar el cuerpo.
– Intentemos ser lógicos.
– Ya soy lógica.
– Mire, es normal que las viudas se aferren a cualquier posibilidad, pero…
– Todavía no estoy convencida de ser viuda.
El hombre levantó las manos con frustración.
– Vale, vale, examinemos las pruebas. Primera, en su cuarto encontraron un maletín. Era de aluminio, resistente al fuego.
– Geoffrey no tenía nada así.
– El contenido sobrevivió al incendio. El pasaporte de su marido estaba dentro.
– Pero…
– Luego está el informe del forense. La altura del cuerpo es la misma que la de su esposo.
– Eso no significa nada.
– Y por fin…
– Señor O'Hara…
– Y por fin -siguió él, con fuerza repentina- tenemos una última prueba. Algo que encontraron en el cuerpo. Una alianza. La inscripción se leía todavía: Sarah 2-14 -levantó la vista de la página-. Es la fecha de su boda, ¿verdad?
Los ojos de ella se llenaron de lágrimas. Bajó la cabeza en silencio. Las gafas resbalaron por su nariz y cayeron sobre su regazo. Nick O'Hara le tendió una caja de Kleenex.
– Use los que necesite -dijo con suavidad.
La observó sonarse la nariz. Sarah, bajo su escrutinio, se sentía torpe y estúpida. Hasta los dedos se negaban a funcionar bien. Las gafas resbalaron al suelo. Se levantó de la silla, deseosa de salir de allí.
– Por favor, señora, siéntese. No he terminado -dijo él.
Sarah volvió a sentarse como una niña obediente. Miró el suelo.
– Si es por el funeral…
– No, ya se ocupará de eso cuando llegue el cuerpo. Necesito preguntarle algo sobre el viaje de su esposo. ¿Por qué fue a Europa?
– Negocios.
– ¿Qué clase de negocios?
– Era representante del Banco de Londres.
– ¿Y viajaba mucho?
– Sí, iba todos los meses a Londres.
– ¿Solo a Londres?
– Sí.
– Dígame por qué estaba en Alemania, señora Fontaine.
– No lo sé.
– ¿Tenía por costumbre no decirle adónde iba?
– No.
– ¿Y por qué estaba en Alemania? ¿Había alguna razón distinta a los negocios? ¿Otra…?
La mujer levantó la cabeza con brusquedad.
– ¿Otra mujer? Eso es lo que quiere preguntar, ¿verdad? -Nick no contestó-. ¿Verdad?
– Es una suposición razonable.
– Con Geoffrey no.
– Con todo el mundo -la miró a los ojos-. Llevan dos meses casados -dijo-. ¿Conocía muy bien a su marido?
– ¿Conocerlo? Lo amaba, señor O'Hara.
– Yo no hablo de amor, lo que quiera que signifique. Le pregunto si lo conocía bien. Si sabía quién era, lo que hacía. ¿Cuánto hacía que se conocían?
– Desde… hace seis meses. Lo conocí en una cafetería cerca de mi trabajo.
– ¿Dónde trabaja?
– En el Instituto Nacional de la Salud. Soy investigadora microbióloga.
El hombre achicó los ojos.
– ¿Qué clase de investigación?
– Genomas bacterianos… separamos ADN… ¿Por qué me hace estas preguntas?
– ¿Es investigación secreta?
– Aún no comprendo por qué…
– ¿Lo es?
– Sí. Algunas partes sí.
El hombre asintió y sacó otra hoja de la carpeta.
– Le pedí al señor Corrigan que comprobara el pasaporte de su marido. Cuando uno entra en un país nuevo, le ponen una fecha y un sello del país. El pasaporte de su marido tiene varios sellos. Londres. Schiphol, cerca de Amsterdam y Berlín. Todos en la última semana. ¿Alguna explicación de por qué fue a esos lugares?
Sarah negó con la cabeza.
– ¿Cuándo la llamó por última vez?
– Hace una semana. Desde Londres.
– ¿Puede estar segura de que estaba en Londres?
– No. Llamó él en llamada directa.
– ¿Su marido tenía seguro de vida?
– No que yo sepa. Nunca dijo nada de eso.
– ¿Se beneficia alguien de su muerte? Económicamente, me refiero.
– No lo creo.
Nick frunció el ceño. Cruzó los brazos y apartó la vista un momento. Sarah casi podía verlo asimilando los datos, jugando con las piezas del puzzle. Estaba tan perpleja como él. Aquello no tenía sentido. Geoffrey había sido su marido. Y de repente empezaba a preguntarse si no tendría razón Nick O'Hara en que nunca lo había conocido. Que solo habían compartido una casa y una cama, pero no sus corazones.
No, eso era traicionar su recuerdo. Ella creía en Geoffrey. ¿Por qué hacer caso a ese desconocido?
– Si ha terminado… -dijo, haciendo ademán de levantarse.
Nick la miró sobresaltado, como si hubiera olvidado su presencia.
– No, todavía no.
– No me encuentro bien. Me gustaría irme a casa.
– ¿Tiene una foto de su marido? -preguntó él con brusquedad.
Sarah, tomada por sorpresa, abrió el bolso y sacó una foto de su cartera. Era una buena foto de Geoffrey, tomada en Florida durante la luna de miel. Sus ojos azules miraban de frente a la cámara. Su cabello era dorado brillante, y la luz del sol caía en ángulo sobre él, provocando sombras en sus rasgos atractivos. Sonreía. Sarah se había sentido atraída desde el principio por aquel rostro, no solo por su belleza, sino también por la fuerza e inteligencia que había visto en sus ojos.
Nick O'Hara estudió la foto sin comentarios. Sarah pensó que era muy distinto a Geoffrey. Cabello oscuro y rostro serio. Se preguntó qué pensaría en ese momento. Sus ojos eran de un gris impenetrable. Pasó un momento la foto al señor Greenstein y luego se la devolvió en silencio.
La joven cerró el bolso y lo miró.
– ¿Por qué me pregunta todo esto?
– Tengo que hacerlo. Lo siento, pero es necesario.
– ¿Para quién? -preguntó ella, tensa-. ¿Para usted?
– Para usted también. Y quizá para Geoffrey.
– Eso no tiene sentido.
– Quizá lo tenga cuando conozca las circunstancias de su muerte.
– Usted dijo que fue un accidente.
– Dije que parecía un accidente -la observócon atención-. Cuando hablé después con el señor Corrigan, tenían ya más detalles. Durante la investigación del fuego, encontraron una bala entre los restos del colchón.
La joven lo miró incrédula.
– ¿Una bala? ¿Quiere decir…?
Nick asintió.
– Creen que fue asesinado.
Dos
Sarah quería hablar, pero la voz no la obedecía. Permaneció quieta en su silla, como una estatua, incapaz de moverse ni de hacer otra cosa que mirarlo fijamente.
– He pensado que debía saberlo -dijo Nick-. Tenía que decírselo porque necesitamos su ayuda. La policía de Berlín quiere información sobre las actividades de su marido, sus enemigos… la posible causa de su muerte.
La joven movió la cabeza.