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– No puedo imaginarme trabajando aquí toda mi vida. ¡Geoffrey y yo pasamos tan poco tiempo juntos! Tres días de luna de miel y nada más. Luego, tuve que volver corriendo para terminar aquel maldito proyecto. Siempre estábamos ocupadísimos, sin tiempo para vacaciones. Ahora no tendremos otra oportunidad -se acercó a su banco y apagó la lámpara del microscopio-. Y nunca sabré por qué… -se sentó sin terminar la frase.

– ¿Has oído algo más del Departamento de Estado?

– Ese hombre me llamó ayer. La policía de Berlín ha entregado al fin el cuerpo. Llegará mañana -sus ojos se llenaron de lágrimas-. El entierro será el viernes. ¿Vendrás?

– Claro que sí. Iremos todos. Yo te llevaré, ¿vale? -se acercó y le puso una mano en el hombro-. Está todavía muy reciente. Tienes todo el derecho del mundo a llorar.

– ¡Hay tantas cosas que nunca entenderé de su muerte!

– No llevabais mucho tiempo casados. Mi marido y yo pasamos treinta años juntos antes de separarnos y nunca llegué a conocerlo. No me sorprende que tú no lo sepas todo sobre Geoffrey.

– Pero era mi marido.

Abby guardó silencio un momento.

– Sabes -dijo con cierta vacilación-, siempre hubo algo en él que… Siempre tuve la sensación de que nunca llegaría a conocerlo.

– Era tímido.

– No era solo eso. Más bien como si… no quisiera traicionarse. Como si… -miró a Sarah-. Oh, no importa.

Pero su amiga pensaba ya que había algo de cierto en aquella observación. Geoffrey nunca hablaba mucho de sí mismo. Siempre parecía más interesado en ella, en su trabajo, sus amigos. Cuando se conocieron, ese interés le resultó halagador. Era el primer hombre que conocía que escuchaba de verdad.

Pensó en Nick O'Hara y en el modo en que la había observado. Sí, él también escuchaba; pero ese era su trabajo. Y no quería pensar en él. No deseaba volver a verlo.

Puso la funda de plástico sobre el microscopio.

– Creo que me voy a casa.

Abby aprobó con la cabeza.

– Bien. No tiene sentido que te entierres aquí. Olvídate una temporada del trabajo.

– ¿Seguro que os arreglaréis sin mí?

– Por supuesto.

Sarah se quitó la bata blanca y la colgó detrás de la puerta.

– Quizá me tome un tiempo libre después del funeral. Una semana más. O quizá un mes.

– No tardes demasiado -repuso Abby-. Queremos que vuelvas.

Sarah miró a su alrededor una vez más.

– Volveré -dijo-. Pero no sé cuándo.

El ataúd se deslizó rampa abajo y aterrizó en la plataforma con un ruido sordo que hizo estremecer a Nick.

– ¿Señor O'Hara? Firme aquí, por favor.

Un hombre con uniforme de la línea aérea le tendía unos papeles. Nick examinó los documentos, los firmó y los devolvió. Miró luego cómo cargaban el ataúd en el coche fúnebre. No quería pensar en su contenido pero a veces no podía evitarlo. ¿Un cuerpo irreconocible?

Alejó de sí la imagen. Necesitaba una copa. Ya podía irse a casa. El coche fúnebre partía hacia una funeraria y Sarah Fontaine se hacía cargo a partir de allí. Pensó que quizá debería llamarla una última vez. ¿Pero para qué? ¿Más condolencias? Ya había cumplido con su parte. No quedaba nada que decir.

Cuando llegó a su apartamento, arrojó el maletín sobre el sofá y fue a la cocina, donde se sirvió un whisky generoso y metió una cena preparada en el horno.

El timbre del apartamento lo sobresaltó. Se dio cuenta de que necesitaba compañía. Cualquier compañía. Se acercó al telefonillo.

– ¿Nick? Soy Tim. Ábreme.

– Vale. Sube.

Abrió la puerta. Buscó en el congelador y le alivió encontrar dos cenas preparadas más. Introdujo otra en el horno. Fue a la puerta y esperó a que se abriera el ascensor.

– ¿Preparado? -preguntó Tim, en cuanto lo vio-. Adivina lo que han descubierto mis amigos del FBI.

Nick suspiró.

– Me da miedo preguntar.

– ¿Te acuerdas de Geoffrey Fontaine? Pues está muerto, sí.

– ¿Y qué tiene eso de nuevo?

– No, me refiero al auténtico Geoffrey Fontaine.

– Escucha -dijo Nick-, prácticamente he cerrado ese caso. Pero si quieres quedarte a cenar…

Tim lo siguió al interior del apartamento.

– El verdadero Geoffrey Fontaine murió hace cuarenta y dos años.

Nick se volvió y lo miró de hito en hito.

– ¡Ja! -exclamó Tim-. Sabía que eso atraería tu atención.

Tres

El día olía a flores. Sobre la hierba, a los pies de Sarah, había un montículo de claveles, gladiolos y lilas. Su olor le provocaría náuseas durante el resto de su vida. Le recordaría aquella colina, las lápidas entre la hierba y la niebla que envolvía el valle inferior. Y sobre todo le recordaría el dolor. Todo lo demás… las palabras del ministro, el apretón de la mano de Abby en torno a su brazo, las gotas de lluvia fría sobre el rostro… apenas lo sentía.

Se forzó por no mirar el agujero de tierra a sus pies y fijó la vista en la colina al otro lado del valle. A través de la niebla se adivinaba un leve tono rosado. Los cerezos estaban en flor. Pero la visión la entristeció aún más. Geoffrey no vería aquella primavera.

La voz del ministro se convirtió en un zumbido irritante. La lluvia nubló las gafas de Sarah; se cerraba la niebla, apartándola del mundo. Un tirón repentino de Abby la devolvió a la realidad. Habían bajado el ataúd. Vio que la gente la miraba, esperando. Eran sus amigos, pero con el dolor apenas los reconocía. Hasta Abby le resultaba una extraña en ese momento.

Se agachó automáticamente y tomó un puñado de tierra. Estaba mojada y olía a lluvia. La arrojó a la tumba. El ruido sobre el ataúd le causó un sobresalto.

Los rostros pasaban ante ella como fantasmas en la niebla. Sus amigos hablaban con suavidad, pero ella no prestaba atención. El olor de las flores invadía sus sentidos, y no fue consciente de nada más hasta que miró a su alrededor y vio que los demás se habían ido. Solo quedaban Abby y ella ante la tumba.

– Está empezando a llover más fuerte -dijo su amiga.

Sarah levantó la vista y vio las nubes que descendían sobre ellas como un manto frío de plata. Abby le pasó un brazo por los hombros y tiró de ella hacia el aparcamiento.

– Las dos necesitamos una taza de té -dijo. Era su remedio predilecto para todo. Había sobrevivido a un divorcio y la marcha de sus hijos a la universidad a base de Earl Grey-. Una taza de té y podremos charlar.

– Me apetece un té -confesó Sarah.

Echaron a andar tomadas del brazo.

– Sé que ahora esto no significa nada para ti -dijo Abby-, pero el dolor pasará. Te lo aseguro. Las mujeres somos fuertes en ese terreno. Tenemos que serlo.

– ¿Y si yo no lo soy?

– Lo eres. No lo dudes.

Sarah movió la cabeza.

– Ahora dudo de todo. Y de todos.

– De mí no, ¿verdad?

La joven miró el rostro amplio de Abby y sonrió.

– No. De ti no.

– Me alegro. Cuando llegues a mi edad, verás que todo es… -se detuvo de repente. Sarah siguió la dirección de su mirada.

Un hombre se acercaba a ellas a través de la niebla.

Sarah miró su pelo moreno y su gabardina gris mojada. Era evidente que llevaba un rato a la intemperie, seguramente todo el funeral. El frío había enrojecido su rostro.

– ¿Señora Fontaine?

– Hola, señor O'Hara.

– Sé que es un mal momento, pero llevo dos días intentando hablar con usted. No ha devuelto mis llamadas.

– No.

– Tengo que hablarle. Ha ocurrido algo y creo que debería saberlo.

– Sarah, ¿quién es este hombre? -preguntó Abby.

Nick se volvió hacia ella.

– Nick O'Hara. Soy del Departamento de Estado. Si no le importa, me gustaría hablar un momento a solas con la señora Fontaine.

– Quizá ella no quiera hablar con usted.

El hombre miró a Sarah.