Se detuvieron delante de su apartamento y Nick dio la vuelta al coche para abrirle la puerta. Era un gesto curioso, de los que solía tener Geoffrey, galante y poco práctico. Cuando entraron en el vestíbulo estaban los dos empapados. La lluvia aplastaba el pelo de él en rizos oscuros sobre la frente.
– Supongo que tiene más preguntas -suspiró ella, avanzando hacia la escalera.
– Si me está preguntando si quiero subir, la respuesta es sí.
– ¿A tomar un té o a interrogarme?
El hombre sonrió.
– Un poco de ambas cosas. Me ha costado tanto encontrarla, que tengo que aprovechar.
Llegaron al segundo piso. La joven estaba a punto de decir algo, pero se quedó paralizada. La puerta de su apartamento estaba abierta.
Retrocedió instintivamente, asustada de lo que pudiera haber más allá. Cayó contra Nick y le apretó un brazo sin palabras. El hombre miró la puerta abierta con rostro tenso. De la puerta abierta salía luz hacia el pasillo.
Nick le hizo señas de que permaneciera donde estaba y se acercó a la puerta con cautela. Sarah empezó a seguirlo, pero él le lanzó una mirada de advertencia tal, que retrocedió en el acto.
El hombre permaneció unos segundos en el umbral, mirando a la habitación de más allá. Después entró en el apartamento.
Sarah esperó en el pasillo, asustada por el silencio absoluto. ¿Qué ocurría dentro? Una sombra apareció en el umbral y la miró con terror hasta que descubrió, aliviada, que se trataba de Nick.
– No hay nadie aquí -dijo este.
La joven entró tras él. Se detuvo en la sala de estar, sorprendida por lo que veía; Había esperado encontrar vacíos los lugares de la televisión y la cadena musical. Pero no habían tocado nada. Hasta el reloj antiguo seguía en su sitio en uno de los estantes.
Corrió al dormitorio con Nick detrás. Se acercó directamente al joyero de la cómoda. Allí, sobre terciopelo rojo, estaban sus perlas, como siempre. Cerró la caja y examinó la habitación, la cama doble, la mesilla con la lámpara de china, el armario. Miró a Nick confundida.
– ¿Qué falta? -preguntó él.
– Nada. ¿Puede ser que me dejara la puerta abierta?
El hombre salió del dormitorio al pasillo. Sarah lo encontró acuclillado en el umbral.
– Mire -señaló astillas de madera y fragmentos de pintura blanca-. La han forzado.
– Pero no tiene sentido. ¿Por qué entrar en un apartamento y no llevarse nada?
– A lo mejor no han tenido tiempo -se puso en pie-. Parece usted alterada. ¿Se encuentra bien?
– Estoy… sorprendida.
El hombre le tocó una mano.
– Está congelada. Más vale que se quite esa ropa mojada.
– Estoy bien, señor O'Hara. De verdad.
– Vamos. Quítese el abrigo -insistió él-. Y siéntese mientras hago unas llamadas.
Algo en el tono de su voz la impulsó a obedecer. Se dejó quitar el abrigo y se sentó en el sofá. Tenía la sensación de haber perdido el control de sus acciones. De que Nick O'Hara se había apoderado de su vida solo con entrar en su apartamento. Se levantó en protesta y se dirigió a la cocina.
– ¿Sarah?
– Voy a hacer té.
– No te molestes…
– No es molestia. Creo que los dos lo necesitamos.
Lo vio marcar un número desde la puerta de la cocina. Cuando ponía agua a hervir, le oyó decir:
– ¿Oiga? Con Tim Greenstein, por favor. Soy Nick O'Hara. Sí, esperaré.
La pausa que siguió pareció eterna. Nick empezó a andar adelante y atrás, como un animal enjaulado; primero se quitó la gabardina y luego se aflojó la corbata. Su agitación hacía que pareciera fuera de lugar en una sala tan pequeña y ordenada.
– ¿No debería llamar a la policía? -preguntó ella.
– Eso será lo siguiente. Primero me gustaría una charla informal con el FBI. Si consigo llegar hasta ellos.
– ¿Por qué?
– Hay algo en todo esto que me…
El silbido de la pava apagó sus últimas palabras. Sarah llenó la tetera y llevó la bandeja a la sala, donde Nick seguía esperando en el teléfono.
– ¡Maldición! -murmuró para sí-. ¿Dónde demonios estás, Greenstein?
– ¿Quiere té?
– ¿Hmmm? -se volvió hacia la taza que ella le tendía-. Sí. Gracias.
La joven se sentó en el sofá con otra taza.
– ¿El señor Greenstein trabaja para el FBI? -preguntó.
– No, pero tiene un amigo que… ¿Oiga? ¿Tim? Ya era hora. ¿Ya no contestas al teléfono?
En el silencio que siguió, la cara de Nick y la tensión de sus hombros y espalda le dijeron a Sarah que algo iba mal. Se había quedado lívido.
– ¿Cómo demonios se ha enterado Ambrose? -preguntó, apartando la cara de Sarah.
Otro silencio. La mujer miró su espalda, preguntándose qué clase de catástrofe podía irritar tanto a Nick O'Hara. Hasta ese momento le había parecido un hombre en control de sus emociones. Ya no. Su furia la sorprendió, aunque, en cierto modo, también servía para indicar que era humano.
– Está bien -dijo al teléfono-. Llegaré en media hora. Escucha, Tim, ha surgido algo más. Han allanado el apartamento de Sarah. No, no han tocado nada. ¿Puedes darme el teléfono de tu amigo del FBI? Sí, siento meterte en esto, pero… -se volvió y miró a la joven con preocupación-. Vale. Media hora. Te veré en el despacho de Ambrose -colgó con una mueca.
– ¿Qué ocurre? -preguntó ella.
– Así terminan ocho años gloriosos con el Departamento de Estado -murmuró él; tomó su gabardina con rabia y echó a andar hacia la puerta-. Tengo que irme. Mira, todavía tienes el cerrojo. Úsalo. O mejor aún, vete con una amiga esta noche y llama a la policía. Te llamaré en cuanto pueda.
La mujer lo siguió al pasillo.
– Pero…
– Más tarde -gritó él por encima del hombro.
Se alejó escaleras abajo y Sarah cerró la puerta, echó el cerrojo y miró a su alrededor.
Los ejemplares de Adelantos en Microbiología seguían amontonados en la mesita de café. En la estantería estaba el tazón con pétalos de rosa. Todo estaba como siempre.
No, no todo. Había algo distinto. Pero no podía definir lo que era.
Tardó un rato en descubrirlo. Había un espacio vacío en la estantería. Faltaba la fotografía de su boda.
Un grito de rabia salió de su garganta. Por primera vez desde que entrara sintió furia de que hubieran invadido su casa. Solo era una fotografía, un par de rostros felices sonriendo a una cámara, pero era su posesión más importante. Lo único que le quedaba de Geoffrey. Aunque su matrimonio hubiera sido mera ilusión, no quería olvidar nunca cómo lo había amado. De todas las cosas que había en el apartamento, ¿por qué querría llevarse nadie la fotografía?
El timbre del teléfono la sobresaltó. Seguramente sería Abby, que había prometido llamar. Levantó el auricular.
Lo primero que oyó fue el siseo de una conexión a larga distancia. Se quedó inmóvil. Miró el lugar vacío de la estantería donde solía estar la foto.
– ¿Diga?
– Ven a mí, Sarah. Te quiero.
Un grito brotó de su garganta. La habitación daba vueltas y tendió un brazo en busca de apoyo. El auricular se le cayó de las manos a la alfombra. ¡No podía ser! Geoffrey estaba muerto…
Se arrodilló en el suelo en busca del teléfono, empeñada en seguir oyendo la voz que solo podía pertenecer a un fantasma.
– ¿Diga? ¿Diga? ¡Geoffrey! -gritó.
El eco de la larga distancia había desaparecido. Solo había silencio y, unos segundos después, el ruido de marcar.
Pero había oído suficiente. Todo lo ocurrido en las dos últimas semanas se apagó como si fuera una pesadilla recordada a la luz del día. Nada de eso había sido real. La voz que acababa de oír… una voz que conocía muy bien, sí era real.
Geoffrey estaba vivo.
Cuatro
– ¡Ya estoy harto, O'Hara! -Charles Ambrose estaba de pie delante de la puerta cerrada de su despacho y señalaba su reloj de pulsera-. ¡Y llegas veinte minutos tarde!