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Había algo en el hecho de abrir esa misiva obviamente personal que le parecía más entrometido y delictivo que nada de lo que había hecho hasta entonces. Pero su vacilación no duró demasiado. Abrió el sobre con una uña y sacó una hojita de papel doblada. Era una carta fechada cuatro días antes.

Lilly:

Estoy preocupadísima por ti. Si recibes esto, por favor llámame para que sepa que estás bien. Por favor, cariño. Desde que has dejado de llamarme no he podido dormir. Estoy muy preocupada por ti y por ese trabajo tuyo. Aquí las cosas nunca fueron demasiado bien y sé que yo me equivoqué. Pero creo que deberías decirme si estás bien. Si recibes esto, llámame enseguida, por favor.

Te quiero,

Mamá

Lo leyó dos veces y luego volvió a doblar la hoja y la devolvió al sobre. Más que ninguna otra cosa en el apartamento, incluida la fruta podrida, la carta inspiró en Pierce una sensación de fatalidad. No creía que la carta de V. Quinlan fuera a ser contestada nunca, ni por medio de una llamada ni de ninguna otra forma.

Pierce cerró el sobre lo mejor que pudo y lo enterró rápidamente en la pila de correo del suelo. La intrusión del cartero había servido para infundirle cierto sentido del riesgo que estaba corriendo al estar en la casa. Ya tenía bastante. Se volvió rápidamente y recorrió de nuevo el pasillo hacia la cocina.

Salió por la puerta de atrás y la cerró, pero no echó la llave. Tan disimuladamente como podía hacerlo un delincuente aficionado, dobló la esquina de la casa y se dirigió hacia la calle por el sendero de entrada.

Ya estaba a medio camino por el lateral de la casa cuando oyó un fuerte sonido seco procedente del tejado y acto seguido una piña que caía rodando por el alero y aterrizaba a sus pies. Al acercarse, Pierce se dio cuenta de lo que había causado el ruido que le había alarmado antes. Asintió al comprenderlo. Al menos había resuelto un misterio.

9

– Luces.

Pierce rodeó el escritorio y se sentó. Sacó de la mochila todo lo que se había llevado de la casa de Lilly Quinlan. Tenía una factura de la tarjeta Visa, un extracto bancario y una agenda de teléfonos.

Empezó pasando las hojas de la agenda. Había bastantes hombres designados sólo por el nombre de pila o por el nombre y una inicial. Los números cubrían toda la gama de códigos de área. Había muchos locales, pero todavía más con prefijos de fuera de Los Ángeles. También figuraban varios hoteles y restaurantes de la ciudad, así como un concesionario Lexus de Hollywood. Vio el nombre de Robin y el de ECU, que sabía que era Entrepeneurial Concepts Unlimited.

Bajo el encabezamiento «Dallas» había varios números de hoteles, restaurantes y nombres de pila de varones. Lo mismo ocurría con Las Vegas.

Encontró una anotación correspondiente a Vivian Quinlan con un prefijo telefónico 813 y una dirección de Tampa, Florida; lo cual resolvía el misterio del matasellos manchado. Hacia el final de la agenda encontró a alguien llamado Wainwright, con el número de teléfono y una dirección de Venice que no estaba lejos de la casa de Altair.

Volvió a la Q y utilizó el teléfono de su escritorio para llamar a Vivian Quinlan. Una mujer contestó al segundo timbrazo. Su voz era rasposa, como una escoba barriendo la acera.

– ¿Hola?

– ¿Señora Quinlan?

– ¿Sí?

– Ah, hola, la llamo desde Los Ángeles. Me llamo Henry Pierce y…

– ¿Es por Lilly? -La voz tenía un tono de ansiedad y desesperación.

– Sí. Estoy tratando de localizarla y me preguntaba si usted podría ayudarme.

– Oh, ¡gracias a Dios! ¿Es usted policía?

– Eh…, no, señora, no.

– No importa. Por fin hay alguien que se interesa.

– Bueno, sólo estoy tratando de encontrarla, señora Quinlan. ¿Ha tenido noticias de ella últimamente?

– Ninguna desde hace más de siete semanas, y eso no es propio de Lilly. Siempre llamaba. Estoy muy preocupada.

– ¿Ha contactado con la policía?

– Sí, he llamado y he hablado con los de Personas Desaparecidas. No estaban interesados porque ella es adulta y por la forma en que se gana la vida.

– ¿Cómo se gana la vida, señora Quinlan?

Hubo cierta vacilación.

– Pensaba que había dicho que…

– Sólo soy un conocido.

– Ella trabaja de acompañante de caballeros.

– Ya veo.

– Sin sexo, ni nada. Me cuenta que casi siempre va a cenar con hombres de esmoquin.

Pierce lo dejó pasar como una negación materna de lo obvio. Era algo que había visto antes en su propia familia.

– ¿Qué le dijo la policía de ella?

– Sólo que puede que se marchara con uno de esos tipos y que probablemente pronto tendré noticias suyas.

– ¿Cuándo fue eso?

– Hace un mes. Verá, Lilly me llama todos los sábados por la tarde. Cuando pasaron dos semanas sin que telefoneara avisé a la policía. No volvieron a llamarme. Después de la tercera semana, llamé otra vez y hablé con Personas Desaparecidas. Ni siquiera hicieron un informe ni nada, sólo me dijeron que continuara esperando. No les importó.

Por alguna razón una visión se coló en la mente de Pierce y lo distrajo. Era la noche que había llegado de Stanford. Su madre estaba esperándolo en la cocina, con las luces apagadas. Simplemente lo esperaba allí para contarle la noticia de su hermana Isabelle.

Cuando habló la madre de Lilly Quinlan, era su propia madre.

– He llamado a un detective privado, pero no me ha ayudado. Tampoco ha podido encontrarla.

El contenido de lo que la señora Quinlan estaba diciendo finalmente devolvió a Pierce al presente.

– Señora Quinlan, ¿está ahí el padre de Lilly? ¿Puedo hablar con él?

– No, hace mucho que se fue. No ha estado aquí desde hace doce años… desde el día que lo encontré con ella.

– ¿Está en prisión?

– No, simplemente se fue.

Pierce no sabía qué decir.

– ¿Cuándo se trasladó Lilly a Los Ángeles?

– Hace unos tres años. Antes fue a una escuela de azafatas en Dallas, pero nunca hizo ese trabajo. Después se instaló en Los Ángeles. Ojalá se hubiera hecho azafata de vuelo. Yo le decía que en el trabajo de las chicas de compañía, aunque no tenga relaciones sexuales con esos hombres…, la gente seguirá pensando que las tiene.

Pierce asintió. Suponía que era un consejo de madre sensato. Se imaginaba a una mujer obesa, con mucho pelo y un cigarrillo en la comisura de los labios. Entre eso y su padre, no era de extrañar que Lilly se hubiera marchado lo más lejos posible de Tampa. Lo que le sorprendía era que sólo hiciera tres años que se había ido.

– ¿Dónde contrató a un detective privado, en Tampa o aquí en Los Ángeles?

– Allí. No serviría de mucho contratar uno aquí.

– ¿Cómo contactó con él?

– El policía de Personas Desaparecidas me envió una lista. Lo elegí de allí.

– ¿Vino aquí a buscarla, señora Quinlan?

– No tengo buena salud. El doctor dice que tengo enfisema y dependo de la botella de oxígeno. No serviría de mucho que fuera a Los Ángeles.

Pierce reconstruyó su imagen de ella. El cigarrillo había desaparecido y lo había sustituido un tubo de oxígeno. El pelo abundante permanecía. Pensó en qué más podía preguntar o qué información podría obtener de la mujer.

– Lilly me dijo que le estaba enviando dinero.

Era una suposición. Parecía concordar con la relación madre-hija.

– Sí, y si la encuentra, dígale que me estoy quedando sin nada. Tengo que pagarle una fortuna al señor Glass.