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– ¿Quién es el señor Glass?

– Es el detective privado que he contratado. Pero desde que ya no puedo pagarle no he vuelto a tener noticias suyas.

– ¿Puede darme su nombre completo y su número de teléfono?

– Voy a buscarlo.

La mujer dejó el teléfono y tardó dos minutos antes de volver y proporcionarle a Pierce el número y dirección del investigador privado. El nombre completo era Philip Glass y su oficina estaba en Culver City.

– Señora Quinlan, ¿tiene alguna otra forma de contactar con Lilly? ¿Amigos o algo parecido?

– No, nunca me dio ningún número ni me habló de amigos. Sólo mencionó a esa chica Robin con la que trabajaba a veces. Robin era de Nueva Orleans y me dijo que tenían cosas en común.

– ¿Dijo el qué?

– Creo que tuvieron el mismo tipo de problemas con hombres en sus familias cuando eran jóvenes. Creo que se refería a eso.

– Entiendo.

Pierce estaba tratando de pensar como un detective. Vivían Quinlan parecía una pieza importante del rompecabezas, aunque no se le ocurría ninguna otra pregunta. Estaba a cinco mil kilómetros de distancia y obviamente estaba literal y metafóricamente distante del mundo de su hija. Miró la agenda de teléfonos del escritorio que tenía delante de él y finalmente se le ocurrió una pregunta.

– ¿Significa algo para usted el nombre de Wainwright, señora Quinlan? ¿Lo mencionaron alguna vez Lilly o el señor Glass?

– Um, no. El señor Glass no mencionó ningún nombre. ¿Quién es?

– No lo sé. Creo que es alguien a quien conocía.

Eso era todo. No tenía nada más.

– Muy bien, señora Quinlan, voy a seguir tratando de encontrarla y cuando lo haga le diré que la llame.

– Se lo agradezco, y asegúrese de mencionar lo del dinero. Me estoy quedando sin nada.

– Muy bien. Lo haré.

Pierce colgó y pensó por unos momentos en lo que sabía. Probablemente sabía demasiado de Lilly. Le hizo sentirse deprimido y triste. Esperaba que alguno de sus clientes se la hubiera llevado con la promesa de riquezas y lujo. Tal vez estaba en algún lugar de Hawai o en el ático de un hombre rico en París.

Pero lo dudaba.

– Hombres de esmoquin -dijo en voz alta.

– ¿Qué?

Levantó la cabeza. Charlie Condon estaba en el umbral. Pierce había dejado la puerta abierta.

– Ah, nada. Hablaba solo. ¿Qué estás haciendo aquí?

Pierce se dio cuenta de que la agenda de Lilly Quinlan y su correo estaban esparcidos delante de él. Disimuladamente cogió el planificador diario que tenía en el escritorio, lo miró como si estuviera comprobando una fecha y luego lo puso encima de los sobres que tenían el nombre de Lilly escrito.

– Te he llamado a tu nuevo número y se ha puesto Mónica. Dijo que supuestamente ibas a estar aquí mientras ella esperaba los muebles. Pero nadie contestaba en el laboratorio ni en tu oficina, así que me he pasado.

Charlie se apoyó en el marco de la puerta. Era un hombre atractivo y lucía lo que aparentemente era un bronceado perpetuo. Había trabajado de modelo en Nueva York durante unos años antes de aburrirse y volver a la universidad para sacarse un master en finanzas. Los había presentado un banquero de inversiones que sabía que Condon era experto en conseguir capitales para empresas de tecnología emergente cortas de activos. Pierce se había unido a Condon porque éste le había prometido conseguir inversores para Amedeo Technologies sin que él tuviera que sacrificar el control. A cambio, Charlie se quedaba con el 10 % de la compañía, una porción que en última instancia podría valorarse en cientos de millones, si ganaban la carrera y salían a bolsa con una oferta pública de acciones.

– Me he perdido tus llamadas -dijo Pierce-. En realidad acabo de llegar. He parado a comer algo por el camino.

Charlie asintió.

– Pensaba que estarías en el laboratorio.

Lo que significaba: ¿por qué no estás en el laboratorio, que hay trabajo que hacer? Estamos en una carrera. Tenemos que hacer una presentación a una ballena. No puedes crear un mundo en una mota de polvo desde la oficina.

– Sí, no te preocupes. Ahora iré. Sólo tengo que revisar el correo. ¿Has venido hasta aquí para controlarme?

– En realidad no. Pero sólo tenemos hasta el jueves para ponernos las pilas con Maurice. Quiero asegurarme de que todo va bien.

Pierce sabía que estaban concediendo demasiada importancia a Maurice Goddard. Incluso el mail de Charlie en que se refería al inversor como Dios era una indicación subliminal de esto. Era cierto que el número de feria del jueves sería el número de feria más importante de todos los tiempos, pero Pierce se estaba preocupando cada vez más por la fe ciega de Condon en el acuerdo con Goddard. Estaban buscando un inversor dispuesto a dedicar al menos seis millones de dólares al año durante un mínimo de tres o cuatro años. Goddard, según la «auditoria» llevada a cabo por Nicole James y Cody Zeller, contaba con 250 millones de dólares, gracias a que había invertido pronto en empresas como Microsoft. Estaba claro que Goddard tenía el dinero. Pero si no ofrecía un plan de financiación importante después de la presentación del jueves, entonces tendrían que buscar otro inversor. Y el trabajo de Condon consistía en encontrarlo.

– No te preocupes -dijo Pierce-. Estaremos listos. ¿Va a venir Jacob?

– Aquí estará.

Jacob Kaz era el abogado de patentes de la firma. Ya tenían cincuenta y ocho patentes registradas o solicitadas y Kaz iba a presentar nueve más el lunes, después de la presentación a Goddard. Las patentes eran la clave de la carrera. El control de las patentes suponía estar metido en la lucha desde el principio y la posibilidad de hacerse con el control del mercado. Las nueve nuevas solicitudes de patentes, las primeras que surgían del proyecto Proteus, enviarían una onda expansiva por el nanomundo. Pierce casi sonrió al pensarlo. Y Condon pareció leerle el pensamiento.

– ¿Aún no has mirado las patentes?

Pierce palpó en el espacio para las rodillas de debajo de su escritorio y golpeó con el puño la caja fuerte atornillada al suelo, donde estaban guardados los borradores de las patentes. Pierce tenía que aprobarlos antes de que se presentaran, pero era un lectura muy pesada y había estado distraído por otras cosas incluso antes de que surgiera Lilly Quinlan.

– Aquí están. Pienso ponerme hoy o volver mañana.

Iba contra la política de la empresa que Pierce se llevara los formularios a casa para revisarlos.

Condon asintió a modo de aprobación.

– Muy bien. Entonces, ¿todo en orden? ¿Estás bien?

– ¿Te refieres a Nicki y todo eso?

Charlie asintió.

– Sí, estoy bien. Trato de mantener la cabeza en otras cosas.

– Como el laboratorio, espero.

Pierce se reclinó en la silla, separó las manos y sonrió. Se preguntó qué le habría explicado Mónica a Condon cuando éste había llamado al apartamento.

– Aquí estoy.

– Bueno, bien.

– Por cierto, Nicole dejó otro recorte en el archivo de Bronson sobre el acuerdo con Tagawa. Ha salido en los medios.

– ¿Alguna novedad?

– Nada que no supiéramos. Elliot dijo algo de los biológicos. Muy general, pero nunca se sabe. Tal vez tiene noticias de Proteus.

Mientras lo decía, Pierce miró más allá de Condon al cartel enmarcado que colgaba en la pared de su oficina, junto a la puerta. Era el póster de la película de 1966 Viaje alucinante. Mostraba al submarino blanco Proteus descendiendo a través de un mar multicolor de fluidos corporales. Era un cartel original. Se lo había conseguido Cody Zeller, quien a su vez lo había obtenido en una subasta on-line de objetos de interés de Hollywood.

– A Elliot le gusta hablar -dijo Condon-. No sé cómo podría saber algo de Proteus. Pero después de que se registre la patente lo conocerá. Se pondrá hecho una furia. Y Tagawa sabrá que no ha apostado al caballo ganador.