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Una procesión de pegatinas de logos de compañías y marcas registradas cubría la pared acolchada del fondo. La mayoría eran nombres de empresas omnipresentes en la vida cotidiana. Había muchas más pegatinas en la pared que en la última visita de Pierce. Este sabía que Zeller enganchaba un logo cada vez que conseguía introducirse con éxito en los servidores de la empresa en cuestión. Eran las muescas de su cinturón.

Zeller ganaba quinientos dólares la hora como hacker de guante blanco. Era el mejor. Trabajaba de forma independiente, normalmente vendiendo sus servicios a una de las seis grandes compañías auditoras para llevar a cabo pruebas de penetración en sus clientes. En cierto modo era un fraude. Raro era el sistema que Zeller no podía derrotar. Y después de cada penetración con éxito su empleador normalmente conseguía un jugoso contrato de seguridad digital, con una buena prima para Zeller. Éste le había dicho en una ocasión a Pierce que la seguridad digital era el sector de crecimiento más rápido en la industria de las empresas auditoras. Constantemente le llovían ofertas suculentas para trabajar a tiempo completo en una u otra de las grandes firmas, pero siempre ponía reparos, argumentando que le gustaba trabajar por su cuenta.

Zeller entró en la sala acondicionada con dos botellas marrones de San Miguel. Entrechocaron las botellas antes de beber. Otra tradición. A Pierce le gustó. Suave y fría. Botella en mano, señaló un cuadrado rojo y blanco pegado a la pared. Era el símbolo empresarial más conocido del mundo.

– Ése es nuevo, ¿no?

– Sí, lo acabo de conseguir. Hice el trabajo en Atlanta. ¿Sabes cómo consiguieron una fórmula secreta para hacer el refresco? Ponían…

– Sí, cocaína.

– Eso es el mito urbano. Da igual, querían saber lo bien protegida que estaba la fórmula. Yo entré de cero. Tardé unas siete horas y entonces le mandé la fórmula por correo electrónico al director general. Él ni siquiera sabía que estábamos llevando a cabo un test de seguridad; lo había encargado gente que estaba por debajo de él. Me dijeron que casi le da un ataque al corazón. Supongo que tenía visiones de la fórmula viajando por Internet, cayendo en manos de Pepsi.

Pierce sonrió.

– Genial. ¿Estás trabajando en algo ahora mismo? La máquina parece ocupada. -Señaló a las pantallas con la botella.

– No, en realidad no. Estoy de pesca, buscando a alguien que sé que está escondido por ahí.

– ¿Quién?

Zeller miró a Pierce y sonrió.

– Si te lo dijera tendría que matarte.

Era un comentario de índole laboral. Zeller estaba diciendo que parte de lo que él vendía era discreción. La amistad entre ambos se remontaba a buenos tiempos y a un momento muy malo -al menos para Pierce- en la facultad. Pero el trabajo era el trabajo.

– Entiendo -dijo Pierce-. Y no quiero entrometerme, así que déjame ir al grano. ¿Estás demasiado ocupado para aceptar un encargo?

– ¿Cuándo tendría que empezar?

– Ayer, sería perfecto.

– Un rápido. Me encantan los rápidos. Y me gusta trabajar para Amedeo Tech.

– No es para la empresa, es para mí. Pero te lo pagaré.

– Eso me gusta más todavía. ¿Qué necesitas?

– Quiero observar a alguna gente y algunos negocios y a ver qué sale.

Zeller asintió, pensativo.

– ¿Gente peligrosa?

– No lo sé, pero usaría todas las precauciones. Podríamos decir que se trata del mundo del ocio para adultos.

Esta vez Zeller sonrió de oreja a oreja y su piel quemada se arrugó en torno a los ojos.

– Oh, cielo, no me digas que se te ha quedado enganchada.

– No, nada de eso.

– ¿Entonces qué?

– Vamos a sentarnos. Y será mejor que cojas algo para tomar notas.

En la sala de estar, Pierce le dio a Zeller toda la información que tenía de Lilly Quinlan sin mencionar de dónde la había sacado. También le pidió a Zeller que averiguara todo lo que pudiera de Entrepeneurial Concepts Unlimited y de Wentz, el hombre que lo dirigía.

– ¿Sabes el nombre?

– No, sólo Wentz. Supongo que no habrá muchos en el sector.

– ¿Afondo?

– Todo lo que puedas conseguir.

– ¿Me mantengo dentro de las líneas?

Pierce vaciló. Zeller no dejó de mirarlo a los ojos. Le estaba preguntando a Pierce si quería que se mantuviera dentro de los límites establecidos por la ley. Pierce sabía por experiencia que podía descubrirse mucho más si Zeller cruzaba la frontera y se introducía en ordenadores a los que no estaba autorizado a acceder. Y sabía que Zeller era experto en cruzar esa frontera. Ambos habían formado los Maléficos cuando estaban en segundo curso de la facultad. La piratería informática estaba empezando a ponerse de moda entre los de su generación y los miembros del grupo, en gran medida bajo la dirección de Zeller, no se quedaron atrás. Sobre todo cometieron bromas, la mejor de las cuales fue cuando accedieron a la base de datos de información del 411 de la compañía telefónica local y cambiaron el número del Domino's Pizza más cercano al campus por el número de la casa del decano del Departamento de Ciencias de la Computación.

Pero su mejor momento fue también el peor. Los seis maléficos fueron detenidos por la policía y después suspendidos. Por el lado delictivo, todos salieron en condicional y los cargos fueron eliminados al cabo de seis meses sin mayores problemas. Cada uno de los chicos tuvo también que cumplir con ciento sesenta horas de trabajo para la comunidad. Por el lado académico, todos fueron suspendidos durante un semestre. Pierce volvió después de cumplir con la condicional y la suspensión. Bajo la lupa de la policía y los administradores de la facultad, cambió de ciencias de la computación a química y nunca volvió a mirar atrás.

Zeller tampoco miró atrás. No volvió a Stanford. Lo contrató una empresa de seguridad informática con un buen sueldo. Como un atleta con cualidades que deja la facultad para pasar a profesional, Zeller no podía volver a la facultad una vez que había probado los placeres de tener dinero y hacer lo que más le gustaba en la vida.

– ¿Sabes qué te digo? -respondió finalmente Pierce-. Consigue todo lo que puedas. De hecho, creo que alguna variación de abra cadabra te permitirá entrar en Entrepeneurial Concepts. Pruébalo primero del revés.

– Gracias por el empujoncito. ¿Cuándo lo necesitas?

– Como te he dicho ayer estaría bien.

– Vale, un rápido. ¿Estás seguro de que no has metido la polla en algo sucio?

– Sí.

– ¿Nicole lo sabe?

– No, no hay ningún motivo para que lo sepa. Nicole me ha dejado, ¿recuerdas?

– Vale, vale. ¿Ésa es la razón?

– No te rindes, ¿eh? No, no tiene nada que ver con ella?

Pierce se terminó la cerveza. No le apetecía quedarse, porque quería que Zeller se pusiera a trabajar en lo que le había encargado. Pero Zeller no parecía tener prisa por empezar.

– ¿Quieres otra cerveza, comandante?

– No, paso. He de volver a mi apartamento. Tengo a mi secretaria con los chicos de los muebles. Además, vas a ponerte con esto, ¿no?

– Oh, claro, tío. Enseguida. -Hizo un gesto hacia la zona de trabajo-. Ahora mismo todas las máquinas están ocupadas. Pero me pondré esta noche. Te llamaré mañana por la noche.

– Vale, Code. Gracias.

Pierce se levantó. Ambos hombres chocaron las manos. Hermanos de sangre. Otra vez Maléficos.

11

Cuando Pierce llegó a su apartamento los transportistas ya se habían ido, pero Mónica seguía allí. Les había pedido que colocaran los muebles de una forma que resultaba aceptable. De hecho no se aprovechaba la vista del ventanal que ocupaba todo un lado de la sala de estar y el comedor, pero a Pierce no le importaba demasiado. De todos modos no iba a pasar mucho tiempo en el apartamento.

– Queda bien -dijo Pierce-. Gracias.