– Su trabajo consiste en hablar. Pero yo me refiero a secretos que Charlie ni siquiera conoce. Que sólo yo y unos pocos conocemos. Gente del laboratorio. Estoy hablando de eso.
Abrió un cajón de la estación informatizada y sacó un pequeño dispositivo que parecía una caja de transmisión. Tenía un conector de corriente y una pequeña antena. Desde un extremo salía un cable de quince centímetros conectado a una tarjeta del ordenador. Lo puso encima del escritorio.
– Me entró la sospecha y fui a echar un vistazo en los archivos de mantenimiento, pero no encontré nada. Así que busqué en el hardware del servidor y descubrí este pequeño añadido. Es un módem sin cables. Creo que vosotros lo llamáis un esnifador.
Zeller se acercó al escritorio y cogió el dispositivo.
– ¿Nosotros? Te refieres a los especialistas en seguridad informática corporativa.
Zeller giró el dispositivo en sus manos. Era un capturador de datos, que programado y conectado a un servidor interceptaría y recopilaría todo el tráfico de correo electrónico del sistema informático y lo enviaría mediante el módem inalámbrico a una localización predeterminada. En la jerga de los hackers se llamaba esnifador, porque recopilaba todo y el ladrón podía luego hozar entre los datos en busca de la trufa.
El rostro de Zeller mostró una profunda preocupación. Pierce pensó que era muy buen actor.
– Casero -dijo Zeller tras examinar el dispositivo.
– ¿Acaso no lo son todos? -preguntó Pierce-. No creo que puedas ir a un Radio Shack y pedir un esnifador.
Zeller no hizo caso del comentario. Su voz tenía un profundo temblor cuando habló.
– ¿Cómo diablos metieron eso ahí dentro y cómo es que no lo vio tu vigilante de segundad?
Pierce se apoyó en el respaldo de la silla y trató de actuar con la máxima calma.
– ¿Por qué no te dejas de chorradas y me lo dices, Cody?
Zeller miró del dispositivo que tenía en la mano a Pierce. Parecía sorprendido y dolido.
– ¿Cómo iba a saberlo? Yo instalé el sistema, pero no esto.
– Sí, tú instalaste el sistema. Y esto estaba metido en el servidor. Los de mantenimiento no lo vieron porque o bien los sobornaste o bien estaba muy bien escondido. Yo sólo lo encontré porque lo estaba buscando.
– Mira, cualquiera que tenga una tarjeta magnética tiene acceso a esa sala de ordenadores y podría haberlo instalado. Cuando diseñamos la sala te dije que deberías ponerla aquí abajo, en el laboratorio. Por seguridad.
Pierce negó con la cabeza, repasando un debate que había durado tres años y confirmando su decisión.
– Demasiada interferencia desde el servidor a los experimentos, ya lo sabes. Pero no es la cuestión. Eso es tu esnifador. Puede que cambiara de ciencias de la computación a química en Stanford, pero todavía sé un par de cosas. Puse el módem en mi portátil y lo usé con mi marcador. Está programado. Está conectado con un contenedor de datos registrado como Malefik.
Pierce esperó la reacción, pero sólo registró un apenas perceptible movimiento ocular de Zeller.
– Malefik con k -dijo Pierce-. Claro que tú ya lo sabes. Ha sido un sitio muy activo, imagino. Supongo que instalaste el esnifador cuando nos trasladamos aquí. Durante tres años, has estado observando, escuchando, robando. Llámalo como quieras.
Zeller negó con la cabeza y volvió a dejar el dispositivo en el escritorio. Mantuvo la mirada baja mientras Pierce continuaba.
– Hace un año más o menos (después de que contratara a Brandon Larraby) empezaste a ver mensajes de correo entre él y yo sobre un proyecto llamado Proteus. También había intercambio de correo con Charlie Condon y mi abogado de patentes sobre ese asunto. Lo he comprobado, tío. Conservo todo mi correo. Soy así de paranoico. Lo he comprobado, y tú podías haber entendido lo que estaba ocurriendo a través del mail. No la fórmula, no éramos tan estúpidos. Pero sí lo suficiente para saber que la teníamos y qué íbamos a hacer con ella.
– Muy bien, ¿y qué si lo hice? Espié, vaya gran cosa.
– La gran cosa es que nos vendiste. Usaste la información para llegar a un acuerdo con alguien.
Zeller sacudió la cabeza con tristeza.
– ¿Sabes qué, Henry? Me voy. Creo que has pasado demasiado tiempo aquí. Cuando fundía mis coches de plástico, terminaba con un dolor de cabeza horroroso por ese olor. Vamos, que no puede ser bueno para ti. Y aquí estás tú… -Hizo un gesto hacia la puerta del laboratorio de electrónica.
Pierce se levantó. Sentía que su ira era como una piedra del tamaño de un puño encajada en la garganta.
– Me tendiste una trampa. No sé cuál es el juego, pero me tendiste una trampa.
– Estás fatal, tío. No sé nada de ninguna trampa. Sí, claro, he estado espiando. Es instinto hacker. Se te mete en la sangre, ya lo sabes. Sí, lo puse allí cuando instalé el sistema. Si quieres que te diga la verdad, lo que veía era tan aburrido que casi lo había olvidado. Hace dos años que dejé de mirarlo. Eso es todo, tío. No sé nada de ninguna trampa.
Pierce se quedó impertérrito.
– Me imagino la conexión con Wentz. Probablemente te ocupaste de la seguridad de su sistema. No creo que el tema te hubiera preocupado. Los negocios son los negocios, ¿no?
Zeller no contestó y Pierce tampoco lo esperaba. Siguió adelante.
– Tú eres Grady Allison.
El rostro de Zeller registró una leve sorpresa, pero enseguida la ocultó.
– Sí-continuó Pierce-, recibí las fotos y las conexiones con la mafia. Todo era falso, parte del juego.
De nuevo Zeller se quedó en silencio y ni siquiera miró a Pierce. Pero Pierce sabía que contaba con toda su atención.
– Y el número de teléfono. La clave era el número de teléfono. Al principio pensé que tenía que haber sido mi secretaria, que ella tenía que haber pedido el número para que la conspiración comenzara. Pero después me di cuenta de que fue al revés. Conseguiste mi número en el mail que te mandé. Entonces lo pusiste en el sitio. En la página Web de Lilly. Y así empezó todo. Algunas de las llamadas probablemente las encargaste tú. El resto probablemente eran auténticas, la guinda del pastel. Por eso no encontré facturas del teléfono en su casa. Ni teléfono. Porque ella nunca tuvo el número. Ella trabajaba como Robin, sólo con un móvil.
De nuevo esperó una respuesta, pero no la obtuvo.
– Pero la parte con la que tengo problema es mi hermana. Ella era parte de esto. Tenías que saber de ella, del momento en que la encontré y la dejé marchar. Tenía que ser parte del plan, parte del perfil. Tenías que saber que esta vez no la dejaría escapar, que buscaría a Lilly y me metería de lleno en la trampa.
Zeller no contestó. Se volvió y avanzó hacia la puerta. Giró el pomo, pero la puerta no se abrió. Había que marcar la combinación tanto para entrar como para salir.
– Abre la puerta, Henry. Quiero irme.
– No vas a irte hasta que me digas cuál es el juego. ¿Para quién estás haciendo esto? ¿Cuánto te están pagando?
– Muy bien, lo haré yo mismo.
Zeller marcó la combinación y desbloqueó la cerradura. Abrió la puerta y se volvió a mirar a Pierce.
– Vaya con Dios, colega.
– ¿Cómo conoces la combinación?
Esto detuvo un momento a Zeller y Pierce casi sonrió. Conocer y utilizar la combinación era una forma de admitirlo. No mucho, pero contaba.
– Vamos, ¿cómo conoces la combinación? La cambiamos cada mes, de hecho fue idea tuya. La mandamos por correo electrónico a todas las ratas de laboratorio, pero tú dices que no habías mirado el esnifador en dos años. Entonces, ¿cómo sabes la combinación?
Pierce se volvió e hizo un gesto hacia el esnifador. Los ojos de Zeller también se posaron un momento en el dispositivo, pero acto seguido el foco de sus ojos se movió ligeramente y Pierce vio que registraba algo. Retrocedió hasta el laboratorio y dejó que la puerta de la trampa se cerrara tras él con un sonoro zamp.