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La mano que le sujetaba por el cuello y camisa lo sacudió violentamente.

– Las luces, he dicho.

– Vale, vale. Luces.

Mientras decía estas palabras colocó la pistola en la sien de Wentz y disparó dos veces. No había otro modo, no tenía elección. Los estallidos fueron casi simultáneos y se produjeron al mismo tiempo que se encendían las luces del complejo de laboratorios. Su campo de visión se tornó negro y Pierce se levantó las gafas con la mano que no sostenía el arma. Estas cayeron al suelo antes que Wentz, quien de algún modo mantuvo el equilibrio durante unos segundos, a pesar de que las balas le habían arrancado el ojo izquierdo y la sien del mismo lado. Wentz todavía mantenía el arma apuntada hacia arriba, pero ésta ya no estaba bajo la barbilla de Pierce. Pierce estiró el brazo y empujó el arma de Wentz hasta que dejó de suponer un peligro. El empujón también derribó a Wentz, que cayó hacia atrás y se quedó inerte en el suelo, muerto.

Pierce miró al suelo diez segundos antes de tomar aire. Entonces se serenó y miró a su alrededor. Gonsalves se estaba levantando lentamente, apoyándose en la pared más alejada para mantener el equilibrio.

– Rudolpho, ¿está bien?

– Sí, señor.

Pierce miró hacia el escritorio bajo el cual se había acurrucado Renner. Vio los ojos del policía abiertos y alerta. Estaba respirando pesadamente y tenía el hombro izquierdo y el pecho de la camisa empapados de sangre.

– Rudolpho, sube y llama a una ambulancia. Diles que hay un policía herido. Herida de bala.

– Sí, señor.

– Luego llama a la policía y diles lo mismo. Y llama a Clyde Vernon y hazlo venir.

El vigilante se apresuró hacia la trampa. Tuvo que inclinarse sobre el cadáver de Dosmetros para llegar a la cerradura de combinación. Después hubo de pisar al hombretón para pasar por la puerta. Pierce vio un agujero de bala en el centro de la garganta del monstruo. Renner le había dado de lleno y Dosmetros se había desplomado en el acto. Pierce se dio cuenta de que el hombretón no había pronunciado ni una sola palabra.

Se acercó a Renner y ayudó al detective herido a salir reptando del escritorio. Su respiración era rasposa, pero Pierce no vio sangre en sus labios, lo cual significaba que sus pulmones estaban intactos.

– ¿Dónde le han dado?

– En el hombro. -Gimió con el movimiento.

– No se mueva. Sólo espere. La ayuda está en camino.

– Me han dado en el hombro de disparar. Y soy inútil a distancia con una pistola en la derecha. Pensé que lo mejor que podía hacer era esconderme.

Se incorporó hasta quedar sentado y se apoyó en el escritorio. Hizo un gesto con su mano derecha hacia Cody Zeller, esposado y caído sobre la mesa de la estación experimental.

– Eso no va a tener muy buena pinta.

Pierce estudió el cuerpo de su antiguo amigo por un momento. Entonces volvió a centrarse en Renner.

– No se preocupe. Balística demostrará que disparó Wentz.

– Eso espero. Ayúdeme. Quiero caminar.

– Ni se le ocurra. Está herido.

– Ayúdeme a levantarme.

Pierce hizo lo que le ordenaban. Al levantar a Renner por el brazo derecho notó que el olor había impregnado la ropa del hombre.

– ¿De qué se sonríe? -preguntó Renner.

– Creo que nuestro plan le estropeó la ropa incluso antes que la bala. No pensaba que tuviera que estar tanto rato metido allí dentro con el horno.

– La ropa no importa. Aunque Zeller tenía razón. Da dolor de cabeza.

– Ya lo sé.

Renner apartó a Pierce con la mano derecha y caminó hasta donde estaba tendido el cuerpo de Wentz. Lo miró en silencio durante un largo rato.

– Ya no parece tan duro, ¿no?

– No -dijo Pierce.

– Lo ha hecho bien, Pierce. Muy bien. Buen truco el de las luces.

– Tendré que darle las gracias a mi socio Charlie. Lo de las luces fue idea suya.

Pierce se prometió en silencio no volver a quejarse por los ingenios tecnológicos y eso le recordó cómo había tratado a Charlie y cómo había sospechado de él. Sabía que tendría que solucionarlo de algún modo.

– Hablando de socios, mi compañero se va a cagar en todo cuando descubra lo que se ha perdido -dijo Renner-. Y supongo que a mí se me va a caer el pelo por hacer esto solo.

Se sentó en el borde de una de las mesas y miró con tristeza los cadáveres. Pierce se dio cuenta de que probablemente el detective había arruinado su carrera.

– Mire -dijo-, nadie podía imaginarse todo esto. Si necesita que haga o diga algo, hágamelo saber.

– Sí, gracias. Lo que podría necesitar es un trabajo.

– Bueno, pues ya lo tiene.

Renner caminó desde el escritorio y se sentó en una silla. Tenía el rostro desencajado por el dolor. Pierce lamentó no poder hacer nada.

– Oiga, deje de moverse, deje de hablar y espere a la ambulancia.

Pero Renner no le hizo caso.

– ¿Sabe eso de lo que estaba hablando Zeller, de cuando era un chico y encontró a su hermana pero no se lo dijo a nadie?

Pierce asintió.

– No se fustigue más con eso. La gente toma sus propias decisiones. Decide qué camino seguir. ¿Entiende?

Pierce asintió otra vez.

– Vale.

La puerta de la trampa se abrió de nuevo de manera audible, haciendo saltar a Pierce, pero no a Renner. Gonsalves entró en el laboratorio.

– Están en camino. Todos. La ambulancia llegará en cinco minutos.

Renner asintió y miró a Pierce.

– Aguantaré.

– Me alegro.

Pierce volvió a mirar a Gonsalves.

– ¿Ha llamado a Vernon?

– Está en camino.

– Muy bien. Espérelos a todos arriba y hágalos bajar.

Después de que el vigilante se hubo marchado, Pierce pensó en cómo iba a reaccionar Clyde Vernon por lo que había ocurrido en el laboratorio de cuya protección era responsable. Sabía que el ex agente del FBI iba a subirse por las paredes. Tendría que aguantarse. Los dos tendrían que hacerlo.

Pierce se acercó al escritorio donde estaba extendido el cuerpo de Cody Zeller. Miró al hombre que había sido su amigo durante tantos años y al que sin embargo no había conocido en absoluto. Le invadió un sentimiento de profunda pena. Se preguntó cuándo se había desviado del camino. ¿Había sido en Palo Alto, cuando ambos tomaron decisiones respecto a su futuro? ¿O más recientemente? Había dicho que el motivo era el dinero, pero Pierce no estaba seguro de que la razón fuera tan completa y definible. Sabía que había algo sobre lo que tendría que pensar, algo que debería considerar durante largo tiempo.

Se volvió y miró a Renner, quien daba la impresión de que se estaba debilitando. Estaba inclinado hacia adelante, encorvado sobre sí mismo. Tenía la cara muy pálida.

– ¿Está bien? Quizá debería tumbarse en el suelo.

El detective no hizo caso de la pregunta ni de la sugerencia. Su cabeza seguía trabajando en el caso.

– Supongo que la lástima es que todos están muertos -dijo-. Ahora puede que nunca encontremos a Lilly Quinlan. Su cadáver, me refiero.

Pierce se le acercó y se apoyó en su escritorio.

– Bueno, hay varias cosas que no le he contado antes.

Renner le sostuvo la mirada un momento.

– Lo suponía. Suéltelo.

– Sé dónde está el cadáver.

Renner lo miró unos segundos antes de asentir.

– Tendría que haberlo imaginado. ¿Desde cuándo?

– No hace mucho. Desde hoy. No podía decírselo hasta que estuviera seguro de que iba a ayudarme.

Renner sacudió la cabeza, enfadado.

– Será mejor que valga la pena. Empiece hablar.

40

Pierce estaba sentado en su despacho de la tercera planta, esperando para enfrentarse otra vez con los detectives. Eran las seis y media de la mañana del viernes. Los investigadores de la oficina del forense seguían en el laboratorio. Los detectives estaban esperando la señal para bajar y aprovechaban el tiempo interrogándole sobre los detalles segundo a segundo de lo que había ocurrido en el sótano del edificio.