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– Eh, disculpe -dijo la mujer desde detrás de él-. No puede entrar ahí.

Los rótulos colgados del techo con finas cadenas enfrente de las puertas las identificaban como Estudio A, Estudio B y Estudio C.

Pierce retrocedió y cerró la puerta. Volvió al mostrador. Se fijó en que la mujer llevaba un alfiler con su nombre.

– Pensaba que eran los lavabos. ¿Qué hay allí atrás?

– Son los estudios de fotografía. No tenemos lavabos públicos aquí. Están en el vestíbulo del edificio.

– Puedo esperar.

– ¿En qué puedo ayudarle?

Pierce apoyó los codos en el mostrador.

– Tengo un problema, Wendy. Una de las anunciantes de una página Web de L. A. Darlings tiene mi número de teléfono. Las llamadas que debería recibir ella las recibo yo. Y supongo que si me presentara en la puerta de la habitación de un hotel alguien se llevaría una decepción.

Sonrió, pero ella no dio muestras de apreciar su broma.

– ¿Una errata? -dijo-. Puedo arreglarlo.

– No es exactamente una errata.

Le explicó que había obtenido un número de teléfono nuevo y que se había dado cuenta de que era la misma línea que la que figuraba en una página Web con el nombre de Lilly.

La mujer estaba sentada detrás del mostrador. Levantó la cabeza con ojos de sospecha.

– Si acaban de darle el número, ¿por qué no pide que se lo cambien?

– Porque no me había dado cuenta de que tenía este problema y ya he encargado tarjetas de visita nuevas con el número impreso y las he enviado por correo. Sería muy caro y costoso volver a hacer lo mismo con un número nuevo. Estoy seguro de que si me dice cómo contactar con esta mujer, ella estará de acuerdo en modificar su página. Vamos, ella no está haciendo ningún negocio si todas sus llamadas me llegan a mí, ¿no?

Wendy negó con la cabeza como si la explicación y el razonamiento de Pierce la superaran.

– Muy bien, déjeme ver algo.

La mujer se volvió hacia el ordenador y fue a la lista de chicas de compañía morenas del sitio L. A. Darlings. Hizo clic en la foto de Lilly y descendió hasta el número de teléfono.

– Dice usted que éste es su número y no el de ella, pero antes sí era el de ella.

– Exactamente.

– Entonces, si la chica cambió el número, ¿por qué no lo cambió también con nosotros?

– No lo sé, por eso estoy aquí. ¿Tiene alguna otra forma de contactar con ella?

– Ninguna que pueda darle. Nuestra información de clientes es confidencial.

Pierce asintió. No esperaba otra cosa.

– Muy bien. Pero ¿puede ver si hay otro número de contacto para llamarla y hablarle de este problema?

– ¿Ha probado en el móvil?

– He probado y sale el buzón de voz. Le he dejado tres mensajes explicándole todo este asunto, pero no me ha llamado. No creo que haya recibido los mensajes.

Wendy pulsó en la barra de desplazamiento vertical y miró la foto de Lilly.

– Es sexy -dijo-. Apuesto a que está recibiendo un montón de llamadas.

– Sólo hace un día que tengo el teléfono y me está sacando de quicio.

Wendy empujó la silla hacia atrás y se levantó.

– Voy a comprobar algo. Vuelvo enseguida.

Pasó por detrás de la partición que había tras el mostrador y desapareció en el pasillo de atrás, dejando por estela el chancleteo de las sandalias. Pierce esperó un momento y se inclinó sobre el mostrador para inspeccionar todas las superficies. Suponía que Wendy no era la única que trabajaba allí. Probablemente era un trabajo que compartían dos o tres empleados con sueldos mínimos, empleados que podrían precisar ayuda para acordarse de las contraseñas del sistema.

Buscó algún Post-it en el ordenador y en la parte posterior del mostrador, pero no vio nada. Se agachó y levantó el cartapacio, pero tampoco había nada debajo, salvo un billete de un dólar. Metió el dedo en un plato de clips, pero no encontró nada. Se inclinó un poco más por encima del mostrador para ver si había un cajón para lápices, pero no lo había.

Justo cuando se le ocurrió algo oyó el ruido de las sandalias. Wendy estaba volviendo. Pierce hurgó en el bolsillo, sacó un dólar y volvió a inclinarse sobre el mostrador. Levantó el cartapacio, dejó el billete y cogió el que estaba allí. Se lo guardó en el bolsillo sin mirarlo. Todavía tenía la mano en el bolsillo, cuando la mujer regresó con una carpeta fina en la mano y se sentó.

– Bueno, he averiguado parte del problema -dijo.

– ¿Cuál era?

– Esta chica dejó de pagar su cuota.

– ¿Cuándo fue eso?

– En junio pagó hasta agosto. Después no pagó septiembre.

– Entonces, ¿por qué sigue colgada la página?

– Porque a veces se tarda un poco en limpiar a las gorronas. Sobre todo cuando tienen un aspecto como el de esta tía.

Wendy señaló la pantalla del ordenador con la carpeta y dejó ésta en el mostrador.

– No me sorprendería que el señor Wentz quisiera mantenerla aunque no pague. Los tíos ven chicas así y vuelven.

Pierce asintió.

– Y el número de visitas es lo que determina las tarifas, ¿no?

– Eso es.

Pierce miró la pantalla. En cierto modo, Lilly seguía trabajando. Si no para ella, sí para Entrepeneurial Concepts Unlimited. Volvió a mirar a Wendy.

– ¿Está el señor Wentz? Me gustaría hablar con él.

– No, hoy es sábado. Tendrá suerte si lo encuentra entre semana, pero yo nunca lo he visto un sábado.

– ¿Y qué podemos hacer? Mi teléfono no para de sonar.

– Bueno, puedo tomar nota y tal vez el lunes alguien podría…

– Mire, Wendy, no quiero esperar hasta el lunes. Tengo un problema ahora. Si el señor Wentz no está aquí, vaya a ver al chico que se ocupa de los servidores. Tiene que haber alguien que pueda acceder al servidor y bajar su página. Es un proceso simple.

– Hay un chico allí dentro, pero no creo que esté autorizado a hacer nada. Además, cuando he entrado estaba medio dormido.

Pierce se inclinó sobre el mostrador y adoptó un tono contundente.

– Lilly…, digo Wendy, escúcheme. Insisto en que vaya allí atrás y lo despierte y lo haga salir. Tiene que entender una cosa. Está en una situación legal precaria. Les he comunicado que su sitio Web tiene mi teléfono en la Red. A causa de este error estoy recibiendo repetidamente llamadas que considero de naturaleza ofensiva y embarazosa. Tanto es así que esta mañana me he presentado en esta oficina antes de que abriera. Quiero que se solucione esto. Si lo demora hasta el lunes, voy a demandarla a usted, a esta empresa, al señor Wentz y a todo aquel que esté relacionado con este negocio. ¿Lo ha entendido?

– A mí no puede demandarme. Yo sólo trabajo aquí.

– Wendy, uno puede demandar a quien quiera en este país.

La mujer se levantó, con cara de enfado, y rodeó la partición sin decir ni una palabra. A Pierce no le importó su enfado. Lo que le importaba era que había dejado la carpeta sobre el mostrador. En cuanto el sonido de las sandalias se alejó, se inclinó y abrió la carpeta. Había una copia de la foto de Lilly, junto con el texto impreso del anuncio y un formulario de información sobre el anunciante. Eso era lo que Pierce quería. Sintió una sensación de absoluta taquicardia al leer la hoja y trató de recordarlo todo.

El nombre de la chica era Lilly Quinlan. Su número de contacto era el mismo teléfono móvil que había puesto en su página Web. En la casilla del domicilio, la joven había escrito una dirección de Santa Monica. Pierce la leyó rápidamente en silencio tres veces y luego volvió a dejar todo en la carpeta justo cuando oyó las sandalias y otro par de zapatos aproximándose desde el otro lado de la partición.

7

Lo primero que hizo Pierce cuando volvió al coche fue coger un bolígrafo del cenicero y escribir la dirección de Lilly Quinlan en el resguardo de un tiquet de aparcamiento viejo. Después sacó del bolsillo el billete de un dólar que había estado debajo del cartapacio. Lo examinó y encontró las palabras «Arbadac Arba» escritas en la frente de George Washington, en la parte anterior del billete.