Cuando llegó a las primeras construcciones de la población playera y las casas que se agolpaban al borde de la costa le robaban la visión del océano, redujo la marcha y buscó la vivienda de Zeller. No tenía la dirección a mano, de manera que tendría que reconocer la casa, en la que no había estado desde hacía más de un año. Las residencias de esa zona estaban adosadas y todas parecían iguales. Sin césped, construidas hasta el límite de la calle, planas como cajas de zapatos.
Le salvó ver el Jaguar XKR negro de Zeller que estaba estacionado enfrente del garaje cerrado de su casa. Ya hacía tiempo que Zeller había convertido su garaje en sala de trabajo y tenía que alquilar el garaje a un vecino para proteger su coche de noventa mil dólares. Que el coche estuviera fuera indicaba que o bien Zeller acababa de llegar a casa o estaba a punto de salir. Pierce llegaba justo a tiempo. Dio un giro de ciento ochenta grados y aparcó detrás del Jaguar, con cuidado de no abollar el automóvil que Zeller trataba como a una hermanita pequeña.
La puerta delantera de la casa se abrió antes de que Pierce llegara; o Zeller lo había visto a través de una de las cámaras montadas bajo el tejado o Pierce había activado un sensor de movimiento. Zeller era la única persona a la que conocía cuya paranoia rivalizaba con la suya. Probablemente era eso lo que los había unido en Stanford. Recordó que cuando cursaban el primer año de carrera Zeller tenía la teoría, a menudo citada, de que el presidente Reagan había caído en coma tras el intento de asesinato en el primer año de su presidencia y que había sido sustituido por un doble que era una marioneta de la extrema derecha. La teoría daba para unas risas, pero Zeller creía seriamente en ella.
– Doctor Strangelove, supongo -dijo Zeller.
– Mein Führer, ¡puedo andar! -replicó Pierce.
Había sido su saludo habitual desde Stanford, cuando vieron juntos ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú en una retrospectiva de Kubrick en San Francisco.
Ambos intercambiaron el saludo que habían inventado en el relajado grupo de amigos al que pertenecían en la facultad. Se llamaban a sí mismos los Maléficos por la novela de Ross MacDonald. El saludo consistía en entrelazar los dedos como vagones de tren y luego darse tres rápidos apretones como cuando uno agarra una pelota de goma en un banco de sangre: los Maléficos habían vendido plasma de manera regular en la facultad para comprar cerveza, marihuana y software informático.
Pierce llevaba varios meses sin ver a Zeller y éste no se había cortado el pelo desde entonces. Lo llevaba mal atado en la nuca, desarreglado y decolorado por el sol. Iba vestido con una camiseta Zuma Jay, pantalones holgados y sandalias de cuero. Tenía la piel del color cobrizo de las puestas de sol en días de niebla. Él siempre había tenido el aspecto al que aspiraban el resto de los Maléficos. Cumplidos los treinta y cinco, estaba empezando a parecer un surfista entrado en años incapaz de dejarlo, lo cual lo hacía más entrañable para Pierce. En muchos aspectos Pierce sentía que había capitulado y admiraba a Zeller por el camino que se había abierto en la vida.
– Vaya, vaya, el doctor Strangelove en persona. Tío, no llevas el bañador puesto y no veo tu tabla, así que ¿a qué debo este placer inesperado?
Hizo una seña a Pierce para que pasara y entraron en un espacioso loft que estaba partido en dos mitades: la mitad derecha servía de vivienda y la mitad izquierda estaba destinada al trabajo. Más allá de estas dos zonas había un ventanal de suelo a techo que se abría a la terraza y, justo detrás, al océano. El rítmico batir de las olas era el latido de la casa. Zeller le había contado a Pierce en una ocasión que era imposible dormir sin tapones para los oídos y una almohada encima de la cabeza.
– He pensado en dar una vuelta y ver cómo estaba esto -contestó Pierce.
Caminaron por el suelo de madera de haya hacia la panorámica. En una casa como aquélla era un acto reflejo. Uno gravitaba hacia la vista, hacia el agua azul oscuro del Pacífico. Pierce vio una luz que se perdía en la niebla en el horizonte, pero ni un solo barco. Cuando se acercaron más al cristal miró al rompiente desde la barandilla de la terraza. Un reducido grupo de surfistas con bañadores multicolores estaban sentados en sus tablas, aguardando al momento adecuado. Pierce sintió que algo tiraba de él. Hacía mucho tiempo que no estaba allí. Siempre había sentido que la camaradería del grupo mientras se esperaba la cresta era una sensación más grata que el propio hecho de cabalgar la ola.
– Esos de ahí son mis chicos -dijo Zeller.
– Parecen adolescentes de instituto.
– Lo son. Y yo también.
Pierce asintió. Siéntete joven, permanece joven era una filosofía de vida habitual en Malibú.
– Siempre me olvido de lo bien que vives aquí, Code.
– Para no haber terminado la facultad, no puedo quejarme. Es mejor que vender la pureza esencial por veinticinco pavos la bolsa.
Zeller se estaba refiriendo al plasma. Pierce dio la espalda a la panorámica del Pacífico. En la zona de vivienda había sofás grises a juego y una mesita de café enfrente de una chimenea no empotrada con un acabado industrial, de hormigón. Detrás de la chimenea se hallaba la cocina y a la izquierda el dormitorio.
– ¿Cerveza, colega? Tengo Pacífico y Saint Mike.
– Sí, claro. Cualquiera.
Mientras Pierce iba a la cocina, Pierce se acercó a la zona de trabajo. Una enorme estantería de suelo a techo llena de material electrónico bloqueaba la luz del exterior y servía de partición. Había dos escritorios y otro conjunto de estantes con libros de código y manuales de software y sistemas. Pierce pasó a través de la cortina de plástico que había sido la puerta al garaje. Bajó un escalón y se encontró en una sala de ordenadores climatizada. Había dos puestos de ordenador completos, ambos equipados con múltiples pantallas. Los dos sistemas parecían en funcionamiento. Las columnas de datos se movían por las pantallas como gusanos que reptaban por el proyecto en el que Zeller estaba trabajando. Las paredes de la sala estaban cubiertas con espuma negra para ahogar el ruido exterior. La sala se hallaba tenuemente iluminada con puntos de luz. En un equipo de música que no estaba a la vista sonaba un viejo disco de los Guns N'Roses que Pierce no había oído desde hacía mas de diez años.
Una procesión de pegatinas de logos de compañías y marcas registradas cubría la pared acolchada del fondo. La mayoría eran nombres de empresas omnipresentes en la vida cotidiana. Había muchas más pegatinas en la pared que en la última visita de Pierce. Este sabía que Zeller enganchaba un logo cada vez que conseguía introducirse con éxito en los servidores de la empresa en cuestión. Eran las muescas de su cinturón.
Zeller ganaba quinientos dólares la hora como hacker de guante blanco. Era el mejor. Trabajaba de forma independiente, normalmente vendiendo sus servicios a una de las seis grandes compañías auditoras para llevar a cabo pruebas de penetración en sus clientes. En cierto modo era un fraude. Raro era el sistema que Zeller no podía derrotar. Y después de cada penetración con éxito su empleador normalmente conseguía un jugoso contrato de seguridad digital, con una buena prima para Zeller. Éste le había dicho en una ocasión a Pierce que la seguridad digital era el sector de crecimiento más rápido en la industria de las empresas auditoras. Constantemente le llovían ofertas suculentas para trabajar a tiempo completo en una u otra de las grandes firmas, pero siempre ponía reparos, argumentando que le gustaba trabajar por su cuenta.
Zeller entró en la sala acondicionada con dos botellas marrones de San Miguel. Entrechocaron las botellas antes de beber. Otra tradición. A Pierce le gustó. Suave y fría. Botella en mano, señaló un cuadrado rojo y blanco pegado a la pared. Era el símbolo empresarial más conocido del mundo.