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– Oye, vale, lo único que le conté era que te habían dado el antiguo número de esa prostituta y estabas recibiendo todo tipo de llamadas. Tuve que decirle algo porque cuando llamó no le reconocí la voz y él no reconoció la mía y dijo «¿Quién es?», y yo casi le muerdo porque pensaba que, bueno, que estaba llamando a Lilly.

– Aja.

– Y no se me ocurrió ninguna mentira en el momento. No soy tan buena como otros en mentir, o en esa ingeniería social o como sea que lo llaméis. Así que le dije la verdad.

Pierce casi mencionó que ella también acababa de mentir bastante bien al decir que no se lo había contado a Charlie, pero decidió no soliviantar los ánimos.

– ¿Y eso es todo lo que le dijiste, que me habían dado el número de esa mujer? ¿Nada más? ¿No le contaste cómo conseguiste la dirección para mí y que yo fui a su casa?

– No, no lo hice. De todos modos, ¿qué problema hay? Sois socios, ¿o no? -Se levantó-. ¿Puedo irme, por favor?

– Mónica, quédate sentada un momento más. -Señaló la silla y ella volvió a sentarse de mala gana-. El problema es que por la boca muere el pez, ¿lo entiendes?

Mónica se encogió de hombros y bajó la mirada a la pila de revistas que tenía en su regazo. En la cubierta de una de ellas había una foto de Clint Eastwood.

– Mis acciones repercuten en la compañía -dijo Pierce-. Sobre todo en este momento. Incluso lo que hago en privado. Si lo que hago se interpreta mal o se exagera, podría dañar gravemente a la empresa. Ahora mismo nuestra empresa no produce dinero, y dependemos de que los inversores apoyen la investigación para pagar el alquiler, los salarios, todo. Si los inversores nos ven poco firmes, tendremos un problema gordo. Si información sobre mí (verdadera o falsa) llega a según qué gente, podríamos tener problemas.

– No sabía que Charlie fuera según qué gente -dijo ella con voz enfurruñada.

– No lo es, por eso no me preocupa lo que le has dicho a él, lo que me preocuparía es que le contaras a alguna otra persona lo que estoy haciendo y lo que me está pasando. A nadie, Mónica. Ni de dentro ni de fuera de la empresa.

Pierce confiaba en que ella hubiera entendido que se refería a Nicole y a cualquier otra persona que tratara en su vida cotidiana.

– No lo haré. No se lo diré a nadie. Y por favor no vuelvas a pedirme que me implique en tu vida privada. No quiero esperar entregas ni hacer nada fuera de la empresa.

– De acuerdo. No te lo pediré. Ha sido error mío porque no pensaba que fuera a suponer un problema y tú me dijiste que te vendría bien el dinero extra.

– El dinero extra me viene bien, pero no me gustan todas estas complicaciones.

Pierce aguardó un momento, sin dejar de observarla.

– Mónica, ¿sabes lo que hacemos en Amedeo? Me refiero a si sabes de qué trata el proyecto.

Ella se encogió de hombros.

– Más o menos. Sé que es acerca de informática molecular. He leído algunos de los artículos de la pared de la fama. Pero son muy… científicos y todo es tan secreto que nunca he querido preguntar. Me limito a hacer mi trabajo.

– El proyecto no es secreto. Los procesos que inventamos sí lo son. No es lo mismo.

Pierce se inclinó hacia ella y trató de pensar en la mejor manera de explicárselo sin que resultara confuso y sin pisar terreno confidencial. Decidió servirse de una táctica que Charlie Condon utilizaba con frecuencia con potenciales inversores que se sentían confundidos por la ciencia. Era una explicación que se le había ocurrido a Charlie después de hablar del proyecto en general con Cody Zeller. A Cody le encantaba el cine. Y a Pierce también, aunque rara vez tenían tiempo para ir juntos a ver una película.

– ¿Has visto Pulp Fiction?

Mónica entrecerró los ojos y asintió con suspicacia.

– Sí, pero qué tiene que ver con…

– Recuerdas que es una peli de gángsteres. Las historias se entrecruzan y disparan a gente y se meten drogas, pero en el núcleo de todo está ese maletín. Y aunque nunca enseñan lo que hay en el maletín, todos lo quieren. Y cuando alguien lo abre no ves lo que hay dentro, pero sea lo que sea brilla como el oro. Ves ese brillo. Y todo aquel que mira en el maletín queda fascinado.

– Lo recuerdo.

– Bueno, eso es lo que buscamos en Amedeo. Buscamos eso que brilla como el oro, pero que nadie puede ver. Vamos tras ello (y un montón de otra gente también) porque todos creemos que cambiará el mundo.

Pierce se detuvo un momento y ella se limitó a mirarlo, atónita.

– Ahora mismo, en todo el mundo, los chips de los procesadores están hechos de silicio, es el estándar, ¿sí?

Ella volvió a encogerse de hombros.

– Vale.

– Lo que intentamos hacer en Amedeo, y lo que trata de hacer Bronson Tech y Midas Molecular y las decenas de compañías y universidades y gobiernos de todo el mundo con los que estamos compitiendo, es crear una nueva generación de chips hechos de moléculas. Construir un sistema informático completo sólo con moléculas orgánicas. Un ordenador que algún día surgirá de una cuba de productos químicos, que se montará a sí mismo a partir de la fórmula adecuada que se ponga en el tanque. Estamos hablando de un ordenador sin silicio ni partículas magnéticas. Es infinitamente más barato de construir y astronómicamente más potente; sólo una cucharadita de café de moléculas podría contener más memoria que el mayor ordenador que funciona hoy.

Ella esperó hasta estar segura de que Pierce había terminado.

– Guau -dijo de manera poco convincente.

Pierce sonrió ante la terquedad de Mónica. Sabía que probablemente había sonado de manera muy parecida a un vendedor. Como Charlie Condon, para ser precisos. Decidió intentarlo de nuevo.

– ¿Sabes qué es la memoria de un ordenador, Mónica?

– Sí, bueno, supongo.

Pierce sabía por la cara que puso ella que estaba disimulando. Para la mayoría de la gente de la edad de su secretaria los ordenadores eran algo aceptado sin necesidad de explicación.

– Me refiero a si sabes cómo funciona -dijo Pierce-. Sólo es una secuencia de unos y ceros. Cada dato, cada número, cada letra tiene una secuencia específica de unos y ceros. Unes las secuencias y obtienes una palabra o un número. Hace cuarenta o cincuenta años hacía falta una computadora del tamaño de esta habitación para almacenar aritmética básica. Y ahora nos hemos reducido a un chip de silicio.

Levantó el pulgar y el índice separados por sólo un centímetro y luego los acercó hasta casi juntarlos.

– Pero podemos hacerlos más pequeños -dijo-. Mucho más pequeños.

La joven asintió, pero Pierce no sabía si había visto la luz o simplemente estaba asintiendo sin más.

– Moléculas -dijo ella.

– Eso es, Mónica. Y créeme, quien lo consiga antes va a cambiar este mundo. Es concebible que podamos construir todo un ordenador que sea más pequeño que un chip. Nuestro objetivo es coger un ordenador que ahora llena una habitación y hacerlo del tamaño de una moneda de diez centavos. Por eso en el laboratorio hablamos de «conseguir la moneda». Estoy seguro de que has oído el dicho en la oficina.

Ella negó con la cabeza.

– Pero para qué iba alguien a querer un ordenador del tamaño de una moneda. Ni siquiera se podría leer.

Pierce empezó a reír, pero se detuvo. Sabía que tenía que mantener a esa mujer callada y de su parte. No podía insultarla.

– Eso es sólo un ejemplo, una posibilidad. La cuestión es que la potencia de cálculo y memoria de este tipo de tecnología es ilimitada. Tienes razón, nadie quiere ni necesita un ordenador del tamaño de una moneda de diez centavos. Pero piensa en lo que este avance supondría para un PalmPilot o un portátil. ¿ Qué te parece no tener que cargar con nada de eso? ¿Y si el ordenador estuviera en el botón de tu camisa o en la montura de tus gafas? ¿Qué te parecería que en tu oficina tu ordenador no estuviera en el escritorio sino en la pintura de las paredes? ¿ Qué te parecería hablar a las paredes y que te respondieran?