Pierce contuvo su creciente rabia. No dijo nada. Renner consultó el formulario y habló sin levantar la mirada.
– Veamos, en la declaración que ha hecho antes, dice que ese teléfono nuevo de Ocean Way pertenecía antes a la mujer a cuyo apartamento ha ido esta tarde.
– Exactamente. Por eso estaba allí. Para averiguar qué le había sucedido.
– ¿Conoce a esta mujer, Lilly Quinlan?
– No, no la he visto nunca.
– ¿Nunca?
– En mi vida.
– Entonces ¿por qué hace esto? Ir a su apartamento, meterse en problemas. ¿Por qué no se limitó a cambiar el número? ¿Qué le importaba?
– Le diré que en las últimas dos horas me he estado haciendo la misma pregunta. Mire, uno trata de saber de alguien, de hacer algún bien y ¿qué consigue? Que la policía lo encierre dos horas en una sala.
Renner no dijo nada. Dejó que Pierce echara pestes.
– ¿Qué importa por qué me preocupé o si tenía o no un motivo para hacer lo que hice? ¿No debería ocuparse de lo que le sucedió a ella? ¿Por qué me está planteando las preguntas a mí? ¿Por qué no está sentado en esta sala Billy Wentz y no yo? Ya le he hablado de él.
– Hablaremos con Billy Wentz, señor Pierce. No se preocupe. Pero ahora mismo estoy hablando con usted.
Renner se quedó en silencio un momento mientras se rascaba la frente con dos dedos.
– Vuelva a explicarme cómo supo que existía este apartamento.
Las primeras declaraciones de Pierce habían estado repletas de ocultaciones de la verdad concebidas para esconder las ilegalidades que había cometido. Pero la historia que había contado acerca de cómo había encontrado el apartamento era una mentira completa pergeñada para mantener a Robin al margen de la investigación. Había cumplido su promesa de no descubrirla como una fuente de información. De todo lo que había dicho en las últimas cuatro horas, era la única cosa que le hacía sentirse bien.
– En cuanto conecté mi teléfono empecé a recibir llamadas de hombres que buscaban a Lilly. Algunos eran anteriores clientes y querían verla otra vez. Traté de conversar con ellos para ver si podía descubrir algo acerca de ella. Hoy un hombre me habló del apartamento y me dijo dónde estaba. Así que fui.
– Ya veo, y ¿cuál era el nombre de ese antiguo cliente?
– No lo sé, no me lo dijo.
– ¿Tiene identificador de llamadas en su teléfono nuevo?
– Sí, pero llamaba desde un hotel. Lo único que decía el identificador era que la llamada era del Ritz-Carlton.
Allí hay muchas habitaciones. Supongo que estaba en una de ellas.
Renner asintió.
– Y el señor Wainwright ha dicho que usted ya lo había llamado esta mañana para preguntarle acerca de la señorita Quinlan y otra propiedad que le alquilaba.
– Sí, una casa en Altair. Ella vivía allí y trabajaba en el apartamento de al lado de Speedway. Era en el apartamento donde se citaba con los clientes. Cuando le dije que había desaparecido él fue y vació la casa.
– ¿Había estado antes en el apartamento?
– No, nunca. Ya se lo he dicho.
– ¿Y en la casa de Altair? ¿Ha estado allí?
Pierce eligió sus palabras como si eligiera qué pasos dar por un campo minado.
– Fui allí y nadie contestó cuando golpeé la puerta. Por eso llamé a Wainwright.
Confiaba en que Renner no hubiera notado el cambio en su voz. El detective estaba formulando muchas más preguntas que durante la declaración inicial. Pierce sabía que estaba en terreno traicionero. Cuanto menos dijera más posibilidades tenía de salir indemne.
– Estoy tratando de establecer la secuencia de los hechos -dijo Renner-. Nos ha dicho que primero fue a ECU en Hollywood. Allí consiguió el nombre de Lilly Quinlan y la dirección de un apartado de correos en Santa Monica. Fue allí y utilizó eso que usted ha llamado ingenio social para…
– Ingeniería. Ingeniería social.
– Lo que sea. Usted le sonsacó la dirección de la casa al tipo del servicio postal, ¿verdad? Primero fue a la casa, después llamó a Wainwright y por último fue a verlo al apartamento. ¿Es correcto todo esto?
– Sí.
– Ahora bien, usted ha dicho en las dos declaraciones que ha hecho esta noche que llamó y no encontró a nadie en la casa, de modo que se fue. ¿Es eso cierto?
– Sí, es cierto.
– Entre el momento en que llamó y no encontró a nadie en casa y abandonó la propiedad, ¿entró en la casa de Altair, señor Pierce?
Allí estaba. La gran pregunta. Requería un sí o un no. Requería una respuesta verdadera o una mentira que podría descubrirse con facilidad. Tenía que dar por supuesto que había dejado huellas en la casa. Recordó concretamente los tiradores del escritorio de persiana. El correo que había revisado.
Les había dado la dirección de Altair hacía más de dos horas. Por lo que sabía, ya habían estado allí y ya tendrían sus huellas. La pregunta podía ser una trampa para atraparle.
– La puerta estaba abierta -dijo Pierce-. Entré para asegurarme de que ella no estaba allí. Por si necesitaba ayuda o algo.
Renner estaba ligeramente inclinado sobre la mesa. Sus ojos buscaron los de Pierce y establecieron contacto.
– ¿Estuvo dentro de esa casa?
– Sí.
– ¿Por qué no nos lo dijo antes?
– No lo sé. No creí que fuera necesario. Estaba tratando de ser breve. No quería quitarle tiempo a nadie, supongo.
– Bueno, gracias por pensar en nosotros. ¿Qué puerta estaba abierta?
Pierce vaciló un instante, pero sabía que debía responder.
– La de atrás.
Lo afirmó como un delincuente que se declara culpable. Tenía la cabeza baja, lo dijo en voz baja.
– ¿Disculpe?
– La puerta de atrás.
– ¿Tiene la costumbre de ir a la puerta de atrás de la casa de un perfecto desconocido?
– No, pero ésa era la puerta que no estaba cerrada con llave. La de delante sí lo estaba. Le he dicho que quería ver si había algún problema.
– Eso es. Quería ser un rescatador, un héroe.
– No eso, sólo quería…
– ¿Qué encontró en la casa?
– Poca cosa. Comida estropeada, una pila enorme de correo. Seguro que ella no había estado allí en mucho tiempo.
– ¿Se llevó algo?
– No.
Lo dijo sin dudar, sin pestañear.
– ¿Qué tocó?
Pierce se encogió de hombros.
– No lo sé. Algo del correo. Hay un escritorio. Abrí algunos cajones.
– ¿Esperaba encontrar a la señorita Quinlan en un cajón de escritorio?
– No, sólo…
No terminó. Se recordó a sí mismo que estaba caminando en una cornisa. Tenía que mantener la máxima concisión posible en las respuestas.
Renner cambió de postura, acomodándose en la silla, y también cambió la táctica de interrogatorio.
– Dígame una cosa. ¿ Cómo supo que tenía que llamar a Wainwright?
– Porque es el casero.
– Sí, pero ¿cómo lo sabía usted?
Pierce se quedó de piedra. Sabía que no podía dar una respuesta que se refiriera en modo alguno a la agenda de teléfonos o al correo que se había llevado de la casa. Pensó en la agenda escondida detrás de.pilas de papel en la sala de fotocopias de su oficina. Por primera vez sintió que se formaba un sudor frío en su cuero cabelludo.
– Eh, creo… no, sí, estaba escrito en algún lugar en el escritorio de su casa. Creo que era una nota.
– ¿Se refiere a una nota que estaba a la vista?
– Sí, eso creo. Yo…
De nuevo se detuvo antes de darle a Renner algo con lo que el detective pudiera golpearle. Pierce bajó la mirada. Estaban conduciéndolo a una trampa y tenía que pensar en una vía de escape. Lo de la nota había sido un error, pero ya no podía retroceder.
– Señor Pierce, acabo de llegar de esa casa en Altair y he mirado en ese escritorio. No he visto ninguna nota.
Pierce asintió como si estuvieran de acuerdo, a pesar de que había dicho lo contrario.