Justo cuando miró hacia allí, las luces de la noria se apagaron. Lo tomó como una señal y volvió a entrar en el apartamento. En el sofá cogió el teléfono y marcó el número de su buzón de voz. Escuchó una vez más el mensaje de Lucy y se fue a acostar. Todavía no tenía sábanas ni mantas ni almohadas. Colocó el saco de dormir sobre el colchón nuevo y se metió dentro. Entonces se dio cuenta de que no había comido nada en todo el día. No recordaba que le hubiera ocurrido nunca, salvo cuando se pasaba el día entero en el laboratorio. Se durmió mientras componía mentalmente una lista de tareas para cuando se levantara por la mañana.
Pronto estuvo soñando con un pasillo oscuro con puertas abiertas a ambos lados. Mientras avanzaba por el pasillo iba mirando desde el umbral de cada puerta. Cada habitación que miraba parecía una habitación de hotel con una cama, un escritorio y una tele. Y todas las habitaciones estaban ocupadas. En su mayoría por gente que no reconocía y que no se fijaba en que él estaba mirando. Había parejas que discutían, follaban y gritaban. A través de un umbral reconoció a sus padres. Su madre y su padre, no su padrastro, aunque tenían una edad en la que ya estaban divorciados. Se estaban vistiendo para salir a un cóctel.
Pierce continuó por el pasillo y en otra habitación vio al detective Renner. Estaba solo y paseaba a lo largo de la cama. Las sábanas y las mantas estaban retiradas y se veía una gran mancha de sangre en el colchón.
Pierce siguió avanzando y en otra habitación estaba Lilly Quinlan, tan quieta como un maniquí. La habitación estaba oscura. Ella estaba desnuda y tenía la mirada fija en la televisión. Aunque Pierce no veía la pantalla desde el ángulo en el que se encontraba, el brillo azul que proyectaba en el rostro de Lilly la hacía parecer muerta. Dio un paso hacia el interior de la habitación para ver cómo estaba y ella lo miró. Lilly sonrió y él sonrió y se volvió para cerrar la puerta, pero descubrió que no había puerta en la habitación. Cuando se volvió hacia ella en busca de una explicación, la cama estaba vacía y sólo la televisión permanecía encendida.
17
Exactamente a mediodía del domingo el sonido del teléfono despertó a Pierce. Un hombre dijo:
– ¿Es demasiado temprano para hablar con Lilly?
– No, en realidad es demasiado tarde -dijo Pierce.
Colgó y miró el reloj. Pensó en el sueño que había tenido y empezó a interpretarlo, pero de pronto dejó escapar un gemido cuando se entrometió en sus pensamientos el primer recuerdo del resto de la noche: la llamada a Nicole. Salió del saco de dormir y bajó de la cama para darse una larga ducha mientras pensaba en si debía volver a llamarla para disculparse. Pero ni siquiera el agua caliente podía borrar la vergüenza que sentía. Decidió que lo mejor sería no volver a llamarla ni tratar de explicarse. Intentaría olvidarse de lo que había hecho.
Para cuando terminó de vestirse, su estómago ya le exigía comida a gritos. El problema era que no había nada en la cocina, no tenía dinero y su tarjeta del cajero automático estaba agotada hasta el lunes. Sabía que podía ir a un restaurante o una tienda de comestibles y utilizar una tarjeta de crédito, pero eso le llevaría demasiado tiempo. Había salido de la vergüenza de la llamada a Nicole y el bautismo de la ducha con el deseo de dejar atrás el episodio de Lilly Quinlan y permitir que la policía se hiciera cargo del asunto. Tenía que volver al trabajo. Y sabía que cualquier retraso en llegar a Amedeo podía minar su resolución.
A la una en punto estaba entrando en las oficinas. Hizo una señal con la cabeza al vigilante de seguridad, pero no se dirigió a él por su nombre. Era uno de los nuevos contratados de Clyde Vernon y siempre había tratado con frialdad a Pierce, que esta vez se sintió satisfecho de devolverle el favor.
Pierce tenía una taza de café llena de cambio en el escritorio. Antes de ponerse a trabajar, dejó la mochila en el escritorio, cogió la taza y bajó por la escalera hasta la segunda planta, donde había máquinas de snacks y refrescos en el comedor. Casi vació la taza para comprarse dos coca colas, dos bolsas de patatas fritas y un paquete de Oreo. Luego miró en la nevera de la sala para ver si alguien se había dejado algo comestible, pero no había nada que robar. Por regla general los conserjes vaciaban la nevera todos los viernes por la noche.
Cuando llegó a la cocina ya había dado buena cuenta de una bolsa de patatas. Pierce abrió la otra y también una de las latas de coca cola antes de llegar al despacho. Sacó la nueva tanda de solicitudes de patentes de la caja fuerte de debajo de su escritorio. Jacob Kaz era un excelente abogado de patentes, pero siempre necesitaba que los científicos volvieran a leerse las presentaciones y los resúmenes de los formularios legales. Pierce siempre tenía que dar el visto bueno final a las patentes.
Hasta la fecha, las patentes que Pierce y Amedeo Technologies habían solicitado y obtenido durante los últimos seis años giraban en torno a proteger legalmente diseños de arquitectura de complejos biológicos. La clave para el futuro de la nanotecnología estaba en crear nanoestructuras capaces de contenerlos y transportarlos. Hacía mucho tiempo que Pierce había decidido cimentar en este sector su posición en el campo de la informática molecular.
En el laboratorio, Pierce y los otros miembros de su equipo diseñaban y construían una amplia variedad de interruptores que se enlazaban delicadamente en cadena para crear puertas lógicas, el umbral básico de la computación. La mayoría de las patentes de Pierce y Amedeo pertenecían a este ámbito o al área complementaria de la RAM molecular. Un número reducido de otras patentes se centraban en el desarrollo de puentes moleculares, el entramado de robustos tubos de carbono que algún día conectarían los cientos de miles de nanointerruptores que juntos formarían un ordenador tan pequeño como una moneda de diez centavos y tan poderosa como un camión Mack digital.
Antes de iniciar su revisión del nuevo conjunto de patentes, Pierce se reclinó en la silla y miró a la pared que tenía detrás del monitor, donde había una caricatura suya levantando un microscopio, con la cola de caballo levantada y los ojos tan abiertos como si acabara de hacer un descubrimiento fantástico. El pie decía: «¡Henry escucha a Quién!»
Se lo había regalado Nicole. Le había pedido a un caricaturista del muelle que lo dibujara después de que Pierce le contara la historia de su recuerdo infantil preferido: su padre leyendo y explicando cuentos a su hermana y a él. Antes de que sus padres se separaran. Antes de que su madre se trasladara a Portland y fundara una nueva familia. Antes de que las cosas empezaran a torcerse para Isabelle.
Su libro favorito de entonces era uno del doctor Seuss ¡Horton escucha a Quién! Era la historia de un elefante que descubre la existencia de todo un mundo en una mota de polvo. Un nanomundo mucho antes de que nadie pensara en los nanomundos. Pierce todavía se sabía de memoria muchas de las frases del libro. Y pensaba en ellas con frecuencia mientras trabajaba.
En el cuento, Horton es marginado por una sociedad selvática que no cree en su descubrimiento. Sobre todo lo persiguen los monos -conocidos como la banda de Wickersham-, pero en última instancia Horton salva de los monos el minúsculo mundo de la mota de polvo y demuestra su existencia al resto de la sociedad.
Pierce abrió las Oreo y se comió dos galletas enteras, con la esperanza de que la dosis de azúcar le ayudara a centrarse.
Empezó a revisar las solicitudes con nerviosismo y expectativa. Esa tanda de patentes pondría a Amedeo en una nueva situación y a la ciencia en un nivel superior. Pierce sabía que sacudiría el mundo de la nanotecnología. Y sonrió al pensar en la reacción que tendrían sus competidores cuando sus agentes de espionaje industrial les copiaran las páginas no propietarias de los formularios o cuando leyeran la fórmula de Proteus en las revistas científicas.