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– Oh, Dios mío -exclamó Bechy-. ¡Henry!

Goddard no dijo nada, se limitó a mirarlo con lo que a Pierce le pareció una mueca de desconcierto.

– Henry Pierce -dijo Condon-. Él sí que sabe hacer una buena entrada.

Pierce estrechó la mano de Bechy, Goddard y Kaz y apartó una silla de la ancha y pulida mesa, enfrente de donde se habían sentado los visitantes. Tocó a Charlie en el caramente vestido brazo y saludó a Vernon con la cabeza. Vernon le devolvió el saludo, pero dio la sensación de que le costaba hacerlo. Pierce simplemente no le caía bien.

– Muchas gracias por recibirnos hoy, Henry -dijo Bechy en un tono que sugería que él se había ofrecido voluntariamente a mantener la reunión según la agenda-. No teníamos idea de que tus heridas fueran tan graves.

– Bueno, no es problema. Y parecen peor de lo que son. Ayer ya volví al laboratorio y he estado trabajando. Aunque no sé muy bien si esta cara y el laboratorio combinan muy bien.

Nadie pareció captar su extraña referencia a Frankenstein. Otro puñetazo de Pierce que se perdía en el aire.

– Bien -dijo Bechy.

– Nos han explicado que fue un accidente de coche -dijo Goddard, en lo que fueron sus primeras palabras desde que había entrado Pierce.

Goddard tenía cincuenta y pocos, conservaba todo el pelo y poseía la mirada afilada de un pájaro que en su día había acaparado millones de gusanos. Llevaba un traje color crema, camisa blanca y corbata amarilla y Pierce vio que tenía a su lado un sombrero a juego. Tras la primera visita a Amedeo, se había comentado que Goddard había adoptado el aspecto del escritor Tom Wolfe. Sólo le faltaba el bastón.

– Sí -dijo Pierce-. Choqué con un muro.

– ¿Cuándo pasó? ¿Dónde?

– El domingo por la tarde, aquí en Santa Monica.

Pierce necesitaba cambiar de tema. Se sentía incómodo esquivando la verdad y sabía que el interrogatorio de Goddard no era intrascendente ni producto de una preocupación por su bienestar. El pájaro estaba pensando en aflojar 18 millones de gusanos. Sus preguntas eran parte del proceso de auditoria. Quería descubrir en qué se estaba metiendo.

– ¿Había bebido? -preguntó Goddard sin rodeos.

Pierce sonrió y negó con la cabeza.

– No, ni siquiera conducía. Pero de todos modos si bebo no conduzco, Maurice, si es eso lo que quiere saber.

– Bueno, me alegro de que esté bien. Si tiene ocasión, ¿puede hacerme llegar una copia del atestado del accidente? Para nuestros archivos, ¿comprende?

Se produjo un breve silencio.

– No estoy seguro de que lo haga. No tiene ninguna relación con Amedeo ni con lo que aquí hacemos.

– Eso lo entiendo. Pero seamos francos, Henry. Usted es Amedeo Technologies. Es su genio creativo el que conduce la empresa. He conocido a muchos genios creativos. En algunos pondría hasta el último dólar, en otros no pondría ni un pavo aunque tuviera cien.

Hizo una pausa y Bechy tomó el relevo. La mujer era veinte años más joven que Goddard, tenía el pelo oscuro y corto, buen cutis y un porte que exudaba confianza y superioridad. De todos modos, Pierce y Condon habían coincidido previamente en sospechar que la posición de Bechy se cimentaba en que mantenía una relación con el casado Goddard que iba más allá del ámbito laboral.

– Lo que Maurice está diciendo es que está pensando en hacer una inversión considerable en Amedeo Technologies -dijo ella-. Y para sentirse a gusto haciéndolo tiene que sentirse a gusto con usted. No quiere invertir en alguien que probablemente asume muchos riesgos, que podría ser imprudente con su inversión.

– Pensaba que se trataba de ciencia, del proyecto.

– De eso se trata, Henry -dijo Bechy-, pero las dos cosas van de la mano. La ciencia no funciona sin el científico. Queremos que esté dedicado y obsesionado con la ciencia y con sus proyectos, pero no que sea temerario fuera del laboratorio.

Pierce sostuvo la mirada de la mujer durante unos segundos. De repente se preguntó si ella conocía la verdad de lo sucedido y si tenía noticia de su obsesiva investigación de la desaparición de Lilly Quinlan.

Condon se aclaró la garganta e intervino para tratar de proseguir con la reunión.

– Justine, Maurice, estoy convencido de que Henry no tendrá inconveniente en cooperar con cualquier tipo de investigación personal que quieran conducir. Lo conozco desde hace mucho tiempo y trabajo en el campo de las tecnologías emergentes desde hace más tiempo aún. Él es uno de los investigadores más sensatos y centrados que he conocido. Por eso estoy aquí. Me gusta la ciencia, me gusta el proyecto y me siento cómodo con el científico.

Bechy desvió la mirada de Pierce para fijarla en Condon y asintió con la cabeza.

– Puede que aceptemos esa oferta -dijo a través de una tensa sonrisa.

La conversación hizo poco para eliminar la tensión que había envuelto rápidamente la sala. Pierce aguardó a que alguien dijera algo, pero sólo hubo silencio.

– Um, entonces probablemente deba decirles algo -dijo al fin-, porque lo descubrirán de todos modos.

– Cuéntenoslo -dijo Bechy-, y ahórrenos tiempo.

Pierce casi sintió que los músculos de Charlie Condon se tensaban bajo el traje de mil dólares mientras esperaba la revelación de la cual él no sabía nada.

– Bueno, el caso es que… antes llevaba coleta. ¿Va a suponer un problema?

Al principio el silencio imperó de nuevo, pero luego el rostro de Goddard se quebró en una sonrisa y enseguida la risa brotó de su boca. A continuación Bechy sonrió y pronto todos se echaron a reír, incluido Pierce, a pesar del dolor que le producía. La tensión se había roto. Charlie cerró la mano y descargó un puñetazo en la mesa en un intento de incrementar el alborozo. La respuesta sin duda era desmedida para la nota de humor del comentario.

– Muy bien -dijo Condon-. Han venido a ver un show. ¿Qué les parece si bajamos al laboratorio y vemos el proyecto que va a valerle a este comediante un premio Nóbel?

Colocó las manos en el cuello de Pierce y simuló que iba a estrangularlo. Pierce perdió la sonrisa y sintió que se ponía colorado. No por la falsa estrangulación de Condon, sino por la ocurrencia del Nóbel. A Pierce no le gustaba trivializar sobre un honor tan importante. Además, sabía que eso nunca sucedería, que nunca concederían el premio al director de un laboratorio privado. Iba contra la política.

– Una cosa antes de que bajemos -dijo Pierce-. Jacob, ¿has traído los contratos de confidencialidad?

– Sí, aquí los tengo -respondió el abogado-. Casi lo olvido.

Levantó el maletín del suelo y lo abrió sobre la mesa.

– ¿Es realmente necesario? -preguntó Condon.

Todo formaba parte del guión. Pierce había insistido en que Goddard y Bechy firmaran contratos de confidencialidad antes de entrar en el laboratorio y asistir a la presentación. Condon se había mostrado en desacuerdo, preocupado por la posibilidad de que un inversor del calibre de Goddard pudiera considerarlo insultante. Pero a Pierce no le importaba y no dio el brazo a torcer. Era su laboratorio e imponía sus reglas. De manera que habían acordado un plan para que el hecho pasara como una molesta rutina.

– Es la política del laboratorio -dijo Pierce-. No creo que debamos desviarnos de ella. Justine acaba de mencionar la importancia de evitar riesgos. Si no…

– Creo que es una muy buena idea -interrumpió Goddard-. De hecho, me habría preocupado si no hubieran tomado esta medida.

Kaz colocó sobre la mesa dos copias del documento para Goddard y Bechy. Sacó un bolígrafo del bolsillo interior, lo giró para sacar la punta y lo dejó en la mesa, frente a ellos.

– Es un contrato bastante estándar-dijo-. Básicamente, todos y cada uno de los procesos, procedimientos y fórmulas del laboratorio están protegidos. Todo lo que vean y oigan durante su visita debe ser mantenido en la más estricta confidencialidad.

Goddard no se molestó en leer el documento, dejó ese trabajo a Bechy, quien se tomó cinco minutos para leerlo dos veces. Los demás observaron en silencio y al final de su revisión ella cogió el bolígrafo sin decir palabra y firmó. A continuación le pasó el bolígrafo a Goddard, quien a su vez firmó el documento que tenía delante.