Pierce no podía calibrarlo. ¿Por qué? ¿Qué estaba sucediendo? Aunque carecía de respuestas, sabía dónde las encontraría, o dónde empezaría a encontrarlas. Se volvió y se dirigió al ascensor.
Tres minutos más tarde, Pierce colocó la mayor de las dos llaves extrañas en el candado de la parte inferior de la puerta de la unidad de almacenaje 331. La giró y el candado se abrió con mecánica precisión. Lo sacó de la anilla y lo dejó en el suelo. Acto seguido agarró el tirador de la persiana y empezó a levantarla.
Al subir, la persiana emitió un desagradable chirrido metálico que reverberó en el largo pasillo. La puerta golpeó con fuerza al llegar a lo alto. Pierce se quedó de pie, con el brazo levantado y la mano todavía sujetando el asidero.
El espacio era de cuatro por tres y oscuro. No obstante, la luz del pasillo que se filtraba por encima de su hombro le permitió vislumbrar una gran caja blanca en medio de la sala. Se percibía un zumbido grave. Pierce se acercó y sus ojos se fijaron en un cordel blanco que encendía la luz del techo. Tiró de él y el cuarto se iluminó.
La caja blanca era un congelador. Un armario congelador cuya puerta superior estaba cerrada mediante un cerrojo más pequeño, un cerrojo que sin duda podría abrir con la segunda llave extraña.
No tenía que abrir el congelador para saber lo que había dentro, pero lo hizo de todos modos. Se sintió obligado, posiblemente por la ilusión de que estuviera vacío y de que todo formase parte de una elaborada broma. O tal vez simplemente porque sabía que tenía que verlo con sus propios ojos, para que no hubiera dudas ni vuelta atrás posible.
Levantó la segunda llave extraña, la más pequeña. Abrió el candado y a continuación la tapa del congelador.
El cierre neumático se liberó y la goma hizo un sonido característico cuando la levantó. Una vaharada de aire frío salió del congelador y un olor húmedo y fétido invadió sus fosas nasales.
Con una mano sostuvo la puerta abierta y miró hacia abajo a través del vaho que se elevaba como un fantasma. Vio la forma de un cuerpo en el fondo del congelador. Una mujer desnuda y en posición fetal, con el cuello destrozado y hecho un amasijo de sangre. Estaba tumbada sobre el costado derecho. En el fondo se había acumulado sangre ennegrecida. Se había formado escarcha en el pelo oscuro y en la cadera vuelta hacia arriba. El pelo caía sobre la cara de la joven, pero sin oscurecerla del todo. Reconoció el rostro al instante. Sólo lo había visto en fotos, pero lo reconoció sin lugar a dudas.
Era Lilly Quinlan.
– Oh, Dios…
Lo dijo en voz baja. No era una sorpresa, sino una horrible confirmación. Soltó la tapa y cerró de golpe con un pesado zamp más fuerte que lo esperado. Le asustó, pero no lo suficiente para nublar la sensación de terror absoluto que lo envolvía. Se volvió y se dejó resbalar por la parte frontal del congelador hasta quedar sentado en el suelo, con los codos en las rodillas y las manos recogiéndose el pelo en la nuca.
Cerró los ojos y oyó un ruido creciente, como si alguien corriera hacia él por el pasillo. Entonces se dio cuenta de que era interno, producido por la sangre que se agolpaba en sus oídos al tiempo que él se iba mareando. Pensó que podría desmayarse, pero comprendió que tenía que resistir y permanecer alerta. «¿Y si me desmayo? ¿Y si me encuentran aquí?»
Pierce se espabiló, se agarró de la parte superior del congelador y se incorporó. Pugnó por recuperar el equilibrio y por reprimir la náusea que crecía en su estómago. Se impulsó hasta quedar encima del congelador y se abrazó a él, poniendo la mejilla encima de la fría cubierta blanca. Respiró con mayor profundidad y al cabo de unos momentos la náusea remitió y su mente se despejó. Se enderezó y retrocedió. Examinó el congelador, escuchó su zumbido leve. Sabía que era el momento de más trabajo de AE. Analizar y evaluar. Cuando en el laboratorio surgía algo desconocido o inesperado se detenía y pasaba al modo AE. ¿Qué ves? ¿Qué sabes? ¿Qué significa?
Pierce estaba allí de pie, mirando un congelador y sentado en medio de una unidad de almacenaje que -según los registros oficiales- él había alquilado. El congelador contenía el cadáver de una mujer a la que nunca había visto antes, pero de cuya muerte sin duda se le acusaría.
Lo que Pierce sabía era que le habían tendido una trampa de manera cuidadosa y convincente. Wentz estaba detrás, o al menos era parte de ello. Lo que no sabía era por qué.
Decidió no distraerse con el porqué. Todavía no. Antes necesitaba más información. Decidió continuar en el modo AE. Si podía desmontar el ingenio y estudiar todas las partes móviles, tal vez tendría una oportunidad de averiguar quién estaba detrás y por qué.
Paseando por el reducido espacio que quedaba delante del congelador, empezó con las cosas que lo habían llevado a descubrir la trampa. La llave magnética y las llaves del candado. Las habían escondido, o al menos camuflado. ¿El objetivo era que las encontrara? Después de sopesarlo y considerar la situación durante un largo momento, decidió que no. Había tenido suerte al descubrir que habían entrado en su coche. Un plan de tal magnitud y complejidad no podía confiar en esa suerte.
Así que concluyó que disponía de una ventaja. Sabía lo que supuestamente no debería saber. Conocía la existencia del cadáver y la del congelador y la unidad de almacenaje. Conocía la situación exacta de la trampa antes de que ésta se accionara.
Siguiente pregunta. ¿ Qué habría ocurrido si no hubiera encontrado la tarjeta magnética y no hubiera sido conducido hacia el cadáver? Consideró la cuestión. Langwiser le había advertido de un inminente registro policial. Sin duda, Renner y sus compañeros de investigación no dejarían piedra sin remover. Encontrarían la tarjeta magnética que les llevaría al espacio de almacenamiento. Buscarían en su llavero llaves de los candados y encontrarían el cadáver. Fin de la historia. A Pierce sólo le quedaría intentar defenderse de una trampa aparentemente perfecta.
Sintió que se le calentaba la cabeza al darse cuenta de que había escapado por los pelos, aunque fuera de manera momentánea. Y en el mismo instante comprendió perfectamente lo cuidadosa y completa que era la trampa. Confiaba en la investigación policial, confiaba en que Renner efectuara los movimientos que estaba llevando a cabo.
También confiaba en Pierce. Y cuando entendió esto, sintió que el sudor empezaba a gotearle en el pelo. Tenía calor bajo la camisa. Necesitaba aire acondicionado. La confusión y la pena que le habían atenazado -quizá incluso el asombro con el que veía el cuidadoso plan- se estaban convirtiendo en ira, una ira que se estaba forjando en rabia al rojo vivo.
En ese momento comprendió que la trampa -su trampa- había previsto sus movimientos. Cada uno de ellos. La trampa confiaba en su historia y en la posibilidad de sus movimientos teniendo en cuenta esa historia. Como los productos químicos sobre una lámina de silicio, elementos en los que se puede confiar porque se sabe que actuarán de manera predecible, que se combinarán según los modelos esperados.
Dio un paso adelante y abrió otra vez el congelador. Tenía que hacerlo. Necesitaba volver a mirar para que la terrible impresión le golpeara en la cara como agua fría. Tenía que reaccionar. Tenía que actuar de una forma imprevisible. Necesitaba un plan y necesitaba tener la cabeza despejada para concebirlo.
El cadáver obviamente no se había movido. Pierce sostuvo la tapa del congelador abierta con una mano y se tapó la boca con la otra. En su reposo final, Lilly Quinlan parecía menuda. Como una niña. Trató de recordar la estatura y el peso que ella tan cuidadosamente anunciaba en su página Web, pero parecía que había pasado tanto tiempo desde el día en que lo había leído que no lo recordó.