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Cambió el peso del cuerpo de un pie al otro y el movimiento alteró la luz que entraba en el congelador desde arriba. Un brillo del pelo de Lilly captó su mirada y Pierce se inclinó en el congelador.

Con la mano libre, Pierce trató de retirar el pelo de la cara del cadáver. Estaba congelado y los cabellos se quebraron cuando él los movió. Descubrió la oreja de Lilly y vio que había un pendiente en el lóbulo: una copa de plata con una gota de ámbar y una pluma plateada debajo. Giró la mano para que el ámbar captara más luz de la que se filtraba en el congelador. Fue entonces cuando lo vio. Un minúsculo insecto de algún tipo congelado en el ámbar, tiempo atrás atraído por la dulzura y el alimento pero capturado en una trampa mortal de la naturaleza.

Pierce pensó en el destino de ese insecto y supo lo que tenía que hacer. Él también tenía que esconderla. Esconder a Lilly. Trasladarla, evitar que fuera descubierta, ni por Renner ni por nadie.

Un suspiro escapó de su boca al considerar la idea. El momento era surrealista, casi estrambótico. Estaba pensando en cómo esconder un cadáver congelado, en cómo ocultarlo de modo que no tuviera ninguna conexión directa con él. Era una tarea que lindaba con lo imposible.

Cerró el congelador y puso de nuevo el candado con rapidez, como si ello fuera una medida capaz de impedir que su contenido saliera a la luz y lo acechara.

Sin embargo, la simple acción rompió la inactividad de su mente. Empezó a pensar.

Sabía que tenía que trasladar el congelador. No había alternativa. Renner estaba al caer. Incluso era posible que hubiera descubierto la unidad de almacenaje sin las pistas de la llave y la tarjeta magnética. El detective podía recibir una llamada anónima. No podía contar con nada. Tenía que trasladar el cadáver. Si Renner encontraba el congelador todo habría terminado. Amedeo Tech, Proteus, su vida, todo. Después de eso sería un insecto en el ámbar.

Pierce se inclinó y colocó las manos en las esquinas delanteras del congelador. Aplicó presión para ver si era posible moverlo. El congelador se deslizó los quince centímetros que lo separaban de la pared posterior de la unidad de almacenaje sin ofrecer excesiva resistencia. Tenía ruedas, podía moverlo. La cuestión era ¿adonde?

Necesitaba una solución rápida, algo que con un mínimo de esfuerzo le ofreciera seguridad a corto plazo, mientras se le ocurría un plan a largo plazo. Salió de la unidad de almacenaje y corrió por el pasillo, mirando a ambos lados en busca de una unidad sin alquilar y sin cerrar.

Pasó junto al ascensor y recorrió la mitad de la otra ala antes de encontrar una puerta sin candado. Era la unidad 307. La luz del lector magnético situado a la derecha de la puerta no brillaba ni en color verde ni en rojo. Al parecer la alarma estaba inactiva, probablemente hasta que la unidad fuera alquilada. Pierce se agachó, sacó el pasador y levantó la persiana. El espacio era oscuro. No sonó ninguna alarma. Encontró el interruptor de la luz y vio que el espacio era idéntico al de la unidad alquilada a su nombre. Revisó la pared posterior y localizó el enchufe eléctrico.

Volvió a recorrer el pasillo hasta la unidad 331. Se colocó detrás del congelador y arrancó el enchufe. El motor eléctrico enmudeció. Pierce lanzó el cable encima del aparato y apoyó su peso en él. El congelador rodó hacia el pasillo con relativa facilidad. En unos segundos lo había sacado del almacén.

Las ruedas del congelador estaban alineadas de manera que resultara fácil mover el electrodoméstico hacia adelante y hacia atrás en espacios reducidos y proporcionar acceso para el servicio. Pierce tuvo que doblarse y reunir todas sus fuerzas para girarlo hacia el pasillo. Las ruedas arañaron el suelo sonoramente. Una vez que hubo encarado el congelador en la dirección correcta, empujó con más fuerza y logró dar impulso a la pesada caja. Aún no estaba a medio camino de la unidad 307 cuando oyó el sonido del ascensor. Se agachó para empujar con más fuerza, pero por más que lo intentó no logró aumentar la velocidad. Las ruedas eran pequeñas y no estaban pensadas para ir rápido.

Pierce pasó por delante del ascensor justo cuando se silenció el zumbido procedente del hueco. Apartó la cara y siguió empujando, escuchando a la espera de que se abriera la puerta de una de las cabinas.

No ocurrió. Al parecer el ascensor se había detenido en otra planta. Pierce dejó escapar el aliento, aliviado y exhausto. Y justo cuando se disponía a abrir la unidad 307 se abrió de golpe la puerta de la escalera más próxima a él y un hombre accedió al pasillo. Pierce se sobresaltó y estuvo a punto de maldecir en voz alta.

El hombre, ataviado con un mono blanco y con el pelo y la piel moteados de pintura, se le acercó. Parecía que la escalera le había dejado sin aliento.

– Usted es el que estaba reteniendo el ascensor -preguntó afablemente.

– No -respondió Pierce demasiado a la defensiva-. Yo he estado aquí arriba.

– Sólo preguntaba. ¿Le echo una mano?

– No, estoy bien. Sólo estoy…

El pintor no hizo caso de su respuesta y se acercó a Pierce. Puso las manos en la parte posterior del congelador y señaló con la cabeza hacia la puerta abierta de la unidad de almacenaje.

– ¿Ahí dentro?

– Sí. Gracias.

Empujando los dos hombres juntos, el congelador describió el giro con rapidez y entró en el almacén.

– Listo -dijo el pintor, al parecer de nuevo sin resuello. Entonces le tendió la mano derecha-. Frank Aiello.

Pierce le estrechó la mano. Aiello metió la otra mano en el bolsillo de la camisa y sacó una tarjeta. Se la entregó a Pierce.

– Si necesita algún trabajo, me llama.

– Muy bien.

El pintor miró el congelador, al parecer advirtiendo por primera vez qué era aquello que había ayudado a meter en el cuarto.

– Pesa una tonelada. ¿Qué lleva dentro, un cadáver?

Pierce simuló una risotada y negó con la cabeza, sin levantar la barbilla en ningún momento.

– De hecho está vacío. Sólo lo almaceno.

Aiello se inclinó y sacudió el candado del congelador.

– Quiere asegurarse de que nadie le robe el aire de dentro, ¿eh?

– No, es… es porque los niños siempre se meten en los sitios. Por eso lo mantengo cerrado.

– Buena idea.

Pierce se había girado y la luz le había iluminado la cara. El pintor reparó en la cremallera de puntos que le bajaba por la nariz.

– Eso tiene que haber dolido.

Pierce asintió.

– Es una larga historia.

– No es de las que quiero escuchar. Recuerde lo que le he dicho.

– ¿A qué se refiere?

– Si necesita un pintor, me llama.

– Ah, sí. Tengo su tarjeta.

Pierce saludó con la cabeza y Aiello se alejó del almacén, pasillo abajo. Pierce pensó en el comentario acerca de que había un cadáver en el congelador. ¿Había sido un comentario casual o Aiello no era lo que aparentaba ser?

Pierce oyó un juego de llaves tintineando en el pasillo y luego el chasquido metálico de un candado seguido por el chirrido de una persiana al alzarse. Supuso que Aiello estaba recogiendo material de su espacio de almacenamiento. Aguardó y al cabo de unos minutos oyó que la puerta bajaba y se cerraba. Pronto siguió el zumbido del ascensor. Esta vez Aiello no iba a utilizar la escalera.

En cuanto estuvo seguro de que estaba solo en la planta, Pierce volvió a enchufar el congelador y aguardó hasta que escuchó que el compresor se ponía en marcha.

A continuación se sacó la camisa de los pantalones y utilizó la parte inferior para limpiar todas las superficies del congelador y el cable que pudiera haber tocado. Cuando estuvo seguro de que había ocultado sus huellas, retrocedió y cerró la puerta. La cerró con el candado de la otra unidad y limpió el candado y la puerta con la camisa.

Al alejarse de la unidad hacia el ascensor le invadió una terrible sensación de culpabilidad y miedo. Sabía que era porque durante la última media hora había actuado movido por los instintos y la adrenalina. No había estado pensando en sus movimientos, sino simplemente ejecutándolos. Pero la aguja del depósito de adrenalina ya marcaba reserva y sólo le quedaba enfrentarse con sus pensamientos.