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Cuando había recorrido la cuarta parte del túnel de cincuenta metros, Pierce vio que un hombre se aproximaba a él desde el otro lado. A causa de la luz que llegaba de atrás, el hombre aparecía como una silueta. Pierce de pronto empezó a temer una confrontación con Renner en la galería. El poli lo había seguido hasta allí e iba a detenerle.

El hombre se aproximó, moviéndose con rapidez y todavía inidentificable. Unos metros más adelante apareció a la vista y Pierce se dio cuenta de que no era Renner ni nadie a quien conociera. Era un joven de poco más de veinte años, con el aspecto de un surfista acabado. De manera incongruente, vestía una chaqueta de esquí que estaba desabrochada y abierta para revelar que no llevaba camisa debajo. Tenía el pecho lampiño y bronceado.

– Eh, ¿estás buscando a alguien? ¿Qué te ha pasado en la cara, tío?

Pierce siguió caminando, apretando el paso y sin contestar. En ocasiones anteriores le habían ofrecido sexo en el túnel. Había dos bares gays en Channel y estaba en su territorio.

Al arrancar el BMW unos minutos después, Pierce miró en los retrovisores y no vio a nadie que lo siguiera. La tensión en su pecho empezó a relajarse. Sólo un poco. Sabía que todavía tenía que enfrentarse con Nicole.

En el cruce donde se hallaba la escuela primaria del cañón, dobló a la izquierda en Entrada y siguió por esa calle hasta Amalfi Drive. Giró a la izquierda y subió por esta serpenteante vía que ascendía por la ladera norte del cañón trazando curvas muy cerradas. Al pasar junto a su vieja casa miró por el sendero de entrada y vio el viejo Speedster de Nicole en la cochera. Al parecer ella estaba en casa. Pierce se detuvo junto al bordillo y se quedó sentado un momento, tratando de aclarar las ideas y armándose de valor. Delante de él vio un Volkswagen destartalado en el sendero de una casa vecina, sacando humo por los dos tubos de escape, con un cartel de la pizzería Domino's en el techo. Pierce sólo había picado algo en la comida de catering, porque había estado demasiado nervioso por la presentación y la expectativa de sellar un gran negocio con Goddard.

Pero la comida iba a tener que esperar. Bajó del coche.

Pierce subió al porche y golpeó con los nudillos. Era una puerta cristalera con una sola luz, de modo que Nicole sabría que era él en el momento en que saliera al pasillo. Pero el cristal funcionaba en los dos sentidos. Pierce la vio en el mismo momento en que ella lo vio a él. Nicole vaciló, pero sabía que no podía simular que no estaba en casa. Se acercó a la puerta y abrió.

No obstante, Nicole se quedó en el umbral, sin invitarlo a pasar. Llevaba unos vaqueros desteñidos y un suéter ligero. El suéter estaba cortado para mostrar su abdomen plano y bronceado y el aro de oro que llevaba en el ombligo. Iba descalza y Pierce supuso que sus zuecos favoritos no estarían lejos.

– Henry, ¿qué estás haciendo aquí?

– Necesito hablar contigo. ¿Puedo pasar?

– Bueno, estoy esperando unas llamadas. ¿Puedes…?

– ¿De quién? ¿De Billy Wentz?

Esto la detuvo. En su mirada apareció una expresión de desconcierto.

– ¿Quién?

– Ya sabes quién. ¿Qué hay de Elliot Bronson o Gil Franks?

Nicole sacudió la cabeza como si sintiera pena por él.

– Mira, Henry, si esto es una escena de ex novio celoso, puedes ahorrártela. No conozco a ningún Billy Wentz y no pretendo conseguir trabajo con Elliot Bronson ni con Gil Franks. Firmé una cláusula de no competencia, ¿recuerdas?

Pierce sintió una grieta en su armadura. Nicole había desviado con destreza su primer ataque y con tanta suavidad y naturalidad que Pierce sintió que su resolución se tambaleaba. Todo su girar y moler de una hora antes de repente empezaba a resultar sospechoso.

– Oye, ¿puedo pasar o no? No quiero hacer esto aquí fuera.

Nicole volvió a dudar, pero luego retrocedió y le invitó a entrar. Ambos fueron al salón, que estaba a la derecha del pasillo. Era una estancia amplia y oscura, con suelo de color cereza y techos de casi cinco metros de altura. Había un hueco donde había estado su sofá de piel, el único mueble que se había llevado. Por lo demás, el salón seguía igual. En una de las paredes había una librería enorme de suelo a techo con estantes de doble anchura. La mayoría de los estantes se hallaban llenos de libros de ella, colocados en dos filas. Nicole sólo guardaba allí libros que ya había leído y había leído muchos. Una de las cosas que más le gustaban de ella era que prefería pasar una tarde en el sofá leyendo un libro y comiendo sándwiches de mantequilla de cacahuete o jalea que ir al cine y a cenar a un chino. También era una de las cosas de las que sabía que se había aprovechado. Nicole no lo necesitaba para leer un libro, lo cual simplificaba el hecho de quedarse en el laboratorio una hora más. O varias horas más, como solía ser el caso.

– ¿Te encuentras bien? -dijo ella, buscando un punto de cordialidad-. Tienes mejor aspecto.

– Estoy bien.

– ¿Cómo te ha ido hoy con Maurice Goddard?

– Ha ido bien. ¿Cómo lo sabías?

Nicole puso cara de ofendida.

– Porque estuve trabajando allí hasta el viernes y la presentación ya estaba programada, ¿recuerdas?

Pierce asintió. Ella tenía razón, no había nada sospechoso en eso.

– Lo olvidé.

– ¿Va a subirse al carro?

– Eso parece.

Nicole no se sentó. Se quedó de pie en medio del salón y de cara a él. Los estantes de libros se alzaban como una fortaleza detrás de ella, empequeñeciéndola, todos ellos condenas silenciosas para Pierce, cada uno, una noche que no había estado con ella. Le intimidaron, pero sabía que tenía que mantener su enfado para la confrontación.

– Bueno, Henry, aquí estamos. ¿Qué pasa?

Pierce asintió. Era el momento. Cayó en la cuenta de que no se lo había preparado. Estaba improvisando.

– Bueno, lo que pasa es que probablemente ya no tiene importancia, pero quería saberlo por mí, para que así tal vez pueda soportarlo un poco mejor. Sólo, dime, Nicki, ¿alguien se acercó a ti, te presionaron, te amenazaron? ¿O simplemente me vendiste porque sí?

La boca de Nicole dibujó un círculo perfecto. Pierce había convivido con ella durante tres años y creía que conocía todas sus expresiones faciales. Dudaba que ella pudiera adoptar una expresión que él no hubiera visto antes. Y el círculo perfecto de su boca lo había visto antes, pero no reflejaba la sorpresa de verse descubierta. Era desconcierto.

– Henry, ¿de qué estás hablando?

Demasiado tarde. No había vuelta atrás.

– Sabes de qué estoy hablando. Me tendiste una trampa. Y quiero saber por qué y quiero saber para quién. ¿Bronson? ¿Midas? ¿Quién? ¿Y sabías que iban a matarla, Nicole? No me digas que lo sabías.

Los ojos de ella empezaban a adquirir los destellos violetas que señalaban su ira. O sus lágrimas. O ambas cosas.

– No tengo ni idea de qué estás diciendo. ¿Una trampa para qué? ¿Matar a quién?

– Vamos, Nicole. ¿Están ellos aquí? Hola, ¿está Elliot escondido en la casa? ¿Cuándo les hago la presentación a ellos? ¿ Cuándo hacemos el cambio? Mi vida por Proteus.

– Henry, creo que te ha pasado algo. Cuando te colgaron del balcón y chocaste con la cabeza en la pared. Creo que…

– ¡Mentira! Tú eras la única que conocía la historia de Isabelle. Eres la única persona a la que se lo he contado. Y lo has usado para hacer esto. ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Por dinero? ¿O simplemente querías vengarte por cómo lo estropeé todo?