Continuó paseando hasta donde Breeze terminaba en Speedway y vio que allí había un aparcamiento de playa. Pensó en ir a buscar el coche y llevarlo al aparcamiento, pero supuso que no valía la pena. Estuvo matando el tiempo, observando el sol que caía hacia el horizonte durante otros diez minutos. Entonces, empezó a volver hacia Breeze.
En esta ocasión caminó más despacio todavía, fijándose en todas las casas en busca de señales de actividad. Era una noche tranquila en Breeze. No vio a nadie. No oyó a nadie, ni siquiera el sonido de la televisión. Pasó de nuevo junto al 909 y no detectó ninguna indicación de que la casita estuviera habitada en ese momento.
Cuando llegaba al final de Breeze, una furgoneta azul con el familiar cartel de Domino's en la parte superior aparcó al borde de la calle peatonal. Un hombre bajito de origen mexicano salió con un envoltorio de pizza isotérmico de color rojo y caminó a paso ligero por la acera. Pierce le concedió una buena ventaja y luego lo siguió. Olía la pizza a pesar del aislamiento. Olía bien y él tenía hambre. Cuando el hombre recorrió el porche hasta la puerta de entrada al 909, Pierce se detuvo y se ocultó tras una buganvilla roja del patio del vecino de al lado.
El hombre de la pizza llamó dos veces -más fuerte la segunda vez- y tenía aspecto de que iba a claudicar cuando la puerta se abrió. Pierce se dio cuenta de que había elegido un mal escondite porque la perspectiva le impedía ver el interior de la casa. Sin embargo, en ese momento oyó una voz y supo que era Lucy LaPorte quien había abierto la puerta.
– Yo no he pedido eso.
– ¿Está segura? Me han dicho Breeze, novecientos nueve.
El pizzero abrió el lateral de la bolsa y sacó una caja plana. Leyó lo que estaba escrito en el lateral.
– LaPorte, mediana con cebolla, pimiento y champiñones.
La joven se rió.
– Bueno, ésa soy yo y es lo que suelo pedir, pero yo no lo he pedido esta noche. A lo mejor ha sido un problema técnico con el ordenador y el pedido ha salido otra vez.
El hombre miró la pizza y negó tristemente con la cabeza.
– Bueno, de acuerdo. Se lo diré.
Metió la caja otra vez en el envoltorio y se apartó de la puerta. Al bajar del entarimado del porche, la puerta se cerró tras él. Pierce lo estaba aguardando junto a la buganvilla con un billete de veinte dólares.
– Oye, si ella no la quiere, me la quedo.
El rostro del pizzero se iluminó.
– Por mí, de acuerdo.
Pierce cambió el billete por la pizza.
– Quédate con el cambio.
El rostro del pizzero se iluminó más todavía. Una entrega desastrosa se había convertido en una buena propina.
– ¡Gracias! Que tenga buenas noches.
– Lo intentaré.
Sin dudar, Pierce llevó la pizza al 909 y subió al entarimado del porche. Golpeó en la puerta y dio gracias de que no hubiera mirilla, o al menos él no la vio. Esta vez Lucy sólo tardó unos segundos en contestar a la llamada. Tenía la mirada baja, a la altura del pizzero. Cuando levantó la cabeza, vio a Pierce y se fijó en las heridas de su rostro. La impresión contorsionó su propio rostro sin moratones ni heridas.
– Eh, Lucy. Me dijiste que la siguiente vez te trajera una pizza. ¿Recuerdas?
– ¿Qué estás haciendo aquí? No tendrías que estar aquí. Te dije que no me molestaras.
– Me dijiste que no te llamara, y no lo he hecho.
Ella trató de cerrar la puerta, pero Pierce ya se lo estaba esperando. Estiró el brazo y sujetó la puerta. La sostuvo abierta mientras ella trataba de cerrarla. Pero la presión era débil. O bien no trataba realmente de cerrarla o simplemente no tenía fuerzas. Pierce logró mantener la puerta abierta con una mano y sostener la pizza levantada como un camarero con la otra.
– Tenemos que hablar.
– Ahora no. Tienes que irte.
– Ahora.
Lucy transigió y detuvo la escasa presión que estaba ejerciendo en la puerta. Pierce mantuvo el brazo estirado por si se trataba de un truco.
– Vale, ¿qué quieres?
– Para empezar, quiero entrar. No me gusta estar aquí.
Lucy retrocedió y Pierce entró en la casa. La sala de estar era pequeña, el espacio justo para dar cabida a un sofá, una silla mullida y una mesita de café. La televisión, situada en un soporte, estaba sintonizada en uno de los programas de noticias y entretenimiento de Hollywood. Había una pequeña chimenea, pero daba la impresión de que no había visto un fuego en años.
Pierce cerró la puerta y se adentró en la sala. Dejó la caja de la pizza en la mesita de café. Cogió el mando a distancia para apagar la tele y volvió a dejarlo en la mesa, que estaba llena de revistas del mundo del espectáculo y periodicuchos de cotilleo. También había un cenicero hasta los topes de colillas.
– Estaba viendo eso -dijo Lucy, que se había quedado de pie junto a la chimenea.
– Ya lo sé -dijo Pierce-. ¿Por qué no te sientas y comes un trozo de pizza?
– No quiero pizza… Si la hubiera querido, se la habría comprado a ese tipo. ¿Es así como me has encontrado?
Ella llevaba unos téjanos cortados y una camiseta sin mangas. Sin zapatos. Parecía bastante cansada y Pierce pensó que tal vez el día que la había conocido sí llevaba maquillaje.
– Sí, tenían tu dirección.
– Debería demandarlos.
– Olvídalos, Lucy, y habla conmigo. Me mentiste. Dijiste que te habían hecho daño, que estabas demasiado llena de moratones para que te vieran.
– No mentí.
– Bueno, entonces te curas deprisa. Me gustaría saber el secreto de…
Lucy se levantó la camiseta dejando a la vista el estómago y el pecho. Tenía cardenales en el costado izquierdo y su pecho derecho estaba deformado. Pierce vio en él moratones pequeños y marcas de dedos.
– Dios -susurró.
Ella dejó caer la camiseta.
– No te mentí, me dieron una paliza. También me ha destrozado el implante. Puede que esté supurando, pero no puedo ir a ver a un médico hasta mañana.
Pierce examinó el rostro de Lucy. Estaba claro que le dolía y que estaba asustada y sola. Lentamente se sentó en el sofá. Los planes que podía haber concebido para la pizza habían desaparecido. Sentía ganas de agarrarla, abrir la puerta y lanzarla a la acera. Tenía la mente embotada con imágenes de Lucy sujetada por Dosmetros mientras Wentz la golpeaba. Veía con claridad el placer en el rostro de Wentz. Lo había visto antes.
– Lucy, lo siento.
– Yo también. Siento haberme complicado la vida contigo. Por eso tienes que marcharte. Si saben que has venido aquí, volverán y será mucho peor para mí.
– Sí, vale. Me voy.
Pero no hizo ningún amago de levantarse.
– No lo sé -continuó-. Estoy a cero hoy. He venido aquí porque pensaba que eras parte de esto. He venido para descubrir quién me tendió la trampa.
– ¿La trampa para qué?
– Por Lilly Quinlan. Su asesinato.
Lucy lentamente se sentó en la silla acolchada.
– ¿Estás seguro de que está muerta?
Pierce la miró y después miró la caja de la pizza. Pensó en lo que había visto en el congelador y asintió.
– La policía cree que lo hice yo. Están tratando de acusarme.
– ¿El detective con el que hablé yo?
– Sí, Renner.
– Le diré que sólo estabas tratando de encontrarla, de asegurarte de que estaba bien.
– Gracias. Pero no importará. Dice que era parte de mi plan, que te utilicé a ti y a otros, que incluso llamé a la poli para cubrir lo que había hecho. Dice que muchas veces el asesino se disfraza de buen samaritano.
Era el turno de Lucy, pero ella se quedó un rato en silencio. Pierce se fijó en los titulares de un ejemplar viejo del National Enquirer que había sobre la mesa. Se dio cuenta de que había perdido el contacto con el mundo. No reconoció ni un solo nombre o foto de los famosos de la portada.