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De nuevo esperó una respuesta, pero no la obtuvo.

– Pero la parte con la que tengo problema es mi hermana. Ella era parte de esto. Tenías que saber de ella, del momento en que la encontré y la dejé marchar. Tenía que ser parte del plan, parte del perfil. Tenías que saber que esta vez no la dejaría escapar, que buscaría a Lilly y me metería de lleno en la trampa.

Zeller no contestó. Se volvió y avanzó hacia la puerta. Giró el pomo, pero la puerta no se abrió. Había que marcar la combinación tanto para entrar como para salir.

– Abre la puerta, Henry. Quiero irme.

– No vas a irte hasta que me digas cuál es el juego. ¿Para quién estás haciendo esto? ¿Cuánto te están pagando?

– Muy bien, lo haré yo mismo.

Zeller marcó la combinación y desbloqueó la cerradura. Abrió la puerta y se volvió a mirar a Pierce.

– Vaya con Dios, colega.

– ¿Cómo conoces la combinación?

Esto detuvo un momento a Zeller y Pierce casi sonrió. Conocer y utilizar la combinación era una forma de admitirlo. No mucho, pero contaba.

– Vamos, ¿cómo conoces la combinación? La cambiamos cada mes, de hecho fue idea tuya. La mandamos por correo electrónico a todas las ratas de laboratorio, pero tú dices que no habías mirado el esnifador en dos años. Entonces, ¿cómo sabes la combinación?

Pierce se volvió e hizo un gesto hacia el esnifador. Los ojos de Zeller también se posaron un momento en el dispositivo, pero acto seguido el foco de sus ojos se movió ligeramente y Pierce vio que registraba algo. Retrocedió hasta el laboratorio y dejó que la puerta de la trampa se cerrara tras él con un sonoro zamp.

– Henry, ¿por qué has apagado el monitor? La torre está encendida, pero el monitor no.

Zeller no esperó respuesta y Pierce tampoco la dio. Zeller se acercó a la estación informática y pulsó el botón de encendido del monitor.

La pantalla se activó y Zeller se agachó y apoyó las dos manos en el escritorio para mirarla. En la pantalla estaba la trascripción de su conversación. La última frase decía: «Henry, ¿por qué has apagado el monitor? La torre está encendida, pero el monitor no.»

Era un buen programa, un sistema de reconocimiento de voz de tercera generación de SacredSoftware. Los investigadores del laboratorio lo usaban de manera rutinaria para dictar notas de los experimentos o describir los tests que estaban conduciendo.

Pierce observó mientras Zeller sacaba el cajón del teclado y escribía unas órdenes para apagar el programa. Luego borró el archivo.

– Se podrá recuperar -dijo Pierce-. Ya lo sabes.

– Por eso me voy a llevar el disco.

Zeller se agachó enfrente de la torre del ordenador y pasó por detrás para llegar a los tornillos que sujetaban la carcasa. Sacó un destornillador plegable del bolsillo y colocó una punta de estrella. Acto seguido quitó el cable de corriente y empezó a trabajar con el tornillo superior de la carcasa.

Pero entonces se detuvo. Había reparado en el cable telefónico conectado en la parte posterior del ordenador. Lo desconectó y lo sostuvo en la mano.

– Vaya, Henry, esto no es propio de alguien tan paranoico como tú. ¿Por qué tienes el ordenador conectado?

– Porque estaba en línea. Porque quería que este archivo que acabas de apagar fuera enviado mientras decías las palabras. Es un programa de SacredSoftware. Tú me lo recomendaste, ¿recuerdas? Cada voz recibe un código de reconocimiento. Configuré un archivo para la tuya. Es tan bueno como una grabadora. Si me hace falta, podré demostrar que es tu voz la que dice esas palabras.

Zeller se levantó y descargó con fuerza la herramienta en el escritorio. Dándole la espalda a Pierce, el ángulo de su cabeza se alzó, como si estuviera buscando la moneda de diez centavos pegada a la pared de detrás de la estación informática.

Lentamente se levantó, buscando otra vez en uno de sus bolsillos. Se volvió mientras abría un teléfono móvil.

– Bueno, ya sé que no tienes ordenador en casa, Henry -dijo-. Demasiado paranoico. Así que apuesto por Nicki. Si no te importa enviaré a alguien a su casa para que se lleve su disco.

Un miedo momentáneo paralizó a Pierce, pero enseguida se calmó. Pese a que no contaba con la amenaza a Nicole, tampoco era completamente inesperada. Aunque la verdad era que el conector de teléfono formaba parte del truco. El archivo del dictado no se había enviado a ninguna parte.

Zeller esperó, pero no consiguió establecer la llamada. Se apartó el teléfono de la oreja y lo miró como si lo hubiera traicionado.

– Maldito teléfono.

– Hay cobre en las paredes, ¿recuerdas? Nada entra y nada sale.

– Bien, entonces ahora vuelvo.

Zeller marcó de nuevo la combinación de la puerta y se metió en la trampa. En cuanto la puerta se cerró, Pierce fue al ordenador. Cogió la herramienta de Zeller y desplegó una cuchilla. Se agachó junto a la torre del ordenador y cogió el cable telefónico, se lo enrolló en la mano y lo cortó con el cuchillo.

Se levantó y volvió a poner la herramienta en el escritorio junto con el trozo de cable justo cuando Zeller volvía a salir de la trampa. Zeller llevaba la tarjeta magnética en una mano y el móvil en la otra.

– Lo siento -dijo Pierce-. Les he pedido que te dieran una tarjeta con la que puedes entrar, pero no salir. Se puede programar así.

Zeller asintió y vio el cable de teléfono cortado encima del escritorio.

– Y ésa era la única línea del laboratorio -dijo.

– Sí.

Zeller lanzó la tarjeta magnética a Pierce como si estuviera enviando una bola de béisbol. La tarjeta rebotó en el pecho de Pierce y cayó al suelo.

– ¿Dónde está tu tarjeta?

– La he dejado en el coche. Tuve que pedirle al vigilante que me acompañara. Estamos atrapados, Code. Sin teléfonos, sin cámaras. Nadie va a venir a sacarnos durante al menos cinco o seis horas, hasta que entren las ratas de laboratorio. Así que podrías ponerte cómodo. ¿Por qué no te sientas y me cuentas la historia?

38

Cody Zeller miró por el laboratorio, al techo, a los escritorios, a las ilustraciones enmarcadas del doctor Zeuss en las paredes, a cualquier sitio menos a Pierce. Se le ocurrió algo y de pronto empezó a pasear por el laboratorio con vigor renovado, girando la cabeza mientras empezaba a buscar un objetivo específico.

Pierce sabía lo que estaba haciendo.

– Hay una alarma de incendios. Pero es un sistema directo. Tiras y viene la policía. ¿Quieres que vengan? ¿Quieres explicárselo a ellos?

– Paso. Explícaselo tú.

Zeller vio el tirador rojo de emergencia situado junto a la puerta del laboratorio de electrónica. Se acercó y lo bajó sin dudar. Se volvió a Pierce con una sonrisa petulante.

Pero no ocurrió nada. La sonrisa de Zeller se desvaneció. Sus ojos se tornaron signos de interrogación y Pierce asintió como para decir: «Sí, he desconectado el sistema.»

Decepcionado por sus fracasos, Zeller se acercó a la estación experimental más alejada de Pierce, apartó la silla de escritorio y se dejó caer pesadamente en ella. Cerró los ojos, cruzó los brazos y puso los pies en la mesa, a sólo unos centímetros del microscopio de un cuarto de millón de dólares.

Pierce aguardó. Tenía toda la noche si hacía falta. Zeller había jugado con él magistralmente. Había llegado el momento de tomarse una revancha. Pierce jugaría con él. Quince años antes, cuando la policía del campus había hecho la redada de los Maléficos, los habían separado y habían esperado fuera. Los polis no tenían nada. Fue Zeller quien confesó, quien lo contó todo. No lo hizo por miedo, ni por agotamiento. Lo hizo por el deseo de hablar, por la necesidad de compartir su genio.