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Finalmente B no hace nada.

Su nuevo libro obtiene buenas críticas pero escaso éxito de público. A nadie le parece extraño que A apueste por él. De hecho, A, cuando no está de lleno en el papel de Catón de las letras (y de la política) españolas, es bastante generoso con los nuevos escritores que saltan a la palestra. Al cabo de un tiempo B olvida todo el asunto. Posiblemente, se consuela, producto de su imaginación desbordada por la publicación de dos libros en editoriales de prestigio, producto de sus miedos desconocidos, producto de su sistema nervioso desgastado por tantos años de trabajo y de anonimato. Así que se olvida de todo y al cabo de un tiempo, en efecto, el incidente es tan sólo una anécdota algo desmesurada en el interior de su memoria. Un día, sin embargo, lo invitan a un coloquio sobre nueva literatura a celebrarse en Madrid.

B acude encantado de la vida. Está a punto de terminar otro libro y el coloquio, piensa, le servirá como plataforma para su futuro lanzamiento. El viaje y la estancia en el hotel, por supuesto, están pagados y B quiere aprovechar los pocos días de estadía en la capital para visitar museos y descansar. El coloquio dura dos días y B participa en la jornada inaugural y asiste como espectador a la última. Al finalizar ésta, los literatos, en masa, son conducidos a la casa de la condesa de Bahamontes, letraherida y mecenas de múltiples eventos culturales, entre los que destacan una revista de poesía, tal vez la mejor de las que aparecen en la capital, y una beca para escritores que lleva su nombre. B, que en Madrid no conoce a nadie, está en el grupo que acude a cerrar la velada a casa de la condesa. La fiesta, precedida por una cena ligera pero deliciosa y bien regada con vinos de cosecha propia, se alarga hasta altas horas de la madrugada. Al principio, los participantes no son más de quince pero con el paso de las horas se van sumando al convite una variopinta galería de artistas en la que no faltan escritores pero donde es dable encontrar, también, a cineastas, actores, pintores, presentadores de televisión, toreros.

En determinado momento, B tiene el privilegio de ser presentado a la condesa y el honor de que ésta se lo lleve aparte, a un rincón de la terraza desde la que se domina el jardín. Allá abajo lo espera un amigo, dice la condesa con una sonrisa y señalando con el mentón una glorieta de madera rodeada de plátanos, palmeras, pinos. B la contempla sin entender. La condesa, piensa, en alguna remota época de su vida debió ser bonita pero ahora es un amasijo de carne y cartílagos movedizos. B no se atreve a preguntar por la identidad del «amigo». Asiente, asegura que bajará de inmediato, pero no se mueve. La condesa tampoco se mueve y por un instante ambos permanecen en silencio, mirándose a la cara, como si se hubieran conocido (y amado u odiado) en otra vida. Pero pronto a la condesa la reclaman sus otros invitados y B se queda solo, contemplando temeroso el jardín y la glorieta donde, al cabo de un rato, distingue a una persona o el movimiento fugaz de una sombra. Debe ser A, piensa, y acto seguido, conclusión lógica: debe estar armado.

Al principio B piensa en huir. No tarda en comprender que la única salida que conoce pasa cerca de la glorieta, por lo que la mejor manera de huir sería permanecer en alguna de las innumerables habitaciones de la casa y esperar que amanezca. Pero tal vez no sea A, piensa B, tal vez se trate del director de una revista, de un editor, de algún escritor o escritora que desea conocerme. Casi sin darse cuenta B abandona la terraza, consigue una copa, comienza a bajar las escaleras y sale al jardín. Allí enciende un cigarrillo y se aproxima sin prisas a la glorieta. Al llegar no encuentra a nadie, pero tiene la certeza de que alguien ha estado allí y decide esperar. Al cabo de una hora, aburrido y cansado, vuelve a la casa. Pregunta, a los escasos invitados que deambulan como sonámbulos o como actores de una pieza teatral excesivamente lenta, por la condesa y nadie sabe darle una respuesta coherente. Un camarero (que lo mismo puede estar al servicio de la condesa o haber sido invitado por ésta a la fiesta) le dice que la dueña de casa seguramente se ha retirado a sus habitaciones, tal como acostumbra, la edad, ya se sabe. B asiente y piensa que, en efecto, la edad ya no permite muchos excesos. Después se despide del camarero, se dan la mano y vuelve caminando al hotel. En la travesía invierte más de dos horas.