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Nunca más me volvió a hablar de Villaviciosa. Durante un mes y medio, tal vez dos meses, nos vimos cada mañana y nos despedimos cada mediodía, cuando llegaba la hora de comer y yo volvía en el camión de la Villa o en un pesero rumbo a mi casa. Alguna vez lo invité al cine, pero el Gusano nunca quiso ir. Le gustaba hablar conmigo sentados en su banco de la Alameda o paseando por las calles de los alrededores y de vez en cuando condescendía a entrar en un bar en donde siempre buscaba al vendedor ambulante de huevos de caguama. Nunca lo vi probar alcohol. Pocos días antes de que desapareciera para siempre le dio por hacerme hablar de Jaqueline Andere. Comprendí que era su manera de recordarla. Yo hablaba de su pelo rubio ceniza y lo comparaba favorable o desfavorablemente con el pelo rubio amielado que lucía en sus películas y el Gusano asentía levemente, la vista clavada al frente, como si tuviera a Jaqueline Andere en la retina o como si la viera por primera vez. Una vez le pregunté qué clase de mujeres le gustaban. Era una pregunta estúpida, hecha por un adolescente que sólo quería matar el tiempo. Pero el Gusano se la tomó al pie de la letra y durante mucho rato estuvo cavilando la respuesta. Al final dijo: tranquilas. Y después añadió: pero sólo los muertos están tranquilos. Y al cabo de un rato: ni los muertos, bien pensado.

Una mañana me regaló una navaja. En el mango de hueso se podía leer la palabra «Caborca» escrita en finas letras de alpaca. Recuerdo que le di las gracias efusivamente y que aquella mañana, mientras platicábamos en la Alameda o mientras paseábamos por las concurridas calles del centro, estuve abriendo y cerrando la hoja, admirando la empuñadura, tentando su peso en la palma de mi mano, maravillado de sus proporciones tan justas. Por lo demás, aquel día fue idéntico a todos los otros. A la mañana siguiente el Gusano ya no estaba.

Dos días después lo fui a buscar a su pensión y me dijeron que se había marchado al norte. Nunca más lo volví a ver.

LA NIEVE

Lo conocí en un bar de la calle Tallers, en Barcelona, hará unos cinco años. Cuando supo que yo era chileno se acercó a saludarme, él también había nacido por aquellas lejanías.

Tenía más o menos mi edad, treinta y pico, y bebía bastante aunque nunca lo vi borracho. Se llamaba Rogelio Estrada. Era delgado, de estatura más bien tirando a baja, moreno. Su sonrisa parecía permanentemente instalada entre el asombro y la malicia, pero con el tiempo descubrí que era mucho más inocente de lo que pretendía. Una noche fui al bar con un grupo de amigos catalanes. Nos pusimos a hablar de libros. Rogelio se acercó a nuestra mesa y dijo que el más grande escritor de este siglo era, sin duda, Mijail Bulgakov. Alguno de los catalanes había leído El maestro y Margarita y La novela teatral, pero Rogelio citó otras obras del insigne novelista, creo recordar que más de diez, y las citó en ruso. Mis amigos y yo pensamos que bromeaba y pronto estábamos hablando de otras cosas. Una noche me invitó a su casa y no sé por qué lo acompañé. Vivía en una calle cercana, a pocos metros de un cine de ínfima categoría que los niños del barrio llamaban el cine fantasma. La casa era vieja y estaba llena de muebles que no le pertenecían. Nos sentamos en la sala, Rogelio puso un disco, una música horrible y desmesurada en permanente crescendo, y después llenó dos vasos de vodka. Sobre un estante, la foto de una muchacha en un marco de plata presidía la sala. El resto de los adornos eran banales: tarjetas postales de diferentes países europeos, un banderín muy viejo del Colo-Colo, otro de la Universidad de Chile, un tercero del Santiago Morning, también muy viejos y manoseados. ¿Bonita, verdad?, dijo Rogelio señalando a la muchacha del marco de plata. Sí, muy bonita, contesté. Luego volví a sentarme y estuvimos bebiendo un rato en silencio. Cuando Rogelio por fin habló la botella estaba casi vacía. Primero hay que vaciar la botella, dijo, luego el alma. Me encogí de hombros. Aunque yo, añadió, como es natural, no creo en el alma. Pero la cuestión fundamental es el tiempo, ¿verdad? ¿Tienes tiempo para escuchar mi historia? Depende de la historia, dije, pero creo que sí. No va a ser muy larga, dijo Rogelio. Luego se levantó, cogió la foto del marco de plata, se sentó frente a mí con la foto acunada en el brazo izquierdo y un vaso de vodka en el derecho y dio comienzo a su relato:

Mi infancia fue feliz y no tiene nada que ver con lo que después ha sido mi vida. Las cosas comenzaron a torcerse durante la adolescencia. Yo vivía en Santiago y según mi padre estaba destinado a convertirme en un delincuente juvenil. Mi padre, por si aún no lo sabes (y no veo por qué tendrías que saberlo), era José Estrada Martínez, alias el Guatón Estrada, uno de los principales dirigentes del Partido Comunista de Chile. Mi familia era proletaria, con conciencia de clase, luchadora, y con una honradez a prueba de fuego. Yo a los trece años robé una bicicleta. Con eso me parece que te explico todo. Me pillaron al cabo de dos días y recibí una tunda que para qué te cuento. A los catorce empecé a fumar marihuana que cultivaban en los faldeos cordilleranos unos amigos del barrio. Mi padre, por entonces, tenía un alto puesto en el gobierno de Allende y su preocupación mayor, pobre viejo, era que la prensa momia desvelase los afanes en que andaba metido su primogénito. A los quince robé un auto. No me pillaron (aunque ahora sé que era cosa de darle un poco más de tiempo a los canas) porque al cabo de pocos días ocurrió el golpe de Estado y mi familia entera se asiló en la embajada de la Unión Soviética. Para qué te voy a contar cómo fueron los días que pasé en la embajada. Horribles. Yo dormía en el pasillo y estaba intentando tirarle los tejos a la hija de un camarada de mi padre, pero aquella gente se lo pasaba todo el día cantando la Internacional o el No pasarán. En fin, un ambiente deplorable, como de fiesta de canutos.

En los primeros meses de 1974 llegamos a Moscú. Yo, si te he de ser sincero, estaba feliz, una ciudad nueva, las rusitas rubias y de ojos azules, el viaje en avión, Europa, una nueva cultura. La realidad fue bien diferente. Moscú se parecía a Santiago, pero más tranquilo, más grande y con un invierno a lo bestia. Al principio me metieron en una escuela en donde se hablaba mitad castellano y mitad ruso. Al cabo de dos años ya iba a una escuela normal, hablaba un ruso pasable y me aburría como una ostra. Entré en la Universidad gracias a las palancas, supongo, porque la verdad es que estudiaba poco. El primer año me matriculé en Medicina, hice un semestre y me retiré, la medicina no era para mí. De aquellos días en la Facultad, no obstante, guardo un buen recuerdo: allí hice mi primer amigo, es decir el primero que no era un chileno asilado como yo. Se llamaba Jimmy Fodeba y era natural de la República Centroafricana, que como su nombre indica está en el medio de África. El padre de Jimmy era comunista como mi padre y, como mi padre también, estaba perseguido. Jimmy era bastante inteligente pero en el fondo era igual que yo. Es decir le gustaba trasnochar, le gustaba el trago, fumarse un pitillo de vez en cuando, le gustaban las mujeres. Al poco tiempo éramos uña y mugre. El mejor amigo que he tenido si descuento a los de la patota de Santiago, que se quedaron allá y a los que probablemente nunca más voy a ver, aunque quién sabe, ¿verdad? Bueno, el caso es que Jimmy y yo sumamos nuestras fuerzas -y nuestros deseos, y también, por qué no, nuestras necesidades- y a partir de entonces ya no fuimos dos asilados más bien solitarios y perdidos sino dos lobos sueltos por las calles de Moscú y allí donde no se atrevía uno se atrevía el otro y así, poco a poco (poco a poco porque Jimmy a veces tenía que estudiar, él sí que era un buen estudiante), nos fuimos haciendo una idea general de la ciudad en la que probablemente íbamos a vivir durante mucho tiempo. No me voy a extender en nuestras aventuras juveniles, sólo te diré que al cabo de un año sabíamos dónde encontrar un poco de hierba, algo que aquí y ahora no parece nada difícil pero que en Moscú y en aquel tiempo era toda una odisea. Por entonces yo había intentado estudiar Literatura Latinoamericana, Literatura Rusa, Técnicas de Radiodifusión, Técnicas de Conservación de Alimentos, en fin, todo, y ya fuera porque me aburría o porque no ponía atención a las clases o porque simplemente no asistía a éstas, que era básicamente lo que de verdad ocurría, el caso es que en todo había fracasado y un buen día mi padre me amenazó con mandarme a trabajar a una fábrica en Siberia, pobre viejo, él era así.