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Una semana después la policía me detuvo y estuve en la comisaría de Ilininkov en donde me interrogaron durante una hora. Puro trámite. El nuevo jefe se llamaba Igor Borísovich Protopopov, alias Sardinita. No le interesaban las atletas, pero me mantuvo en mi trabajo de apostador y de cargador de partidos. Le serví durante seis meses y después me fui de Rusia. ¿Y Natalia, te preguntarás? A Natalia la vi al día siguiente de matar a Pavlov, muy temprano, en las instalaciones deportivas en donde entrenaba. No le gustó la cara que tenía. Me dijo que parecía muerto. En el tono de su voz percibí un matiz de desprecio, pero también de familiaridad, incluso de cariño. Me reí y le dije que la noche anterior había bebido mucho, que eso era todo. Después me presenté en el hospital donde trabajaba Jimmy Fodeba para que le echaran un vistazo a mis dedos congelados. El asunto no revestía mucha importancia pero untando a unos cuantos conseguimos que me hospitalizaran durante tres días; luego Jimmy cambió los papeles de ingreso y así resultó que cuando mataron a Pavlov yo estaba tirado en la cama, tibiecito y de lo más contento.

Seis meses después, como te dije, me fui de Rusia. Natalia se vino conmigo. Al principio vivimos en París e incluso hablamos de casarnos. Nunca en mi vida he sido tan feliz. Tanto, que ahora incluso me da vergüenza recordarlo. Después vivimos una temporada en Frankfurt y en Stuttgart, en donde Natalia tenía amigos y esperanzas de encontrar un buen trabajo. Los amigos al final resultaron no ser tan buenos y trabajo no encontró, aunque la pobre Natalia intentó hasta el de cocinera en un restaurante ruso. Pero no servía para la cocina. De la muerte de Pavlov rara vez hablamos. Natalia, en contra de la opinión de la policía, tenía la idea de que se lo cargaron sus propios hombres, el Sardinita para ser más precisos, aunque yo le decía que seguramente había sido una banda rival. A Pavlov, lo que son las cosas, lo recordaba como a un caballero y siempre ponderaba su generosidad. Yo la dejaba hablar y me reía por dentro. Una vez le pregunté si era pariente del general Chuikov, el hombre que defendió Stalingrado, la actual Volgogrado. Qué cosas se te ocurren, Roger, me dijo, por supuesto que no. Al año de vivir juntos me dejó por un alemán, un tal Kurt no sé cuántos. Me dijo que estaba enamorada y después lloró de pena por mí o de alegría por ella, no lo sé. Ándate, no más, mala mujer, le dije en castellano. Ella se puso a reír como siempre que yo hablaba en mi idioma. Yo también me puse a reír. Nos tomamos una botella de vodka juntos y nos despedimos. Después, cuando vi que ya nada tenía que hacer en esa ciudad alemana, me vine a Barcelona. Aquí trabajo de profesor de gimnasia en un colegio privado. No me van mal las cosas, me acuesto con putas y soy asiduo de dos bares en donde tengo mi tertulia, como dicen aquí. Pero por las noches, sobre todo por las noches, extraño Rusia y extraño Moscú. Aquí no se está mal, pero no es lo mismo, aunque si me pidieras más precisión no sabría decirte qué es lo que echo de menos. ¿La alegría de estar vivo? No lo sé. Un día de éstos voy a tomar un avión y volveré a Chile.

OTRO CUENTO RUSO

Para Anselmo Sanjuán

En cierta ocasión, después de discutir con un amigo acerca de la identidad peregrina del arte, Amalfitano le refirió una historia que a él le contaron en Barcelona. La historia versaba sobre un sorche de la División Azul española que combatió en la Segunda Guerra Mundial, en el frente ruso, más concretamente en el Grupo de Ejércitos Norte, en una zona cercana a Novgorod.

El sorche era un sevillano bajito, delgado como un palillo y de ojos azules que por esas cosas de la vida (no era un Dionisio Ridruejo ni siquiera un Tomás Salvador, y cuando había que saludar a la romana saludaba, pero tampoco era propiamente un fascista o un falangista) fue a parar a Rusia. Allí, sin que sepa quién empezó, alguien le dijo sorche ven para acá o sorche haz esto o lo otro y al sevillano se le quedó en la cabeza la palabra sorche, pero en la parte oscura de la cabeza, y en ese lugar tan grande y desolador con el paso del tiempo y los sustos diarios se transformó en la palabra chantre. No sé cómo ocurrió, supongamos que se activó un mecanismo infantil, un recuerdo feliz que esperaba su oportunidad para volver.

De modo que el andaluz pensaba sobre sí mismo en los términos y obligaciones de un chantre aunque conscientemente no tenía idea del significado de esta palabra que designa al encargado del coro en algunas catedrales. Pero de alguna manera, y esto es lo notable, a fuerza de pensarse chantre se convirtió en chantre. Durante la terrible navidad del 41 se hizo cargo del coro que cantaba villancicos mientras los rusos machacaban a los del Regimiento 250. En su memoria estos días están llenos de ruido (ruidos secos, constantes) y de una alegría subterránea y un poco fuera de foco. Cantaban, pero era como si las voces llegaran después o incluso antes, y los labios, las gargantas, los ojos de los cantores muchas veces se deslizaban por una suerte de fisura de silencio, en un viaje brevísimo pero igualmente extraño.

Por lo demás, el sevillano se comportó como un valiente, con resignación, aunque el humor se le fue agriando con el paso del tiempo.

No tardó en probar su cuota de sangre. Una tarde, como al descuido, lo hirieron y durante dos semanas permaneció internado en el Hospital Militar de Riga al cuidado de robustas y sonrientes enfermeras del Reich incrédulas ante el color de sus ojos y de algunas feísimas enfermeras españolas voluntarias, probablemente hermanas, cuñadas o primas lejanas de José Antonio.

Cuando lo dieron de alta sucedió algo que para el sevillano tendría graves consecuencias: en vez de recibir un billete con el destino correcto le dieron uno que lo llevó a los cuarteles de un batallón de las SS destacado a unos trescientos kilómetros de su regimiento. Allí, rodeado de alemanes, austríacos, letones, lituanos, daneses, noruegos y suecos, todos mucho más altos y fuertes que él, intentó deshacer el equívoco utilizando un alemán rudimentario, pero los SS le dieron largas y mientras se aclaraba el asunto lo pusieron con una escoba a barrer el cuartel y con un cubo de agua y un estropajo a fregar la oblonga y enorme instalación de madera en donde retenían, interrogaban y torturaban a toda clase de prisioneros.

Sin resignarse del todo, pero cumpliendo con su nueva tarea a conciencia, el sevillano vio pasar el tiempo desde su nuevo cuartel, comiendo mucho mejor que antes y sin exponerse a nuevos peligros ya que el batallón de las SS estaba destinado en la retaguardia, en lucha contra aquellos a quienes llamaban bandidos. Entonces, en el lado oscuro de su cabeza volvió a hacerse legible la palabra sorche. Soy un sorche, se dijo, un recluta bisoño y debo aceptar mi destino. La palabra chantre, poco a poco, desapareció, aunque algunas tardes, bajo un cielo sin límites que lo llenaba de nostalgias sevillanas, resonaba aún por allí, perdida quién sabe dónde. Una vez escuchó cantar a unos soldados alemanes y la recordó, otra vez escuchó cantar a un niño detrás de unas matas y la volvió a recordar, esta vez de forma más precisa, pero cuando dio la vuelta a los arbustos el niño ya no estaba.

Un buen día ocurrió lo que tenía que ocurrir. El cuartel del batallón de las SS fue asaltado y tomado por un regimiento de caballería ruso, según unos, por un grupo de partisanos, según otros. El combate fue corto y se decantó enseguida en contra de los alemanes. Al cabo de una hora los rusos encontraron al sevillano escondido en el edificio oblongo, vestido con el uniforme de auxiliar de las SS y rodeado de las no tan pretéritas infamias allí cometidas. Como quien dice, con las manos en la masa. No tardó en ser atado a una de las sillas que los SS usaban en los interrogatorios, una de esas sillas con correas en las patas y en los reposos y a todo lo que los rusos preguntaban él respondía en español que no entendía y que allí sólo era un mandado. También intentó decirlo en alemán, pero en este idioma apenas conocía cuatro palabras y los rusos ninguna. Éstos, tras una rápida sesión de bofetadas y patadas, fueron a buscar a uno que sabía alemán y que se dedicaba a interrogar prisioneros en otra de las celdas del edificio oblongo. Antes de que regresaran el sevillano escuchó disparos, supo que estaban matando a algunos de los SS y perdió las esperanzas de salir bien librado que aún tenía; no obstante, cuando los disparos cesaron volvió a aferrarse a la vida con todo su ser. El que sabía alemán le preguntó qué hacía allí, cuál era su función y su grado. El sevillano, en alemán, intentó explicarlo, pero en vano. Los rusos entonces le abrieron la boca y con unas tenazas que los alemanes destinaban para otras partes de la anatomía empezaron a tirar y a apretar su lengua. El dolor que sintió lo hizo lagrimear y dijo, o más bien gritó, la palabra coño. Con las tenazas dentro de la boca el exabrupto español se transformó y salió al espacio convertido en la ululante palabra kunst.