El ruso que sabía alemán lo miró extrañado. El sevillano gritaba kunst, kunst, y lloraba de dolor. La palabra kunst, en alemán, quiere decir arte y el soldado bilingüe así lo entendió y dijo que aquel hijo de puta era un artista o algo parecido. Los que torturaban al sevillano retiraron la tenaza con un trocito de lengua y esperaron, momentáneamente hipnotizados por el descubrimiento. La palabra arte. Lo que amansa a las fieras. Y así, como fieras amansadas, los rusos se dieron un respiro y esperaron alguna señal mientras el sorche sangraba por la boca y tragaba su sangre mezclada con grandes dosis de saliva y se ahogaba. La palabra coño, metamorfoseada en la palabra arte, le había salvado la vida. Cuando salió del edificio oblongo el sol estaba ocultándose pero le hirió los ojos como si hubiera sido mediodía.
Se lo llevaron con el resto escaso de prisioneros y poco después otro ruso que sabía español pudo escuchar su historia y el sevillano fue a parar a un campo de prisioneros en Siberia mientras sus accidentales compañeros de iniquidades eran pasados por las armas. En Siberia estuvo hasta bien entrada la década del cincuenta. En 1957 se instaló en Barcelona. A veces abría la boca y contaba sus batallitas con muy buen humor. Otras abría la boca y mostraba a quien quisiera verlo el trozo de lengua que le faltaba. Apenas era perceptible. El sevillano, cuando se lo decían, explicaba que la lengua con los años le había crecido. Amalfitano no lo conoció personalmente, pero cuando le contaron la historia el sevillano todavía vivía en una portería de Barcelona.
WILLIAM BURNS
William Burns, de Ventura, California del Sur, le contó esta historia a mi amigo Pancho Monge, policía de Santa Teresa, Sonora, que a su vez me la refirió a mí. Según Monge, el norteamericano era un tipo tranquilo, que jamás perdía los nervios, afirmación que parece contradecirse con el desarrollo del siguiente relato. Habla Burns:
Era una época triste de mi vida. El trabajo pasaba por una mala racha. Me aburría soberanamente, yo, que antes nunca me aburría. Salía con dos mujeres. Eso sí que lo recuerdo con claridad. Una era más bien veterana, de mi edad, y la otra casi una niña. Aunque a veces parecían dos viejas enfermas y llenas de rencor, y a veces parecían dos niñas a las que sólo les gustaba jugar. La diferencia de edades no era tan grande como para que se las confundiera con madre e hija, pero casi. En fin, ésas son cosas que un hombre sólo puede suponer, nunca se sabe. El caso es que estas mujeres tenían dos perros, uno grande y otro pequeño. Y yo nunca supe cuál perro era de cuál mujer. Por aquellos días compartían una casa en las afueras de un pueblo de montaña, un lugar de veraneantes. Cuando comenté con alguien, un amigo o un conocido, que me iba a ir a pasar una temporada allí, éste me recomendó que llevara mi caña de pescar. Pero yo no tengo caña de pescar. Otro me habló de almacenes y de cabañas, una vida regalada, un descanso para la mente. Sin embargo yo no fui con ellas de vacaciones, estaba allí para cuidarlas. ¿Por qué me pidieron que las cuidara? Según dijeron, había un tipo que quería hacerles daño. Ellas lo llamaban el asesino. Cuando les pregunté el motivo, no supieron qué decir o acaso prefirieron que sobre eso yo no supiera nada. Así que me hice una idea del asunto. Ellas tenían miedo, ellas creían que estaban en peligro, todo posiblemente era una falsa alarma. Pero yo no soy quién para desmentir a nadie, menos cuando se trata de mi trabajo, y pensé que al cabo de una semana ellas solas llegarían a esa conclusión. Así que me fui con ellas y con sus perros a la montaña y nos instalamos en una casita de madera y de piedra llena de ventanas, posiblemente la casa con más ventanas que he visto en mi vida, todas de distinto tamaño, distribuidas de forma arbitraria. Vista desde fuera, a juzgar por las ventanas, la casa parecía tener tres plantas cuando en realidad eran sólo dos. Desde dentro, sobre todo desde la sala y algunas habitaciones del primer piso, la sensación que producía era de mareo, de exaltación, de locura. En la habitación que me asignaron sólo había dos, y no muy grandes, pero una encima de la otra, la superior hasta casi tocar el cielorraso, la inferior a menos de cuarenta centímetros del suelo. La vida, sin embargo, era agradable. La mujer más vieja escribía todas las mañanas, pero no encerrada como dicen que es habitual en los escritores sino en la mesa de la sala, sobre la que armaba su computadora portátil. La mujer más joven se dedicaba a la jardinería y a jugar con los perros y a conversar conmigo. Generalmente era yo el que preparaba la comida y aunque no soy un cocinero excelente ellas alababan los platos que les ponía. Hubiera podido vivir así el resto de mi vida. Un día, sin embargo, los perros se perdieron y salí a buscarlos. Recuerdo que recorrí, armado sólo con una linterna, un bosque que quedaba cerca, y que me asomé a los jardines de casas deshabitadas. No los encontré en ningún sitio. Cuando volví a la casa las mujeres me miraron como si yo fuera el responsable de la desaparición de los perros. Entonces dijeron un nombre, el nombre del asesino. Fueron ellas quienes lo llamaron así desde el principio. No les creí, pero escuché todo lo que tenían que decirme. Las mujeres hablaron de amores escolares, problemas económicos, rencor acumulado. No me cabía en la cabeza cómo ambas pudieron tener relaciones en la escuela con un mismo hombre dada la diferencia de edades que existía entre ellas. Pero más no quisieron decirme. Esa noche, pese a las recriminaciones, una de ellas vino a mi habitación. No encendió la luz, yo estaba medio dormido, al final no supe quién era. Cuando desperté, con las primeras luces de la mañana, estaba solo. Aquel día decidí ir al pueblo y visitar al hombre que ellas temían. Les pedí la dirección, les dije que se encerraran en la casa y que no se movieran de allí hasta mi regreso. Bajé en la furgoneta de la más vieja. Justo antes de entrar en el pueblo, en los terrenos baldíos de una antigua fábrica de conservas, vi a los perros y los llamé. Éstos se acercaron con expresión humilde y moviendo la cola. Los metí en el interior de la furgoneta y riéndome de los temores que había experimentado la noche anterior me dediqué a dar una vuelta por el pueblo. Inevitablemente, me acerqué a la dirección que las mujeres me proporcionaron. Digamos que el tipo se llamaba Bedloe. Tenía un almacén en el centro, un almacén para turistas en donde vendía desde cañas de pescar hasta camisas a cuadros y chocolatinas. Durante un rato me dediqué a curiosear entre las estanterías. El hombre parecía un actor de cine, no debía de tener más de treintaicinco años, fuerte, de pelo negro, y leía el periódico sobre el mostrador. Iba vestido con pantalones de lona y camiseta. El almacén sin duda era un buen negocio, está en una calle céntrica transitada indistintamente por coches y tranvías. Los precios de los artículos son elevados. Durante un rato me dediqué a examinar precios y mercaderías. Al marcharme, no sé por qué, sentí que el pobre tipo estaba perdido. No había recorrido más de diez metros cuando me percaté de que su perro me seguía. Hasta ese momento no me di cuenta de su presencia en el almacén, era un perro grande, negro, posiblemente una mezcla de pastor alemán y otra raza. Nunca he tenido perro, no sé qué demonios los mueve a hacer una cosa u otra, pero lo cierto es que el perro de Bedloe me siguió. Por supuesto, intenté que el perro volviera al almacén, pero no me hizo caso. Así que me puse a caminar de vuelta a la furgoneta, con el perro a mi lado, y entonces sentí el silbido. A mis espaldas, el almacenero silbaba llamando a su perro. No volví la vista atrás, pero sé que salió y que nos buscó. Mi reacción fue automática, irreflexiva: intenté que no me viera, que no nos viera. Recuerdo que me oculté, el perro pegado a mis piernas, tras un tranvía de color rojo oscuro, como sangre seca. Cuando más protegido me sentía el tranvía se puso en movimiento y desde la otra acera el almacenero me vio o vio al perro y me hizo señas con las manos, algo que podía significar que cogiera al perro o que ahorcara al perro o que no me moviera de allí hasta que él cruzara la calle. Que fue exactamente lo que no hice, le di la espalda y me perdí entre la multitud, mientras él gritaba algo así como deténgase, mi perro, amigo, mi perro. ¿Por qué me comporté de esa manera? No lo sé. Lo cierto es que el perro del almacenero me siguió dócilmente hasta donde tenía aparcada la furgoneta y apenas abrí la puerta, sin darme tiempo a reaccionar, se metió dentro y no hubo manera de sacarlo. Cuando me vieron llegar con tres perros las mujeres no dijeron nada y se dedicaron a jugar con los animales. El perro del almacenero parecía conocerlas desde siempre. Esa tarde hablamos de muchas cosas. Empecé por contarles todo lo que me había sucedido en el pueblo, luego ellas hablaron de su pasado, de sus trabajos, una fue maestra, la otra peluquera, ambas renunciaron a esas ocupaciones aunque de vez en cuando, dijeron, cuidaban niños con problemas. En un momento indeterminado me descubrí diciendo algo sobre la necesidad de vigilar permanentemente la casa. Las mujeres me miraron y asintieron con una sonrisa. Lamenté haber hablado de esa manera. Después comimos. Aquella noche yo no preparé la comida. La conversación languideció hasta llegar a un silencio sólo interrumpido por nuestras mandíbulas, por nuestros dientes, por las carreras de los perros afuera, alrededor de la casa. Más tarde nos pusimos a beber. Una de las mujeres, no recuerdo cuál, habló sobre la redondez de la Tierra, sobre preservación, sobre voces de médicos. Yo pensaba en otras cosas y no le presté atención. Supongo que se refería a los indios que antaño habitaron en las laderas de estas montañas. No pude soportarlo más y me levanté, recogí la mesa y me encerré en la cocina a lavar los platos, pero incluso desde allí seguía escuchándolas. Cuando volví a la sala, la más joven estaba tirada en el sofá, a medias cubierta con una manta, y la otra hablaba ahora de una gran ciudad, como si alabara la vida de una gran ciudad, pero en realidad burlándose de ella, eso lo supe porque de tanto en tanto ambas se reían. Nunca comprendí el humor de aquellas mujeres. Me gustaban, las apreciaba, pero su sentido del humor me sonaba a falso, a impostado. La botella de whisky que yo mismo abrí después de la cena estaba medio vacía. Eso me preocupó, no tenía intención de emborracharme, no quería que ellas se emborracharan y me dejaran solo. Así que me senté junto a ellas y les dije que debíamos solucionar algunas cosas. ¿Qué cosas?, dijeron fingiendo una sorpresa que no sentían o tal vez un poco sorprendidas de verdad. La casa tiene demasiados puntos débiles, les dije. Eso hay que solucionarlo. Enuméralos, dijo una de ellas. De acuerdo, dije, y comencé por señalar su lejanía del pueblo, su desamparo, pero pronto me di cuenta de que no me escuchaban. Hacían como que me escuchaban, pero no me escuchaban. Si yo fuera un perro, pensé con rencor, estas mujeres me tendrían un poco más de consideración. Más tarde, cuando comprendí que los tres estábamos desvelados, hablaron de niños y sus voces hicieron que se me encogiera el corazón. Yo he visto horrores, maldades que harían retroceder a tipos duros, pero aquella noche, al escucharlas, el corazón se me encogió hasta casi desaparecer. Quise meter baza, quise saber si rememoraban su infancia o hablaban de niños reales, niños que aún son niños, pero no pude. Tenía la garganta como llena de vendas y algodones esterilizados. De pronto, en medio de la conversación o del monólogo a dos voces, tuve un presentimiento y me acerqué sigilosamente a una de las ventanas de la sala, una ventana pequeña y absurda como ojo de buey, en una esquina, demasiado cerca del ventanal principal como para tener ninguna función. Sé que en el último segundo las mujeres me miraron, se dieron cuenta que ocurría algo, yo sólo alcancé a hacerles la señal de silencio, el índice sobre los labios antes de descorrer la cortina y ver al otro lado la cabeza de Bedloe, la cabeza del asesino. Lo que ocurrió a continuación es confuso. Y es confuso porque el pánico es contagioso. El asesino, lo supe en el acto, se puso a correr alrededor de la casa. Las mujeres y yo nos pusimos a correr por el interior. Dos círculos: él buscando la entrada, evidentemente una ventana que se nos hubiera quedado abierta; las mujeres y yo comprobando las puertas, cerrando las ventanas. Sé que no hice lo que debí hacer: ir a mi habitación, coger mi arma y luego salir al patio y reducir a aquel hombre. En vez de eso me puse a pensar que los perros no estaban en casa, a desear que no les ocurriera nada malo, la perra estaba preñada, eso creo recordar, no estoy seguro, alguien me había dicho algo al respecto. En cualquier caso en ese momento, sin dejar de correr, oí que una de las mujeres decía: Jesús, la perra, la perra, y pensé en la telepatía, pensé en la felicidad, temí que la que había hablado, fuera la que fuera, saliera a buscar a la perra. Por suerte, ninguna de las dos hizo ademán de salir de la casa. Menos mal. Menos mal, pensé. Justo en ese momento (nunca lo podré olvidar) entré en una habitación del primer piso que no conocía. Era alargada y estrecha, oscura, sólo iluminada por la luna y por un resplandor apagado proveniente de las luces del porche. Y en ese momento supe, con una certeza parecida al terror, que era el destino (o el infortunio, para el caso lo mismo) el que me había conducido hasta allí. Al fondo, al otro lado de la ventana, vi la silueta del almacenero. Me agaché dominando a duras penas mis temblores (todo el cuerpo me temblaba, estaba sudando a mares) y esperé. El asesino abrió la ventana con una facilidad que no dejó de sorprenderme y se introdujo silenciosamente en la habitación. Ésta tenía tres camas de madera, estrechas, y sus respectivas mesitas de noche. A pocos centímetros de las cabeceras vi tres estampas enmarcadas. El asesino se detuvo un instante. Lo sentí respirar, el aire entró con un ruido saludable en sus pulmones. Luego caminó a tientas, entre la pared y los pies de las camas, directamente hacia donde yo lo aguardaba. Supe que no me había visto, me pareció imposible, agradecí interiormente mi buena suerte, cuando llegó junto a mí lo cogí de los pies y lo hice caer. Ya en el suelo lo pateé con la intención de hacerle el mayor daño posible. Está aquí, está aquí, grité, pero las mujeres no me oyeron (en ese momento yo tampoco las oía correr) y la habitación desconocida me pareció como una prefiguración de mi cerebro, la única casa, el único techo. No sé cuánto tiempo permanecí allí, golpeando el cuerpo caído, sólo recuerdo que alguien abrió la puerta tras de mí, palabras cuyo significado no entendí, una mano sobre mi hombro. Después volví a quedarme solo y dejé de golpear. Durante unos instantes no supe