sobre el mostrador. Iba vestido con pantalones de lona y camiseta. El almacén sin duda era un buen negocio, está en una calle céntrica transitada indistintamente por coches y tranvías. Los precios de los artículos son elevados. Durante un rato me dediqué a examinar precios y mercaderías. Al marcharme, no sé por qué, sentí que el pobre tipo estaba perdido. No había recorrido más de diez metros cuando me percaté de que su perro me seguía. Hasta ese momento no me di cuenta de su presencia en el almacén, era un perro grande, negro, posiblemente una mezcla de pastor alemán y otra raza. Nunca he tenido perro, no sé qué demonios los mueve a hacer una cosa u otra, pero lo cierto es que el perro de Bedloe me siguió. Por supuesto, intenté que el perro volviera al almacén, pero no me hizo caso. Así que me puse a caminar de vuelta a la furgoneta, con el perro a mi lado, y entonces sentí el silbido. A mis espaldas, el almacenero silbaba llamando a su perro. No volví la vista atrás, pero sé que salió y que nos buscó. Mi reacción fue automática, irreflexiva: intenté que no me viera, que no nos viera. Recuerdo que me oculté, el perro pegado a mis piernas, tras un tranvía de color rojo oscuro, como sangre seca. Cuando más protegido me sentía el tranvía se puso en movimiento y desde la otra acera el almacenero me vio o vio al perro y me hizo señas con las manos, algo que podía significar que cogiera al perro o que ahorcara al perro o que no me moviera de allí hasta que él cruzara la calle. Que fue exactamente lo que no hice, le di la espalda y me perdí entre la multitud, mientras él gritaba algo así como deténgase, mi perro, amigo, mi perro. ¿Por qué me comporté de esa manera? No lo sé. Lo cierto es que el perro del almacenero me siguió dócilmente hasta donde tenía aparcada la furgoneta y apenas abrí la puerta, sin darme tiempo a reaccionar, se metió dentro y no hubo manera de sacarlo. Cuando me vieron llegar con tres perros las mujeres no dijeron nada y se dedicaron a jugar con los animales. El perro del almacenero parecía conocerlas desde siempre. Esa tarde hablamos de muchas cosas. Empecé por contarles todo lo que me había sucedido en el pueblo, luego ellas hablaron de su pasado, de sus trabajos, una fue maestra, la otra peluquera, ambas renunciaron a esas ocupaciones aunque de vez en cuando, dijeron, cuidaban niños con problemas. En un momento indeterminado me descubrí diciendo algo sobre la necesidad de vigilar permanentemente la casa. Las mujeres me miraron y asintieron con una sonrisa. Lamenté haber hablado de esa manera. Después comimos. Aquella noche yo no preparé la comida. La conversación languideció hasta llegar a un silencio sólo interrumpido por nuestras mandíbulas, por nuestros dientes, por las carreras de los perros afuera, alrededor de la casa. Más tarde nos pusimos a beber. Una de las mujeres, no recuerdo cuál, habló sobre la redondez de la Tierra, sobre preservación, sobre voces de médicos. Yo pensaba en otras cosas y no le presté atención. Supongo que se refería a los indios que antaño habitaron en las laderas de estas montañas. No pude soportarlo más y me levanté, recogí la mesa y me encerré en la cocina a lavar los platos, pero incluso desde allí seguía escuchándolas. Cuando volví a la sala, la más joven estaba tirada en el sofá, a medias cubierta con una manta, y la otra hablaba ahora de una gran ciudad, como si alabara la vida de una gran ciudad, pero en realidad burlándose de ella, eso lo supe porque de tanto en tanto ambas se reían. Nunca comprendí el humor de aquellas mujeres. Me gustaban, las apreciaba, pero su sentido del humor me sonaba a falso, a impostado. La botella de whisky que yo mismo abrí después de la cena estaba medio vacía. Eso me preocupó, no tenía intención de emborracharme, no quería que ellas se emborracharan y me dejaran solo. Así que me senté junto a ellas y les dije que debíamos solucionar algunas cosas. ¿Qué cosas?, dijeron fingiendo una sorpresa que no sentían o tal vez un poco sorprendidas de verdad. La casa tiene demasiados puntos débiles, les dije. Eso hay que solucionarlo. Enuméralos, dijo una de ellas. De acuerdo, dije, y comencé por señalar su lejanía del pueblo, su desamparo, pero pronto me di cuenta de que no me escuchaban. Hacían como que me escuchaban, pero no me escuchaban. Si yo fuera un perro, pensé con rencor, estas mujeres me tendrían un poco más de consideración. Más tarde, cuando comprendí que los tres estábamos desvelados, hablaron de niños y sus voces hicieron que se me encogiera el corazón. Yo he visto horrores, maldades que harían retroceder a tipos duros, pero aquella noche, al escucharlas, el corazón se me encogió hasta casi desaparecer. Quise meter baza, quise saber si rememoraban su infancia o hablaban de niños reales, niños que aún son niños, pero no pude. Tenía la garganta como llena de vendas y algodones esterilizados. De pronto, en medio de la conversación o del monólogo a dos voces, tuve un presentimiento y me acerqué sigilosamente a una de las ventanas de la sala, una ventana pequeña y absurda como ojo de buey, en una esquina, demasiado cerca del ventanal principal como para tener ninguna función. Sé que en el último segundo las mujeres me miraron, se dieron cuenta que ocurría algo, yo sólo alcancé a hacerles la señal de silencio, el índice sobre los labios antes de descorrer la cortina y ver al otro lado la cabeza de Bedloe, la cabeza del asesino. Lo que ocurrió a continuación es confuso. Y es confuso porque el pánico es contagioso. El asesino, lo supe en el acto, se puso a correr alrededor de la casa. Las mujeres y yo nos pusimos a correr por el interior. Dos círculos: él buscando la entrada, evidentemente una ventana que se nos hubiera quedado abierta; las mujeres y yo comprobando las puertas, cerrando las ventanas. Sé que no hice lo que debí hacer: ir a mi habitación, coger mi arma y luego salir al patio y reducir a aquel hombre. En vez de eso me puse a pensar que los perros no estaban en casa, a desear que no les ocurriera nada malo, la perra estaba preñada, eso creo recordar, no estoy seguro, alguien me había dicho algo al respecto. En cualquier caso en ese momento, sin dejar de correr, oí que una de las mujeres decía: Jesús, la perra, la perra, y pensé en la telepatía, pensé en la felicidad, temí que la que había hablado, fuera la que fuera, saliera a buscar a la perra. Por suerte, ninguna de las dos hizo ademán de salir de la casa. Menos mal. Menos mal, pensé. Justo en ese momento (nunca lo podré olvidar) entré en una habitación del primer piso que no conocía. Era alargada y estrecha, oscura, sólo iluminada por la luna y por un resplandor apagado proveniente de las luces del porche. Y en ese momento supe, con una certeza parecida al terror, que era el destino (o el infortunio, para el caso lo mismo) el que me había conducido hasta allí. Al fondo, al otro lado de la ventana, vi la silueta del almacenero. Me agaché dominando a duras penas mis temblores (todo el cuerpo me temblaba, estaba sudando a mares) y esperé. El asesino abrió la ventana con una facilidad que no dejó de sorprenderme y se introdujo silenciosamente en la habitación. Ésta tenía tres camas de madera, estrechas, y sus respectivas mesitas de noche. A pocos centímetros de las cabeceras vi tres estampas enmarcadas. El asesino se detuvo un instante. Lo sentí respirar, el aire entró con un ruido saludable en sus pulmones. Luego caminó a tientas, entre la pared y los pies de las camas, directamente hacia donde yo lo aguardaba. Supe que no me había visto, me pareció imposible, agradecí interiormente mi buena suerte, cuando llegó junto a mí lo cogí de los pies y lo hice caer. Ya en el suelo lo pateé con la intención de hacerle el mayor daño posible. Está aquí, está aquí, grité, pero las mujeres no me oyeron (en ese momento yo tampoco las oía correr) y la habitación desconocida me pareció como una prefiguración de mi cerebro, la única casa, el único techo. No sé cuánto tiempo permanecí allí, golpeando el cuerpo caído, sólo recuerdo que alguien abrió la puerta tras de mí, palabras cuyo significado no entendí, una mano sobre mi hombro. Después volví a quedarme solo y dejé de golpear. Durante unos instantes no supe qué hacer, me sentía aturdido y cansado. Por fin, reaccioné y arrastré el cuerpo hacia la sala. Allí, sentadas muy juntas en el sofá, casi abrazadas (pero no estaban abrazadas), encontré a las mujeres. No sé por qué, algo en la escena evocó en mí una fiesta de cumpleaños. En sus miradas descubrí inquietud, un rescoldo de miedo, pero no por lo que acababa de ocurrir sino por el estado en que mis golpes dejaron a Bedloe. Y son sus miradas, precisamente, las que hacen que deje caer el cuerpo sobre la alfombra, las que hacen que el cuerpo se me deslice de las manos. El rostro de Bedloe era una máscara ensangrentada que la luz de la sala resaltaba con crudeza. En donde estaba la nariz sólo había una masa sanguinolenta. Le busqué los latidos del corazón. Las mujeres me miraban sin hacer el menor movimiento. Este tipo está muerto, dije. Antes de salir al porche, oí que una de ellas suspiraba. Me fumé un cigarrillo contemplando las estrellas, pensando en la explicación que daría posteriormente a las autoridades del pueblo. Cuando volví a entrar, ellas estaban a cuatro patas desnudando el cadáver y no pude reprimir un grito. Ni siquiera me miraron. Creo que bebí un vaso de whisky y luego volví a salir, creo que me llevé la botella. No sé cuánto tiempo permanecí allí, fumando y bebiendo, dándoles tiempo a las mujeres a terminar su faena. Poco a poco comencé a rebobinar los hechos. Recordé al hombre que miraba tras la ventana, recordé su mirada y ahora reconocí el miedo, recordé cuando perdió a su perro, lo recordé finalmente leyendo el periódico en el fondo del almacén. Recordé, también, la luz del día anterior, y la luz del interior del almacén y la luz del porche vista desde el interior de la habitación en donde yo lo había matado. Después me dediqué a observar a los perros, que tampoco dormían y que corrían de un extremo a otro del patio. La verja de madera estaba rota en algunas partes y alguien, algún día, debería arreglarla, pensé, pero ese alguien no iba a ser yo. Comenzó a amanecer al otro lado de las montañas. Los perros subieron al porche buscando una caricia, tal vez cansados de tanto juego nocturno. Sólo estaban los dos de siempre. Silbé, llamando al otro, pero no apareció. Con el primer temblor de frío me llegó la revelación. El hombre muerto no era ningún asesino. El verdadero, oculto en algún lugar lejano, o más probablemente la fatalidad, nos había engañado. Bedloe no quería matar a nadie, sólo buscaba a su perro. Pobre desgraciado, pensé. Los perros volvieron a perseguirse a lo largo del patio. Abrí la puerta y miré a las mujeres, sin fuerzas para entrar en la sala. El cuerpo de Bedloe otra vez estaba vestido. Incluso mejor vestido que antes. Iba a decirles algo, pero me pareció inútil y volví al porche. Una de las mujeres salió detrás de mí. Ahora tenemos que deshacernos del cadáver, dijo a mis espaldas. Sí, dije yo. Más tarde ayudé a meter a Bedloe en la parte de atrás de la furgoneta. Partimos hacia las montañas. La vida no tiene sentido, dijo la mujer más vieja. Yo no le contesté, yo cavé una fosa. Al volver, mientras ellas se duchaban, limpié la furgoneta y después preparé mis cosas. ¿Qué vas a hacer ahora?, me preguntaron mientras desayunábamos en el porche contemplando las nubes. Voy a volver a la ciudad, les dije, voy a retomar la investigación exactamente en el punto en donde me perdí.