– O sea que tenía que haber combatido.
– Nosotros sólo éramos cuatro y el gordo y su gente eran cinco. Nosotros sólo llevábamos las armas reglamentarias y el gordo tenía hasta un bazooka.
– No era un bazooka, compadre.
– ¡Era un Franchi Spas-15! Y también tenía un par de escopetas de cañones recortados. Pero el gordo Loayza se entregó sin disparar un tiro.
– ¿Tú hubieras preferido que hubiera habido pelea?
– Ni loco. Pero si el gordo en vez de llamarse Loayza se hubiera llamado Mac Curly, nos hubiera recibido a balazos y tal vez ahora no estaría en la cárcel.
– Tal vez ahora estaría muerto…
– O libre, no sé si me sigues.
– Mac Curly, parece el nombre de un vaquero, me suena esa película.
– A mí también, creo que la vimos juntos.
– Tú y yo no vamos juntos al cine desde hace siglos.
– Más o menos entonces la vimos.
– Qué arsenal tenía el gordo Loayza, ¿te acuerdas cómo nos recibió?
– Riéndose a gritos.
– Yo creo que era por los nervios. Uno de la banda se puso a llorar. Me parece que no tenía ni dieciséis años.
– Pero el gordo tenía más de cuarenta y se las daba de duro. Pon los pies en la tierra: en este país no existen los tipos duros.
– ¿Cómo que no existen los tipos duros? Yo los he visto durísimos.
– Locos habrás visto a montones, pero duros muy pocos, ¡o ninguno!
– ¿Y qué me dices de Raulito Sánchez? ¿Te acuerdas de Raulito Sánchez, el que tenía un Manurhin?
– Cómo no me voy a acordar.
– ¿Y qué me dices de él?
– Que se tenía que haber deshecho del revólver a la primera. Ahí estuvo su perdición. No hay nada más fácil que seguirle la pista a un Magnum.
– ¿El Manurhin es un Magnum?
– Claro que es un Magnum.
– Yo creía que era un arma francesa.
– Es un.357 Magnum francés. Por eso no se deshizo de él. Le cogió cariño, es un arma cara, de ese tipo hay pocas en Chile.
– Cada día se aprende algo.
– Pobre Raulito Sánchez.
– Dicen que murió en la cárcel.
– No, murió poco después de salir, en una pensión de Arica.
– Dicen que tenía los pulmones destrozados.
– Desde chico estuvo escupiendo sangre, pero aguantó como un valiente.
– Bien silencioso recuerdo que era.
– Silencioso y trabajador, aunque demasiado apegado a las cosas materiales de la vida. El Manurhin fue su perdición.
– ¡Su perdición fueron las putas!
– Pero si Raulito Sánchez era colisa.
– No tenía ni idea, te lo prometo. El tiempo no respeta nada, caen hasta las torres más altas.
– Qué tienen que ver las torres en este entierro.
– Yo lo recuerdo como un gallo muy hombre, no sé si me sigues.
– Qué tiene que ver la hombría.
– Pero hombre, a su manera, sí que era, ¿no?
– La verdad, no sé qué opinión darte.
– Al menos una vez yo me lo encontré con putas. Asco no les hacía a las putas.
– Raulito Sánchez no le hacía ascos a nada, pero me consta que nunca conoció mujer.
– Ésa es una afirmación muy tajante, compadre, tenga cuidado con lo que dice. Los muertos siempre nos miran.
– Qué van a mirar los muertos. Los muertos están acostumbrados a quedarse quietos. Los muertos son una mierda.
– ¿Cómo que son una mierda?
– Lo único que hacen es joderle la paciencia a los vivos.
– Siento disentir, compadre, yo por los finados siento demasiado respeto.
– Pero nunca vas al cementerio.
– ¿Cómo que no voy al cementerio?
– A ver: ¿cuándo es el día de los muertos?
– Ahí me pillaste chanchito. Yo voy cuando me da la gana.
– ¿Tú crees en aparecidos?
– No tengo una opinión formada, pero hay experiencias que ponen los pelos de punta.
– A eso quería llegar.
– ¿Lo dices por Raulito Sánchez?
– Exacto. Antes de morirse de verdad, por lo menos en dos ocasiones se hizo el muerto. Una de ellas en una picada de putas. ¿Te acuerdas de la Doris Villalón? Se pasó toda una noche con ella en el cementerio, los dos debajo de la misma manta, y según contó la Doris en toda la noche no ocurrió nada.
– Pero a la Doris el pelo se le puso blanco.
– Hay versiones para todos.
– Pero lo cierto es que encaneció en una sola noche, como la reina Antonieta.
– Yo sé de buena mano que tenía frío y que se metieron en un nicho vacío, después las cosas se complican. Según me contó una amiga de la Doris, al principio intentó hacerle una paja al Raulito, pero el Raulito no estaba para la función y al final se quedó dormido.
– Qué sangre fría tenía ese hombre.
– Después, cuando ya no se escuchaban los ladridos, la Doris quiso bajar del nicho y entonces se apareció el fantasma.
– ¿Así que la Doris se quedó canosa por un fantasma?
– Eso era lo que contaban.
– Puede que sólo fuera el yeso del cementerio.
– Cuesta creer en aparecidos.
– ¿Y a todo esto el Raulito seguía durmiendo?
– Durmiendo y sin haber tocado a esa pobre mujer.
– ¿Y a la mañana siguiente cómo estaba el pelo de él?
– Negro como siempre, pero no hay constancia escrita porque ipso facto se mandó a cambiar.
– O sea que puede que el yeso no tuviera velas en el entierro.
– Puede que haya sido un susto.
– Un susto en la comisaría.
– O que se le decolorara la permanente.
– Ésos son los misterios de la condición humana. En cualquier caso, el Raulito nunca probó una mina.
– Pero bien hombre que parecía.
– En Chile ya no quedan hombres, compadre.
– Ahora sí que me dejas helado. Cuidado con el volante. No te me pongas nervioso.
– Creo que fue un conejo, lo debo haber atropellado.
– ¿Cómo que no quedan hombres?
– A todos los hemos matado.
– ¿Cómo que los hemos matado? Yo en mi vida he matado a nadie. Y lo tuyo fue en cumplimiento del deber.
– ¿El deber?
– El deber, la obligación, el mantenimiento del orden, nuestro trabajo, en una palabra. ¿O preferís cobrar por estar sentado?
– Nunca me gustó estar sentado, tengo una araña en el poto, pero precisamente por eso mismo debí haberme largado.
– ¿Y entonces en Chile quedarían hombres?
– No me tome por loco, compadre, y menos teniendo el volante.
– Usted tranquilo y la vista al frente. ¿Pero qué tiene que ver Chile en esta historia?
– Tiene que ver todo y puede que me quede corto.
– Me estoy haciendo una idea.
– ¿Te acuerdas del 73?
– Era en lo que estaba pensando.
– Allí los matamos a todos.
– Mejor no aceleres tanto, al menos mientras me lo explicas.
– Poco es lo que hay que explicar. Llorar, sí, explicar, no.
– De todas maneras, conversemos que el viaje es largo. ¿A quiénes matamos en el 73?
– A los gallos de verdad de la patria.
– No es para tanto, compadre. Además, nosotros fuimos los primeros, ¿ya no te acordái que estuvimos presos?
– Pero no fueron más de tres días.
– Pero fueron los tres primeros días, la verdad, yo estaba cagado.
– Pero nos soltaron a los tres días.
– A algunos no los soltaron nunca, como al inspector Tovar, el huaso Tovar, un gallo valiente, ¿te acuerdas?
– ¿A ése lo fondearon en la Quiriquina?
– Eso le dijimos a la viuda, pero la verdad nunca se supo.
– Eso es lo que a veces me mata.
– Para qué hacerse mala sangre.
– Se me aparecen los muertos en los sueños, se me mezclan con los que no están ni vivos ni muertos.
– ¿Cómo que no están ni vivos ni muertos?
– Quiero decir los que han cambiado, los que han crecido, nosotros mismos sin ir más lejos.