– Y él seguro que te dijo fantástico, Arancibia, fantástico, no me esperaba menos de ti.
– Algo por el estilo, cuidado con esa curva.
– Y tú le dijiste qué haces aquí, Belano, ¿no te habías ido a vivir a México? Y él te dijo que había vuelto, y por supuesto que era inocente, como cualquier ciudadano.
– Me pidió que le hiciera la gauchada de dejarlo telefonear.
– Y tú lo dejaste llamar por teléfono.
– Esa misma tarde.
– Y le hablaste de mí.
– Le dije: Contreras también está aquí y él creyó que tú estabas preso.
– Encerrado en un calabozo, dando alaridos a las tres de la mañana, como el gordo Martinazzo.
– ¿Quién era Martinazzo? Ya no me acuerdo.
– Uno que teníamos de paso. Si Belano era de sueño ligero escucharía sus gritos cada noche.
– Pero yo le dije no, compadre, Contreras es detective también, y le soplé al oído: pero de izquierdas, no se lo digas a nadie.
– Mala cosa haberle dicho eso.
– No te iba a dejar en la estacada.
– ¿Y Belano qué dijo cuando se lo dijiste?
– Puso cara de no creerme. Puso cara de no saber quién carajos era Contreras. Puso cara de pensar este tira reculiado está a punto de llevarme al matadero.
– Y eso que era un cabro confiado.
– A los quince años todos somos confiados.
– Yo no confiaba ni en mi madre.
– ¿Cómo que no confiabas ni en tu madre? Con la madre no se juega.
– Precisamente por eso.
– Y luego le dije: esta mañana verás a Contreras, cuando los saquen a los cagaderos, fíjate bien, él te hará una señal. Y Belano me dijo okey, pero que le solucionara lo del teléfono. Sólo se preocupaba por la llamada.
– Era para que le trajeran comida.
– En cualquier caso cuando nos despedimos se quedó contento. A veces pienso que si nos hubiéramos visto en la calle tal vez no me hubiera ni saludado. El mundo da muchas vueltas.
– No te hubiera reconocido. En el liceo no eras de sus amigos.
– Ni tú tampoco.
– Pero a mí sí me reconoció. Cuando los sacaron a eso de las once, todos los presos políticos en fila india, yo me acerqué al corredor que daba a los baños y lo saludé de lejos con un movimiento de cabeza. Él era el más joven de los detenidos y no se le veía muy bien.
– ¿Pero te reconoció o no te reconoció?
– Claro que me reconoció. Nos sonreímos a lo lejos y entonces él pensó que todo lo que tú le habías dicho era verdad.
– ¿Qué le dije yo a Belano, vamos a ver?
– Todo un montón de mentiras, me lo contó cuando lo fui a ver.
– ¿Cuándo lo fuiste a ver?
– Esa misma noche, después de que trasladaran a casi todos los presos. Belano se había quedado solo, todavía faltaban horas para la llegada de una nueva remesa, y estaba con el ánimo por los suelos.
– Es que dentro flaquean hasta los más gallitos.
– Bueno, tampoco se había quebrado, si a eso vamos.
– Pero le faltaría poco.
– Poco le faltó, es verdad. Y encima le pasó una cosa bien curiosa. Yo creo que por eso me he acordado de él.
– ¿Qué cosa curiosa le pasó?
– Bueno, le pasó cuando estaba incomunicado, ya sabes cómo eran esas cosas en la comisaría del Temple, para lo único que servían era para matarte de hambre, porque si te lo proponías podías mandar a la calle cuantos mensajes quisieras. Bueno, Belano estaba incomunicado, es decir nadie le traía comida de fuera, no tenía jabón, ni cepillo de dientes, ni una manta para taparse por la noche. Y con el paso de los días, por supuesto, estaba sucio, barbón, la ropa le olía, en fin, lo de siempre. El caso es que una vez al día a todos los presos los sacábamos al baño, ¿te acuerdas, no?
– Cómo no me voy a acordar.
– Y camino del baño había un espejo, no en el baño propiamente dicho sino en el corredor que había entre el gimnasio en donde estaban los presos políticos y el baño, un espejo pequeñito, cerca del archivo de la comisaría, ¿te acuerdas, no?
– De eso sí que no me acuerdo, compadre.
– Pues había un espejo y todos los presos políticos se miraban en él. El espejo que había en el baño lo habíamos quitado por si a alguno se le ocurría una tontería, así que el único espejo que tenían para comprobar qué tal se habían afeitado o qué tal les había quedado la raya del pelo, pues era ése y todos se miraban en él, sobre todo cuando los dejaban afeitarse o el día de la semana en que había ducha.
– Ya, te sigo, y como Belano estaba incomunicado ni se podía afeitar ni se podía duchar ni nada de nada.
– Exactamente. No tenía máquina de afeitar, no tenía toalla, no tenía jabón, no tenía ropa limpia, nunca se duchó.
– Pues yo no recuerdo que oliera muy mal.
– Todo el mundo apestaba. Te podías bañar cada día y seguías apestando. Tú también apestabas.
– No se meta conmigo, compadre, y vigile esos terraplenes.
– Bueno, el caso es que cuando Belano pasaba con la cola de los presos nunca quiso mirarse al espejo. ¿Cachái? Lo evitaba. Del gimnasio al baño o del baño al gimnasio, cuando llegaba al corredor del espejo miraba para otro lado.
– Le daba miedo mirarse.
– Hasta que un día, después de saber que nosotros sus compañeros de liceo estábamos allí para sacarle los panes del horno, se animó a hacerlo. Lo había pensado toda la noche y toda la mañana. Para él la suerte había cambiado y entonces decidió mirarse al espejo, ver qué cara tenía.
– ¿Y qué pasó?
– No se reconoció.
– ¿Sólo eso?
– Sólo eso, no se reconoció. La noche que yo pude hablar con él me lo dijo. Para serte franco, yo no esperaba que me saliera por ahí. Yo iba con ganas de decirle que no se equivocara con respecto a mí, que yo era de izquierdas, que yo no tenía nada que ver con toda la mierda que estaba pasando, pero él me salió con lo del espejo y ya no supe qué decirle.
– ¿Y de mí qué le dijiste?
– No dije nada de nada. Sólo habló él. Dijo que había sido muy suave, nada chocante, a ver si me entiendes. Iba en la cola en dirección al baño y al pasar junto al espejo se miró de golpe la cara y vio a otra persona. Pero no se asustó ni le entraron temblores ni se puso histérico. A esas alturas, ya me dirás, para qué ponerse histérico si nos tenía a nosotros en la comisaría. Y en el baño hizo sus necesidades, tranquilo, pensando en la persona que había visto, pensando todo el rato, pero como sin darle mucha importancia. Y cuando volvieron al gimnasio otra vez se miró en el espejo y en efecto, me dijo, no era él, era otra persona, y entonces yo le dije qué me estái diciendo, huevón, cómo que otra persona.
– Eso le hubiera preguntado yo, cómo.
– Y él me dijo: otra. Y yo le dije: aclárame ese punto. Y él me dijo: una persona distinta, no más.
– Entonces tú pensaste que se había vuelto loco.
– Yo no sé lo que pensé, pero con franqueza tuve miedo.
– ¿Un chileno con miedo, compadre?
– ¿No te parece apropiado?
– Muy propio de usted no me parece.
– Es igual, yo me di cuenta al tiro que no me embromaba. Lo había sacado a la salita que estaba junto al gimnasio y él se largó a hablar del espejo, del trayecto que tenía que recorrer cada mañana y de repente me di cuenta que todo era de verdad, él, yo, nuestra conversación. Y ya que estábamos fuera del gimnasio, pensé, y ya que él era un antiguo condiscípulo de nuestro glorioso liceo, se me ocurrió que podía llevarlo al corredor donde estaba el espejo y decirle mírate otra vez, pero conmigo a tu lado, con tranquilidad, y dime si no eres el mismo loco de siempre.
– ¿Y se lo dijiste?
– Claro que se lo dije, pero para serte franco, primero me vino la idea y mucho después me vino la voz. Como si entre formularme la idea en el coco y expresarla de forma razonable hubiera transcurrido una eternidad. Una eternidad pequeña, para peor. Porque si hubiera sido una eternidad grande o una eternidad a secas yo no me hubiera dado cuenta, no sé si me sigues, en cambio tal como fue sí que me di cuenta y el miedo que tenía se acentuó.