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Por aquella época yo solía juntarme con anarquistas y feministas radicales y leía libros más o menos acordes con mis amistades. Uno de éstos era el de una feminista italiana, Carla no sé qué, el libro se llamaba Escupamos sobre Hegel. Una tarde se lo presté a Sofía, léelo, le dije, creo que es muy bueno. (Tal vez le dije que el libro le iba a servir.) Al día siguiente, Sofía, de muy buen humor, me devolvió el libro y dijo que como ciencia ficción no estaba mal, pero que por lo demás era una porquería. Opinó que sólo una italiana podía haberlo escrito. ¿Tienes algo contra las italianas?, le dije, ¿te hizo daño una italiana cuando eras pequeña? Dijo que no, pero que puestos en ese plan ella prefería leer a Valerie Solanas. Su autor preferido, contra lo que yo pensaba, no era una mujer sino un inglés, David Cooper, el colega de Laing. Al cabo del tiempo yo también leí a Valerie Solanas y a David Cooper e incluso a Laing (los sonetos). Una de las cosas que más me impresionó de Cooper fue que tratara, durante su etapa argentina (aunque en realidad no sé si Cooper estuvo alguna vez en la Argentina, puede que me confunda), a militantes de izquierda con drogas alucinógenas. Gente que enfermaba porque sabía que podía morir en cualquier momento, gente que no iba a tener la experiencia de la vejez en la vida, la droga les proporcionaba esa experiencia y los curaba. A veces Sofía también se drogaba. Tomaba LSD y anfetaminas y rohipnoles, pastillas para subir y pastillas para bajar y pastillas para controlar el volante de su coche. Un coche al que yo, por precaución, rara vez me subía. Salíamos, en verdad, poco. Yo hacía mi vida, Sofía hacía su vida y por la noche, en su cuarto o en el mío, nos trenzábamos en una lucha interminable hasta quedar vaciados cuando ya empezaba a amanecer.

Una tarde Emilio vino a verla y me lo presentó. Era un tipo alto, con una sonrisa muy hermosa, y se notaba que la quería mucho a Sofía. La compañera de Emilio se llamaba Nuria, era catalana y trabajaba como profesora de instituto, igual que Emilio e igual que Sofía. No había dos mujeres más distintas: Nuria era rubia, tenía los ojos azules, era alta y más bien rellenita; Sofía era morena, tenía los ojos de un marrón tan oscuro que parecía negro, era baja de estatura y delgada como un corredor de maratón. Pese a todo parecían buenas amigas. Según supe más tarde, fue Emilio quien dejó a Sofía aunque la ruptura siempre se mantuvo en los estrictos límites de la amistad. A veces, cuando me quedaba mucho rato sin hablar y observándolas me parecía estar delante de una norteamericana y una vietnamita. Sólo Emilio siempre parecía Emilio, químico o biólogo aragonés, ex estudiante antifranquista, ex preso, un tipo decente aunque no muy interesante. Una noche Sofía me habló del hombre del que estaba enamorada. Se llamaba Juan y también era del Partido Comunista. Trabajaba en el mismo instituto que ella, así que lo veía todos los días. Estaba casado y tenía un hijo. ¿Dónde hacéis el amor? En mi coche, dijo Sofía, o en su coche. Salimos juntos, nos perseguimos por las calles de Barcelona, a veces nos vamos hasta el Tibidabo o hasta Sant Cugat, otras veces simplemente aparcamos en una calle oscura y entonces él se mete en mi coche o yo me meto en el suyo. Poco después Sofía se puso enferma y tuvo que guardar cama. Por aquella época en la casa sólo quedábamos nosotros dos y el comunista. Éste únicamente aparecía por las noches así que fui yo quien tuvo que cuidarla y comprarle medicinas. Una noche me dijo que nos marcháramos de viaje. ¿Adónde?, le dije. Vamos a Portugal, dijo. La idea me pareció buena y una mañana salimos a Portugal en autostop. (Yo pensaba que iríamos en su coche pero Sofía tenía miedo de conducir.) El viaje fue lento y accidentado. Nos detuvimos en Zaragoza, donde Sofía aún tenía a sus mejores amigos, en Madrid, en casa de su hermana, en Extremadura…

Tuve la impresión de que Sofía estaba visitando a todos sus ex amantes. Tuve la impresión de que se estaba despidiendo de ellos, una despedida carente de placidez o aceptación. Cuando hacíamos el amor comenzaba con un aire ausente, como si la cosa no fuera con ella, aunque luego se dejaba ir y terminaba corriéndose innumerables veces. Entonces se ponía a llorar y yo le preguntaba por qué lloraba. Porque soy una coneja, decía, tengo el alma en otra parte y sin embargo no puedo evitar correrme. No exageres, le decía, y seguíamos haciendo el amor. Besar su cara bañada en lágrimas era delicioso. Todo su cuerpo ardía, se arqueaba, como un trozo de metal al rojo vivo, pero sus lágrimas eran tan sólo tibias y al bajar por su cuello o cuando yo las recogía y untaba sus pezones con ellas se helaban. Un mes después volvimos a Barcelona. Sofía casi no probaba bocado en todo el día. Recuperó su dieta de puré en polvo y decidió no salir de casa. Una noche, al volver, la encontré con una amiga a la que no conocía y otra vez me encontré con Emilio y Nuria que me miraron como si yo fuera el responsable de su deteriorada salud. Me sentí mal pero no les dije nada y me encerré en mi cuarto. Traté de leer, pero los oía. Exclamaciones de asombro, reconvenciones, consejos. Sofía no hablaba. Una semana más tarde consiguió una baja de cuatro meses. El médico del Seguro era un antiguo compañero de Zaragoza. Pensé que entonces estaríamos más tiempo juntos pero poco a poco nos fuimos distanciando. Algunas noches ya no iba a dormir a casa. Recuerdo que yo me quedaba hasta muy tarde viendo la televisión y esperándola. A veces el comunista me hacía compañía. Sin nada que hacer, me dedicaba a arreglar la casa, barría, fregaba, quitaba el polvo. El comunista estaba encantado conmigo, pero un día él también se tuvo que ir y me quedé más solo que nunca.

Sofía, por entonces, era un fantasma, aparecía sin hacer ruido, se encerraba en su cuarto o en el baño y al cabo de unas horas volvía a desaparecer. Una noche nos encontramos en las escaleras del edificio, yo subía y ella bajaba, y lo único que se me ocurrió preguntarle fue si tenía un nuevo amante. Me arrepentí de inmediato, pero ya lo había dicho. No recuerdo qué me contestó. Aquella casa tan grande en donde en los buenos tiempos vivimos cinco personas se convirtió en una ratonera. A veces me imaginaba a Sofía en la cárcel, en Zaragoza, en noviembre de 1973 y me imaginaba a mí, detenido durante unos pocos pero decisivos días en el hemisferio sur, por las mismas fechas, y aunque me daba cuenta de que ese hecho, esa casualidad, estaba cargada de significados, no podía descifrar ni uno. Las analogías sólo me confunden. Una noche, al volver, encontré una nota de despedida junto con algo de dinero en la mesa de la cocina. Al principio seguí viviendo como si Sofía estuviera allí. No recuerdo con exactitud cuánto tiempo la estuve esperando. Creo que me cortaron la luz por falta de pago. Después me fui a otra casa.