Lo que ocurrió después es impreciso o tal vez yo prefiero que sea impreciso. Contemplé el rostro de Sofía, un rostro melancólico o reflexivo o enfermo, contemplé el perfil de Sofía, supe que si permanecía quieto me pondría a llorar, me acerqué por detrás y la abracé. Recuerdo que el pasillo, en dirección al dormitorio y a otro cuarto, se estrechaba. Hicimos el amor lentos y desesperados, igual que antes. Hacía frío y yo no me desvestí. Sofía, en cambio, se desnudó del todo. Ahora estás helada, pensé, helada como una muerta y no tienes a nadie.
Al día siguiente la volví a visitar. Esta vez me quedé mucho más tiempo. Hablamos de cuando ambos vivíamos juntos, de los programas de televisión que veíamos hasta altas horas de la madrugada. Me preguntó si en mi nueva casa tenía televisión. Dije que no. La echo de menos, dijo ella, sobre todo los programas nocturnos. La ventaja de no tener tele es que lees más, dije yo. Yo ya no leo, dijo ella. ¿Nada? Nada, busca, en esta casa no hay libros. Como un sonámbulo, me levanté y recorrí toda la casa, rincón por rincón, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Vi muchas cosas, pero no vi libros, y una de las habitaciones estaba cerrada con llave y no pude entrar. Luego volví con una sensación de vacío en el pecho y me dejé caer en el sillón de Emilio. Hasta entonces no le había preguntado por su acompañante. Lo hice. Sofía me miró y sonrió, creo que por primera vez desde nuestro reencuentro. Fue una sonrisa breve pero perfecta. Se marchó, dijo, y nunca más va a volver. Después nos vestimos y salimos a cenar a una pizzería.
CLARA
Era tetona, tenía las piernas muy delgadas y los ojos azules. Me gusta recordarla así. No sé por qué me enamoré de ella, pero lo cierto es que me enamoré como un loco y al principio, quiero decir los primeros días, las primeras horas, las cosas marcharon bien, después Clara volvió a su ciudad en el sur de España (estaba de vacaciones en Barcelona) y todo empezó a torcerse.
Una noche soñé con un ángeclass="underline" yo entraba en un bar enorme y vacío y lo veía sentado en un rincón, delante de un café con leche, con los codos sobre la mesa. Es la mujer de tu vida, me decía, levantando la cara y lanzándome con su mirada, una mirada de fuego, al otro lado de la barra. Yo me ponía a gritar: camarero, camarero, y entonces abría los ojos y escapaba de ese sueño desesperante. Otras noches no soñaba con nadie pero me despertaba llorando. Mientras tanto, Clara y yo nos escribíamos. Sus cartas eran escuetas. Hola, cómo estás, llueve, te quiero, adiós. Al principio esas cartas me asustaron. Se acabó todo, pensé. Sin embargo, después de un estudio detenido, llegué a la conclusión de que su parvedad epistolar se debía a la necesidad de ocultar sus errores gramaticales. Clara era orgullosa y detestaba escribir mal, aunque eso trajera aparejado mi sufrimiento ante su aparente frialdad.
Por aquella época tenía dieciocho años, había dejado el instituto y estudiaba música en una academia particular y dibujo con un pintor paisajista retirado, pero la verdad es que no le interesaba demasiado la música y de la pintura se podría decir casi lo mismo: le gustaba, pero era incapaz de apasionarse. Un día me llegó una carta en donde a su manera escueta me comunicaba que se iba a presentar a un concurso de belleza. Mi respuesta, tres folios escritos por ambos lados, abundaba en afirmaciones de toda clase sobre la serenidad de su belleza, sobre la dulzura de sus ojos, sobre la perfección de su talle, etcétera. Era una carta que rezumaba cursilería y cuando la tuve acabada dudé si mandársela o no, pero al final se la mandé.
Durante varias semanas no supe nada de ella. Hubiera podido llamarla por teléfono, pero no lo hice, en parte por discreción y en parte porque en aquella época yo era más pobre que una rata. Clara obtuvo el segundo puesto en el concurso y estuvo deprimida durante una semana. Sorprendentemente me envió un telegrama en el que decía: Segundo puesto. Stop. Recibí tu carta. Stop. Ven a verme. Los «stop» estaban claramente escritos.
Una semana después cogí el primer tren que salía rumbo a su ciudad. Antes, por supuesto, quiero decir después del telegrama, hablamos por teléfono y tuve oportunidad de escuchar la historia del concurso de belleza varias veces. Por lo visto, Clara estaba verdaderamente afectada. Así que hice mis maletas y tan pronto como pude me monté en un tren y a la mañana siguiente, muy temprano, ya estaba en aquella ciudad desconocida. Llegué a la casa de Clara a las nueve y media de la mañana. En la estación me tomé un café y fumé varios cigarrillos para matar el tiempo. Una mujer gruesa y despeinada me abrió la puerta y cuando dije que buscaba a Clara me miró como si fuera una oveja camino del matadero. Durante algunos minutos (que me parecieron excesivamente largos y que después, pensando en todo el asunto, caí en la cuenta de que en efecto lo fueron) la esperé sentado en la sala, una sala que irrazonablemente me pareció acogedora, excesivamente recargada, pero acogedora y llena de luz. La aparición de Clara me hizo el efecto de la aparición de una diosa. Sé que es estúpido pensarlo, sé que es estúpido decirlo, pero así fue.
Los días siguientes fueron agradables y desagradables. Vimos muchas películas, casi una diaria, hicimos el amor (yo era el primer tío con el que Clara se acostaba, lo que no pasaba de ser una anécdota curiosa, pero que a la larga me iba a costar caro), paseamos, conocí a los amigos de Clara, fuimos a dos fiestas espantosas, le propuse que se viniera a vivir conmigo a Barcelona. Por supuesto, a esas alturas yo sabía cuál sería la respuesta. Un mes después, una noche, tomé el tren de vuelta, recuerdo que el viaje fue horrible.
Poco después Clara me escribió una carta, la más larga que nunca me mandara, diciéndome que no podía seguir conmigo, que las presiones a las que la sometía (mi propuesta de vivir juntos) eran inaceptables, que todo había terminado. Hablamos tres o cuatro veces más por teléfono. Creo que yo también le escribí una carta en donde la insultaba, en donde le decía que la amaba, en cierta ocasión en que viajé a Marruecos la llamé desde el hotel en que me hospedaba, en Algeciras, y esta vez pudimos conversar educadamente. O eso le pareció a ella. O eso creí yo.
Años después Clara me iba a contar los trozos de su vida que yo me había perdido irremediablemente. E incluso muchos años después la misma Clara (y algunos de sus amigos) volverían a contarme la historia, empezando desde cero o retomando la historia donde yo la había dejado, para ellos era lo mismo (yo era al fin y al cabo un extraño), para mí también, aunque me resistiera, era lo mismo. Clara, predeciblemente, se casó poco después de terminar su noviazgo (sé que la palabra noviazgo es excesiva, pero no se me ocurre otra) conmigo y el afortunado fue, como también era lógico, uno de aquellos amigos a quienes conocí durante mi primer viaje a su ciudad.