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Pero anteriormente tuvo problemas mentales: solía soñar con ratas, solía oírlas por la noche en su cuarto, y durante meses, los meses previos a su matrimonio, estuvo durmiendo en el sofá de la sala. Supongo que con la boda desaparecieron las jodidas ratas.

Bien. Clara se casó. Y el marido, el marido al que Clara amaba, resultó una sorpresa incluso para ella. Al cabo de un año o dos años, no lo sé, Clara me lo contó pero lo he olvidado, se separaron. La separación no fue amistosa. El tipo le gritó, Clara le gritó, Clara le dio una bofetada, el tipo le contestó con un puñetazo que le desencajó la mandíbula. A veces, cuando estoy solo y no puedo dormir pero tampoco tengo ánimos para encender la luz, pienso en Clara, la ganadora del segundo puesto en el concurso de belleza, y la veo con la mandíbula colgando, incapaz de volver a encajársela ella sola y conduciendo con una sola mano (con la otra se sostiene la quijada) hacia el hospital más cercano. Me gustaría reírme, pero no puedo.

De lo que sí me río es de su noche de bodas. El día antes la habían operado de hemorroides, así que no fue muy lucida, supongo. O tal vez sí. Nunca le pregunté si pudo hacer el amor con su marido. Creo que lo hicieron antes de la operación. En fin, no importa, todos estos detalles me retratan más a mí que a ella.

El caso es que Clara se separó un año o dos después de la boda y se puso a estudiar. No tenía acabado el bachillerato, por lo que no podía entrar en la universidad, pero, excluyendo eso, lo probó todo: fotografía, pintura (no sé por qué siempre pensó que podía ser una buena pintora), música, mecanografía, informática, todas esas carreras de un año y diploma y promesas de trabajo en la que se meten de cabeza o de culo los jóvenes desesperados. Y Clara, aunque se sentía feliz de haber dejado atrás a un marido que le pegaba, en el fondo era una desesperada.

Volvieron las ratas, las depresiones, las enfermedades misteriosas. Durante dos o tres años estuvo siendo tratada de úlcera y al final se dieron cuenta de que no tenía nada, al menos en el estómago. Por aquella época creo que conoció a Luis, un ejecutivo que se hizo su amante y que además la convenció para que estudiara algo relacionado con administración de empresas. Según los amigos de Clara, ésta por fin había encontrado al hombre de su vida. No tardaron en ponerse a vivir juntos, Clara comenzó a trabajar en unas oficinas, una notaría o una gestoría, no lo sé, un trabajo muy divertido decía Clara sin ningún asomo de ironía, y la vida pareció encarrilarse definitivamente. Luis era un tipo sensible (nunca le pegó), un tipo culto (fue uno de los dos millones de españoles, creo, que compraron los fascículos de la obra completa de Mozart) y un tipo paciente (la escuchaba, la escuchaba todas las noches y los fines de semana). Y aunque Clara tenía pocas cosas que decir sobre sí misma, hablaba de ello incansablemente. Ya no la amargaba el concurso de belleza, por cierto, aunque de tanto en tanto volvía sobre él, sino más bien sus depresiones, su tendencia a la locura, los cuadros que había querido pintar y que no había pintado.

No sé por qué, tal vez porque les faltó tiempo, no tuvieron hijos, aunque Luis, según Clara, se moría por los niños. Pero ella no estaba preparada. Aprovechaba el tiempo para estudiar, para escuchar música (Mozart, pero luego siguieron otros), para hacer fotografías que no mostraba a nadie. A su manera oscura e inútil, intentaba preservar su libertad e intentaba aprender.

A los treintaiún años se acostó con un compañero de oficina. Fue algo simple y sin mayores consecuencias, al menos para ellos dos, pero Clara cometió el error de contárselo a Luis. La pelea fue espantosa. Luis destrozó una silla o un cuadro que él mismo había comprado, se emborrachó y durante un mes no le dirigió la palabra. Según Clara, a partir de ese día las cosas nunca volvieron a ser iguales, pese a la reconciliación, pese a un viaje que realizaron juntos a un pueblo de la costa, un viaje más bien triste y mediocre.

A los treintaidós, su vida sexual era casi inexistente. Y poco antes de cumplir los treintaitrés, Luis le dijo que la quería, que la respetaba, que nunca la olvidaría, pero que desde hacía varios meses salía con una compañera de trabajo divorciada y con hijos, una chica buena y comprensiva, y que pensaba irse a vivir con ella.

En apariencia, Clara se tomó la separación (era la primera vez que la dejaban) bastante bien. Pero a los pocos meses cayó en una nueva depresión que la obligó a dejar el trabajo temporalmente y a empezar un tratamiento psiquiátrico que no le sirvió de mucho. Las pastillas que tomaba la inhibían sexualmente, aunque intentó, con más voluntad que resultados, acostarse con otras personas, entre ellas yo. Nuestro encuentro fue breve y en líneas generales desastroso. Clara volvió a hablarme de las ratas que no la dejaban en paz, cuando se ponía nerviosa no paraba de ir al baño, la primera noche que nos acostamos se levantó a orinar unas diez veces, hablaba de ella misma en tercera persona, de hecho una vez me dijo que dentro de su alma existían tres Claras, una niña, una vieja -la esclava de su familia- y una joven, la Clara verdadera, con ganas de irse de una vez por todas de aquella ciudad, con ganas de pintar, de hacer fotografías, de viajar y de vivir. Los primeros días de nuestro reencuentro temí por su vida, tanto que a veces ni siquiera salía a comprar por temor a encontrarla muerta a mi regreso, pero con los días mis temores se fueron desvaneciendo y supe (tal vez porque eso era lo que me convenía) que Clara no iba a quitarse la vida, no iba a tirarse por el balcón de su casa, no iba a hacer nada.

Poco después me marché, aunque esta vez decidí llamarla por teléfono cada cierto tiempo, no perder el contacto con una de sus amigas que me mantendría informado (si bien de manera espaciada) de lo que le fuera sucediendo. Así supe algunas cosas que acaso hubiera preferido no saber, episodios que en nada contribuían a mi serenidad, historias de las que un egoísta debe protegerse siempre. Clara volvió al trabajo (las nuevas pastillas que tomaba obraron milagros en su ánimo) y al poco tiempo, tal vez como represalia por la baja tan prolongada, la destinaron a una sucursal de otra ciudad andaluza, no muy lejos de su ciudad. Allí se dedicó a ir al gimnasio (con treintaicuatro años distaba mucho de ser la belleza que conocí con diecisiete) y a entablar nuevas amistades. Así fue como conoció a Paco, divorciado como ella.

No tardaron en casarse. Al principio, Paco ponderaba las fotografías y las pinturas de Clara ante quien quisiera escucharlo. Y Clara creía que Paco era una persona inteligente y de buen gusto. Con el tiempo, sin embargo, Paco dejó de interesarse por los esfuerzos estéticos de Clara y quiso tener un hijo. Clara tenía treintaicinco años y en principio la idea no le entusiasmaba, pero acabó cediendo y tuvieron un hijo. Según Clara, el niño colmaba todos sus anhelos, ésa fue la palabra empleada. Según sus amigos, cada día estaba peor, lo que en realidad quería decir bien poco.

En cierta ocasión, por motivos que no vienen al caso, tuve que pasar una noche en la ciudad de Clara. La llamé desde el hotel, le dije dónde estaba, concertamos una cita para el día siguiente. Yo hubiera preferido verla esa misma noche, pero desde nuestro último encuentro Clara, tal vez con razón, me consideraba una especie de enemigo y no insistí.

Cuando la vi me costó reconocerla. Había engordado y su rostro, pese al maquillaje, exhibía el estrago más que del tiempo de las frustraciones, cosa que me sorprendió pues yo en el fondo nunca creí que Clara aspirara a nada. Y si tú no aspiras a nada, ¿de qué puedes estar frustrado? Su sonrisa también había experimentado un cambio: antes era cálida y un poco tonta, la sonrisa al fin y al cabo de una señorita de capital de provincia, y ahora era una sonrisa mezquina, una sonrisa hiriente en la que era fácil leer el resentimiento, la rabia, la envidia. Nos besamos en las mejillas como dos imbéciles y luego nos sentamos y durante un rato no supimos qué decir. Fui yo quien rompió el silencio. Le pregunté por su hijo, me dijo que estaba en la guardería y luego me preguntó por el mío. Está bien, dije. Los dos nos dimos cuenta de que a menos que hiciéramos algo aquél sería un encuentro de una tristeza insoportable. ¿Cómo me encuentras?, dijo Clara. Sonó como si me pidiera que la abofeteara. Igual que siempre, contesté automáticamente. Recuerdo que nos tomamos un café y después dimos un paseo por una avenida de plátanos que conducía directamente a la estación. Mi tren salía dentro de poco. Pero nos despedimos en la puerta de la estación y nunca más la volví a ver.