Mantuvimos, eso sí, algunas conversaciones telefónicas antes de su muerte. Solía llamarla cada tres o cuatro meses. Con el tiempo había aprendido a no tocar jamás los asuntos personales, los asuntos íntimos en mis charlas con Clara (más o menos de la misma manera en que uno, en los bares, con los desconocidos, sólo habla de fútbol), así que hablábamos de la familia, una familia abstracta como un poema cubista, de la escuela de su hijo, de su trabajo en la empresa, la misma de siempre, en donde con los años llegó a conocer la vida de cada empleado, los líos de cada ejecutivo, secretos que la satisfacían de manera acaso excesiva. En una ocasión intenté sonsacarle algo de su esposo, pero llegados a ese punto Clara se cerraba en banda. Te mereces lo mejor, le dije una vez. Es curioso, contestó Clara. ¿Qué es curioso?, dije yo. Es curioso lo que dices, es curioso que seas precisamente tú quien lo diga, dijo Clara. Intenté cambiar rápidamente de tema, argüí que se me acababan las monedas (nunca he tenido teléfono, nunca lo tendré, siempre llamaba desde una cabina pública), dije adiós precipitadamente y colgué. Ya no era capaz, me di cuenta, de sostener otra pelea con Clara, ya no era capaz de escuchar el esbozo de otra de sus innumerables coartadas.
Una noche, hace poco, me dijo que tenía cáncer. Su voz era tan fría como siempre, la misma voz que me anunció hace años que participaría en un concurso de belleza, la misma voz que hablaba de su vida con un desasimiento propio de un mal narrador, imponiendo puntos exclamativos donde no venían a cuento, enmudeciendo cuando debía haber hablado, escarbado en la herida. Le pregunté, lo recuerdo, lo recuerdo, si ya había ido a ver a un médico, como si ella sola (o con la ayuda de Paco) se lo hubiera diagnosticado. Claro que sí, dijo. Escuché al otro lado del teléfono algo parecido a un graznido. Se reía. Después hablamos brevemente de nuestros hijos y después me pidió, estaría sola o aburrida, que le contara algo de mi vida. Me inventé lo primero que se me pasó por la cabeza y quedé en llamarla la semana siguiente. Esa noche dormí muy mal. Encadené una pesadilla tras otra y de pronto me desperté dando un grito y con la certeza de que Clara me había mentido, que no tenía cáncer, que le pasaba algo, eso era indudable, desde hacía veinte años le estaban ocurriendo cosas, todas pequeñas y jodidas, todas llenas de mierda y sonrientes, pero que no tenía cáncer. Eran las cinco de la mañana, me levanté y caminé hacia el Paseo Marítimo con el viento a favor, lo que era extraño pues el viento siempre sopla del mar hacia el interior del pueblo y pocas veces desde el interior hacia el mar. No me detuve hasta llegar a la cabina telefónica que está junto a la terraza de uno de los bares más grandes del Paseo Marítimo. La terraza estaba desierta, las sillas atadas a las mesas con cadenas, pero en un banco un poco más allá, casi a la orilla del mar, un vagabundo dormía con las rodillas levantadas y de tanto en tanto se estremecía como si tuviera pesadillas.
Pulsé el único teléfono que tenía en mi agenda de la ciudad de Clara que no era de Clara. Tras mucho rato una voz de mujer contestó la llamada. Le dije quién era y de pronto ya no pude hablar más. Pensé que colgaría, pero oí el chasquido de un encendedor y luego los labios aspirando el humo. ¿Sigues ahí?, dijo la mujer. Sí, dije. ¿Has hablado con Clara? Sí, dije. ¿Te dijo que estaba enferma de cáncer? Sí, dije. Pues es verdad, dijo la mujer.
De golpe se me vinieron encima todos los años desde que conocí a Clara, todo aquello que había sido mi vida y en donde Clara apenas tuvo nada que ver. No sé qué más dijo la mujer al otro lado del teléfono, a más de mil kilómetros de distancia, creo que sin querer, como en el poema de Rubén Darío, me puse a llorar, busqué en mis bolsillos el tabaco, escuché fragmentos de historias, médicos, operaciones, senos amputados, discusiones, puntos de vista distintos, deliberaciones, movimientos que me mostraban a una Clara a la que ya jamás podría conocer, acariciar, ayudar. Una Clara que jamás me podría salvar.
Cuando colgué el vagabundo estaba a mi lado, a menos de un metro de distancia. No lo había oído llegar. Era muy alto, demasiado abrigado para la temporada y me miraba con fijeza, como si fuera corto de vista o temiera una acción inesperada de mi parte. Yo estaba tan triste que ni siquiera me asusté, aunque después, cuando volvía por las calles retorcidas del interior del pueblo, comprendí que por un segundo había olvidado a Clara y que eso ya no se detendría.
Hablamos muchas veces más. Hubo semanas en que la llamé dos veces al día, llamadas cortas, ridículas, en donde lo único que quería decir no se lo podía decir, y entonces hablaba de cualquier cosa, lo primero que se me venía a la cabeza, nonsenses que esperaba la hicieran sonreír. En alguna ocasión me puse nostálgico y traté de evocar los días pasados, pero Clara entonces se recubría con su coraza de hielo y yo no tardaba en abandonar la nostalgia. Cuando se fue acercando la fecha de su operación mis llamadas arreciaron. En una ocasión hablé con su hijo. En otra con Paco. Ambos se veían bien, se les oía bien, menos nerviosos que yo al menos. Probablemente estoy equivocado. Seguro que lo estoy. Todos se preocupan por mí, me dijo Clara una tarde. Pensé que se refería a su marido y a su hijo, pero en realidad el todos abarcaba a mucha más gente, mucha más de la que yo pudiera pensar, a todos. La tarde anterior al día que debía hospitalizarse, llamé. Me contestó Paco. Clara no estaba. Desde hacía dos días nadie sabía nada de ella. Por el tono que empleó Paco intuí que sospechaba que podía estar conmigo. Se lo dije francamente: conmigo no está, pero esa noche deseé con todo mi corazón que Clara apareciera por mi casa. La esperé con las luces encendidas y al final me dormí en el sofá y soñé con una mujer hermosísima que no era Clara, una mujer alta, con los pechos pequeños, delgada, con las piernas largas, los ojos marrones y profundos, una mujer que nunca sería Clara y que con su presencia la eliminaba, la dejaba reducida a una pobre cuarentañera temblorosa y perdida.
No vino a mi casa.
Al día siguiente volví a llamar a Paco. Repetí la llamada dos días más tarde. Clara seguía sin dar señales de vida. La tercera vez que lo llamé Paco habló de su hijo y se quejó de la actitud de Clara. Todas las noches me pregunto dónde estará, dijo. Por el tono de su voz, por el giro que iba tomando la conversación comprendí que necesitaba mi amistad, la amistad de cualquiera. Pero yo no estaba en condiciones de brindarle ese consuelo.
JOANNA SILVESTRI
Para Paula Massot
Aquí estoy yo, Joanna Silvestri, de 37 años, actriz porno, postrada en la Clínica Los Trapecios de Nîmes, viendo pasar las tardes y escuchando las historias de un detective chileno. ¿A quién busca este hombre? ¿A un fantasma? Yo de fantasmas sé mucho, le dije la segunda tarde, la última que vino a visitarme, y él compuso una sonrisa de rata vieja, rata vieja que asiente sin entusiasmo, rata vieja inverosímilmente educada. De todas maneras, gracias por las flores, gracias por las revistas, pero yo a la persona que usted busca ya casi no la recuerdo, le dije. No se esfuerce, dijo él, tengo tiempo. Cuando un hombre dice que tiene tiempo ya está atrapado (y entonces es intrascendente que tenga o no tenga tiempo) y con él se puede hacer lo que una quiera. Por supuesto, esto es falso. A veces me pongo a recordar a los hombres que he tenido a mis pies y cierro los ojos y cuando los abro las paredes de la habitación están pintadas con otros colores, no el blanco hueso que veo cada día, sino bermellón estriado, azul náusea, como los cuadros del pintor Attilio Corsini, una nulidad. Una nulidad de cuadros que una preferiría no recordar y que sin embargo recuerda y que empujan, como una lavativa, otros recuerdos, éstos más bien de color sepia, que hacen que las tardes tiemblen ligeramente, y que al principio son difíciles de soportar pero después hasta son entretenidos. Los hombres que he tenido a mis pies son pocos en realidad, dos o tres, y siempre acabaron a mis espaldas, pero ése es el destino universal. Y eso no se lo dije al detective chileno, aunque en ese momento era lo que estaba pensando y me hubiera gustado compartirlo con él, un hombre al que no conocía de nada. Y como para reparar esa falta de delicadeza le di trato de detective, tal vez mencioné la soledad y la inteligencia y aunque él se apresuró a decir no soy detective madame Silvestri, yo noté que le había gustado que se lo dijera, lo miré a los ojos cuando se lo dije y aunque aparentemente ni se inmutó yo noté el aleteo, como si un pájaro hubiera pasado por su cabeza. Y una cosa iba por otra: no dije lo que pensaba, dije algo que sabía le iba a agradar. Dije algo que sabía le iba a traer buenos recuerdos. Como si a mí ahora alguien, un desconocido preferiblemente, me hablara del Festival de Cine Pornográfico de Civitavecchia y de la Feria de Cine Erótico de Berlín, de la Exposición de Cine y Vídeo Pornográfico de Barcelona, y evocara mis éxitos, incluso mis éxitos inexistentes, o hablara de 1990, el mejor año de mi vida, cuando viajé a Los Ángeles, casi a la fuerza, un vuelo Milán-Los Ángeles que preveía agotador y que por el contrario pasó como un sueño, como el sueño que tuve en el avión, debió de ser cruzando el Atlántico, soñé que el avión se dirigía a Los Ángeles pero tomando la ruta de Oriente, con escalas en Turquía, la India, China, y desde el avión, que no sé por qué volaba a tan baja altura (sin que por ello en ningún momento los pasajeros corriéramos peligro), podía ver caravanas de trenes, pero caravanas realmente largas, un movimiento ferroviario enloquecido y sin embargo preciso, como un enorme reloj desplegado por esas tierras que no conozco (si exceptúo un viaje a la India en el 87 del que es mejor no acordarse), cargando y descargando gente y mercaderías, todo muy nítido, como si estuviera viendo una de esas películas de dibujos animados con las que los economistas explican el estado de las cosas, su nacimiento, su muerte, su movimiento inercial. Y cuando llegué a Los Ángeles en el aeropuerto me estaba esperando Robbie Pantoliano, el hermano de Adolfo Pantoliano, y fue no más ver a Robbie y darme cuenta de que era un caballero, todo lo contrario de su hermano Adolfo (que Dios lo tenga en la Gloria o en el Purgatorio, a nadie le deseo el Infierno), y en la salida me esperaba una limusina de esas que sólo se ven en Los Ángeles, ni siquiera en Nueva York, sólo en Beverly Hill o en el condado de Orange, y después me llevaron al apartamento que alquilaron para mí, una casita pequeña pero preciosa cerca de la playa, y Robbie y su secretario Ronnie se quedaron conmigo a ayudarme a deshacer las maletas (aunque yo les juré que prefería hacerlo sola) y a explicarme cómo funcionaba la casa, como si creyeran que yo no sabía lo que era un microondas, los americanos a veces son así, de tan amables llegan a ser maleducados, y luego me pusieron un vídeo para que viera a mis compañeros y compañeras, Shane Bogart, ya lo conocía de una película que filmé para el hermano de Robbie, Bull Edwards, a ése no lo conocía, Darth Krecick, me sonaba de algo, Jennifer Pullman, otra desconocida, y así, unos tres o cuatro más, y luego Robbie y Ronnie se fueron y me quedé sola y cerré las puertas con doble seguridad, tal como ellos insistieron que hiciese, y después me di un baño, me enfundé en una bata negra, busqué una película vieja en la tele, algo que me terminara de serenar y no sé en qué momento, sin levantarme del sofá, me quedé dormida. Al día siguiente comenzamos a rodar. Qué diferente era todo de como yo lo recordaba. En total hicimos cuatro películas en dos semanas, más o menos con el mismo equipo, y trabajar a las órdenes de Robbie Pantoliano era como jugar y trabajar al mismo tiempo, era como hacer una excursión al campo de esas que a veces organizan los burócratas o los empleados de oficina, sobre todo en Roma, una vez al año todos a comer al campo y a olvidar los problemas de la oficina, pero esto era mejor, el sol era mejor, los departamentos eran mejores, el mar, las amigas reencontradas, la atmósfera que se respiraba durante el rodaje, viciosa pero fresca, como debe ser, y con Shane Bogart y otra chica creo que lo comentamos, el cambio que se había producido, y yo al principio, claro, lo achaqué a la muerte de Adolfo Pantoliano, que era un macarrón y traficante de la peor especie, un tipo que no respetaba ni a sus pobres putas maltratadas, la desaparición de un mamón de esa especie por fuerza se tenía que notar, pero Shane Bogart dijo que no, que no era eso, la muerte de Pantoliano recibida con alegría hasta por su hermano necesariamente no explicaba el gran cambio que se estaba produciendo en la industria, afirmó, más bien era una mezcla de cosas en apariencia diversas, el dinero, dijo, la irrupción en el negocio de gentes provenientes de otros sectores, la enfermedad, la urgencia de ofrecer un producto diferente aunque igual, y entonces ellos se pusieron a hablar de dinero y del salto que muchas estrellas porno estaban dando por aquellos días al celuloide normal, pero yo ya no los escuchaba, me puse a pensar en lo que dijeron de la enfermedad y en Jack Holmes, el que había sido hasta hacía unos años la gran estrella porno de California, y cuando terminamos aquel día le dije a Robbie y a Ronnie que me gustaría saber algo de Jack Holmes, que si me podían conseguir su teléfono, que si aún vivía en Los Ángeles. Y aunque al principio a Robbie y a Ronnie les pareció una idea descabellada, al final me dieron el teléfono de Jack Holmes y me dijeron que lo llamara si ésa era mi voluntad, pero que no me hiciera demasiadas esperanzas de oír a alguien muy cuerdo al otro lado del hilo, que no me hiciera esperanzas de oír la vieja voz familiar. Y esa noche cené con Robbie y Ronnie y Sharon Grove que ahora hacía películas de terror y que incluso afirmaba que iba a estar en la próxima de Carpenter o Clive Barker, lo que provocó la ira de Ronnie que no permitía esa clase de comparaciones, con Carpenter sólo unos pocos se podían medir, y también estuvo en la cena Danny Lo Bello, con el que yo tuve una historia cuando trabajamos juntos en Milán, y Patricia Page, su mujer de dieciocho años que sólo aparecía en las películas de Danny y que por contrato sólo se dejaba penetrar por su marido, con los otros lo más que hacía era chuparles la polla, pero incluso eso como a disgusto, los directores tenían problemas con ella, según Robbie tarde o temprano iba a tener que replantearse la profesión o inventar junto con Danny números de auténtica dinamita. Y allí estaba yo, cenando en uno de los mejores restaurantes de Venice, contemplando el mar desde nuestra mesa, agotada tras un arduo día de trabajo y sin prestar demasiada atención a la animada conversación de mis compañeros, con la mente puesta en Jack Holmes o en las imágenes que guardaba de Jack Holmes, un tipo muy alto y flaco y con la nariz larga y los brazos largos y peludos como los de un simio, ¿pero qué clase de simio podía ser Jack?, un simio en cautiverio, eso sin el menor asomo de duda, un simio melancólico o tal vez el simio de la melancolía, que aunque parece lo mismo no es lo mismo, y cuando la cena terminó, a una hora en la que aún podía llamar a Jack a su casa sin problemas, las cenas en California comienzan pronto, a veces acaban antes de que anochezca, no pude aguantar más, no sé qué me pasó, le pedí a Robbie su teléfono inalámbrico y me retir