Los diarios quedaron en un cajón de la sala y paulatinamente los fui hojeando, en presencia de Anne, hasta convertir mis visitas en algo bien extraño: llegaba, me sentaba en la sala, Anne ponía música o se ponía a beber y yo me dedicaba a leer los diarios en silencio. Sólo de vez en cuando hablábamos, generalmente para preguntarle algo que no entendía, giros y palabras desconocidas. Sumergirse en aquella escritura, delante de la autora, a veces era doloroso (daban ganas de arrojar los cuadernos y acudir a su lado y abrazarla), pero la mayor parte de las veces era estimulante, aunque no podría especificar qué era lo que estimulaba. Era como irse afiebrando imperceptiblemente. Daban ganas de gritar o de cerrar los ojos, pero la caligrafía de Anne tenía la virtud de coserte la boca y de clavarte cerillas en los párpados de tal manera que no podías evitar seguir leyendo.
Uno de los primeros cuadernos estaba dedicado íntegramente a hablar de Susan y las palabras horror o amor fraterno no alcanzan a describirlo. Dos cuadernos estaban escritos tras el suicidio de Tony y eran una interpelación y una disquisición sobre la juventud, el amor, la muerte, los paisajes ya borrosos de Taiwan y de Filipinas (en donde no estuvo con Tony), las calles y los cines de Seattle, los atardeceres privilegiados de México. Un cuaderno condensaba su primera experiencia con Bill y no me atreví a mirarlo. Mi opinión, por supuesto, fue mediocre. Deberías publicarlos, dije y después creo que me encogí de hombros.
Por aquellos días uno de los temas recurrentes de Anne era la edad, el tiempo que pasaba, los años que le faltaban para cumplir cuarenta. Al principio creí que sólo era coquetería (¿cómo podía una mujer como Anne Moore preocuparse por llegar a la cuarentena?), pero no tardé en darme cuenta de que su temor era algo real. En una ocasión vinieron sus padres, pero yo no estaba en Girona y cuando volví Anne y sus padres se habían marchado a Italia, Grecia, Turquía.
Poco después la relación de Anne con el arquitecto terminó de manera muy civilizada y ella empezó a salir con un antiguo alumno, un técnico de una empresa de importación de maquinaria. Era un tipo silencioso y bajo de estatura, demasiado bajo para Anne, con una diferencia que un cursi diría no sólo física sino metafísica, pero consideré una impertinencia el decírselo. Creo que por entonces Anne tenía treintaiocho y el técnico tenía cuarenta y ésa era su principal virtud, ser mayor que ella. Uno de aquellos días me marché definitivamente de Girona y cuando volví Anne ya no vivía en el piso de enfrente del cine Ópera. No le di mayor importancia, ella conocía mi nueva dirección, pero durante mucho tiempo no supe nada.
Durante los meses en que no la vi, Anne Moore viajó por Europa y África, tuvo un accidente de coche, dejó al técnico de importación de maquinaria, recibió la visita de Paul, recibió la visita de Linda, empezó a acostarse con un argelino, tuvo una infección en las manos y en los brazos de origen nervioso, leyó varios libros de Willa Cather, de Eudora Welty, de Carson McCullers.
Un día finalmente apareció por mi casa. Yo estaba en el patio, quitando maleza, y de pronto sentí sus pasos y me di vuelta y allí estaba Anne.
Esa tarde hicimos el amor como una manera de disimular la pura alegría que sentíamos de volver a encontrarnos. Días después fui yo a verla a Girona. Vivía ahora en la parte nueva de la ciudad, en un ático minúsculo, y me contó que tenía de vecino a un viejo ruso, un tipo llamado Alexéi, la persona más dulce y educada que jamás había conocido. Llevaba el pelo muy corto y no hacía nada para disimular las canas. Le pregunté qué había ocurrido con su preciosa melena. Parecía una vieja hippie, dijo.
Estaba a punto de viajar a Estados Unidos. En esta ocasión la iba a acompañar el argelino y creo que tenían problemas para obtener su visado en el consulado norteamericano de Barcelona. Así que el asunto va en serio, le dije. No me respondió. Dijo que en el consulado creían que el argelino pensaba quedarse a vivir para siempre en Estados Unidos. ¿Y no es así?, dije yo. No, no es así, dijo ella.
El resto del tiempo pasó casi sin darnos cuenta. Ya no recuerdo qué nos dijimos, qué nos contamos, cosas sin importancia, seguramente. Luego me marché y nunca más la volví a ver. Al cabo de un tiempo recibí una carta suya, escrita en español, desde Great Falls. Me contaba que su hermana Susan se había suicidado con una sobredosis de barbitúricos. Sus padres y el compañero de su hermana, un carpintero de Missoula, estaban destrozados y no entendían nada. Pero yo prefiero callar, decía, no tiene sentido añadir a este dolor más dolor o añadir al dolor tres enigmas diminutos. Como si el dolor no fuera suficiente enigma o como si el dolor no fuera la respuesta (enigmática) de todos los enigmas. Poco antes de abandonar España, decía, y con esto ponía punto final a la muerte de Susan, había recibido varias llamadas de Bill.
Según Anne, Bill la llamaba a cualquier hora del día y casi siempre terminaba insultándola, casi siempre terminaban insultándose. En las últimas llamadas Bill había amenazado con ir a Girona y matarla. Lo que resultaba paradójico, decía, era que la que iba rumbo a Seattle era ella, aunque bien mirado casi no le quedaban amigos a quienes visitar allí. Del argelino no decía nada, pero yo supuse que allí estaba, junto a ella, o eso preferí suponer para no sufrir pesadillas.
Después ya no tuve noticias de ella.
Pasaron varios meses. Me cambié de casa. Me fui a vivir a la costa, a un pueblito que en los sesenta Juan Marsé elevó a la categoría de mito. Tenía mucho trabajo y muchos problemas como para hacer algo relativo a Anne Moore. Creo que hasta me casé.
Por fin, un día cogí un tren y volví a la gris Girona y al pequeño ático de Anne. Tal como imaginaba, fue una desconocida la que me abrió la puerta. Por supuesto, no tenía idea de quién era la antigua inquilina. Antes de irme le pregunté si en el edificio vivía un caballero ruso, un señor ya mayor, y la desconocida me dijo que sí, que llamara a una de las puertas del segundo.
Me atendió un señor muy mayor que apenas andaba apoyado aparatosamente en un enorme bastón de encina, que más que bastón parecía un báculo o un instrumento de lucha. Recordaba a Anne Moore. De hecho, recordaba casi todas las cosas que habían sucedido en el siglo XX, aunque eso, admitió, no era digno de ponderación. Le expliqué que hacía mucho no sabía nada de ella y que acudía a él en busca de alguna información. Poca información tengo, dijo, sólo unas cartas desde América, un gran país en el que me hubiera gustado vivir más tiempo. Aprovechó el pie para contarme sucintamente los años que había vivido en Nueva York y sus andanzas como croupier en Atlantic City. Después recordó las cartas y me hizo un té mientras se demoraba en buscarlas. Por fin apareció con tres postales. Todas de América, dijo. No sé en qué momento comprendí que estaba completamente loco. Me pareció lógico, dentro de lo que cabía. Me pareció justo y me relajé, anticipándome al final.
El ruso me extendió las tres postales por encima del té humeante. Estaban en orden de llegada, estaban escritas en inglés. La primera era de Nueva York. Reconocí la letra de Anne. Decía las cosas de siempre y terminaba rogándole que se cuidara, que comiera todos los días y asegurándole que lo recordaba y que le enviaba besos. La postal era una foto de la Quinta Avenida. La segunda postal era de Seattle. Una vista aérea del puerto. Y mucho más escueta que la primera y también más ininteligible. Entendí que hablaba de exilios y de crímenes. La tercera postal era de Berkeley, de una tranquila calle del Berkeley bohemio, según rezaba en la leyenda. Estoy viendo a mis antiguos amigos y haciendo otros nuevos, decía la clara caligrafía de Anne Moore. Y terminaba igual que la primera, recomendándole al querido Alexéi que se cuidara y que no se olvidara de comer todos los días, aunque fuera sólo un poco.