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Durante dos años, el tiempo que me restaba por vivir en aquella casa de las afueras, mantuve el paquete de papeles intacto, tal como Enrique me lo había confiado, atado con cordel y cinta adhesiva, entre las revistas viejas y entre mis propios papeles que, no está de más decirlo, crecieron desaforadamente durante ese tiempo. Las únicas noticias que tuve sobre Enrique me las proporcionó el chileno de la Soga Blanca , con el que una vez hablamos sobre la revista y sobre aquellos años, aclarando de paso el papel jugado por él en la exclusión de mis poemas, ninguno, fue lo que me afirmó, fue lo que saqué en claro, aunque a esas alturas ya no importaba. Por él supe que Enrique tenía una librería en el barrio de Gracia, cerca de aquel piso que años atrás, en compañía de la mexicana, yo había visitado cinco veces. Por él supe que estaba separado, que ya no colaboraba en Preguntas amp; Respuestas, que su ex mujer trabajaba con él en la librería. Pero ya no vivían juntos, me dijo, eran amigos, Enrique le daba ese trabajo porque la tía estaba en el paro. ¿Y le va bien con la librería?, pregunté. Muy bien, dijo el chileno, al parecer había dejado la empresa en la que trabajaba desde adolescente y la indemnización fue cuantiosa. Vive allí mismo, dijo. En el fondo de la librería, en dos habitaciones no muy grandes. Las habitaciones, lo supe después, daban a un patio de luz en donde Enrique cultivaba geranios, ficus, nomeolvides, azucenas. Las dos únicas puertas eran las de la librería, sobre la que cada noche bajaba una cortina metálica que cerraba con llave, y una puerta pequeña que daba al pasillo del edificio. No le quise preguntar la dirección. Tampoco le pregunté si Enrique escribía o no escribía. Poco después recibí una larga carta de éste, firmada, en donde me decía que había estado en Madrid (creo que la carta la escribió desde Madrid, ya no estoy seguro) en el famoso Congreso Mundial de Escritores de Ciencia Ficción. No, él no escribía ciencia ficción (creo que empleó el término s-f), sino que estaba allí como enviado de Preguntas amp; Respuestas. El resto de la carta era confuso. Hablaba de un escritor francés cuyo nombre no me sonaba de nada que afirmaba que los extraterrestres éramos todos, es decir todos los seres vivientes del planeta Tierra, unos exiliados, decía Enrique, o unos desterrados. Después hablaba del camino seguido por el escritor francés para llegar a tan descabellada conclusión. Esta parte era ininteligible. Mencionaba a la policía de la mente, hacía conjeturas acerca de túneles dimensionales, se enredaba como si estuviera, otra vez, escribiendo un poema. La carta terminaba con una frase enigmática: todos los que saben se salvan. Después venían los saludos y recuerdos de rigor. Fue la última vez que me escribió.

La siguiente noticia que tuve de él me la proporcionó nuestro común amigo chileno, de manera casual, quiero decir sin estridencias, en uno de mis cada vez más frecuentes desplazamientos a Barcelona, mientras comíamos juntos.

Enrique llevaba dos semanas muerto, las cosas ocurrieron más o menos así: una mañana llegó su ex compañera y ahora dependienta a la librería y la encontró cerrada. El hecho la extrañó, pero no demasiado pues a veces Enrique solía quedarse dormido. Para tales contingencias ella tenía una llave propia y con ésta procedió a abrir la cortina metálica primero y la puerta de cristal de la librería después. Acto seguido se encaminó al fondo, hacia las habitaciones, y allí encontró a Enrique, colgando de la viga de su dormitorio. La dependienta y ex compañera casi sufrió un ataque al corazón de la impresión que tuvo, pero se sobrepuso, llamó por teléfono a la policía y luego cerró la librería y esperó sentada en la acera, llorando, supongo, hasta que llegó el primer coche patrulla. Cuando volvió a entrar, contra lo que esperaba, Enrique aún colgaba de la viga, los policías le hicieron preguntas, notó entonces que las paredes de la habitación estaban llenas de números, grandes y pequeños, pintados con rotulador algunos y con aerosol otros. Los policías, lo recordaba, fotografiaron los números (659983 + 779511 – 336922, cosas de ese tipo, incomprensibles) y el cadáver de Enrique que los miraba desde arriba sin ninguna consideración. La dependienta y ex compañera creyó que las cifras eran deudas acumuladas. Sí, Enrique estaba endeudado, no demasiado, no como para que alguien lo quisiera matar, pero existían deudas. Los policías le preguntaron si los números ya estaban en las paredes la tarde anterior. Ella dijo que no. Luego dijo que no lo sabía. No lo creía. No entraba desde hacía tiempo en aquella habitación.

Revisaron las puertas. La que daba al pasillo del edificio estaba cerrada con llave por dentro. No encontraron ninguna señal que indicara que alguna de las puertas hubiera sido forzada. El único juego de llaves que había, aparte del de la dependienta y ex compañera, lo encontraron junto a la caja registradora. Cuando llegó el juez descolgaron el cuerpo de Enrique y se lo llevaron de allí. La autopsia fue concluyente, la muerte había sido casi en el acto, un suicidio más de los muchos que ocurren en Barcelona.

Durante muchas noches, en la soledad de mi casa del Ampurdán que pronto abandonaría, estuve pensando en el suicidio de Enrique. Me costaba creer que el hombre que quería tener un hijo, que quería parir él mismo un hijo, tuviera la indelicadeza de permitir que su dependienta y ex compañera descubriera su cuerpo ahorcado, ¿desnudo?, ¿vestido?, ¿en pijama?, acaso aún balanceándose en medio de la habitación. Lo de los números ya me parecía más probable. No me costaba trabajo imaginar a Enrique realizando sus criptografías toda la noche, desde las ocho en que cerró la librería, hasta las cuatro de la mañana, buena hora para morir. Levanté, por supuesto, algunas hipótesis que acaso explicaban de alguna manera su muerte. La primera tenía relación directa con su última carta, el suicidio como el billete de regreso al planeta natal. La segunda contemplaba en dos versiones el asesinato. Pero ambas eran excesivas, desmesuradas. Recordé nuestro último encuentro frente a mi casa, sus nervios, la sensación de que alguien lo perseguía, la sensación de que Enrique creía que alguien lo perseguía.

En los siguientes desplazamientos a Barcelona cotejé mis informaciones con otros amigos de Enrique, nadie había notado ningún cambio significativo en él, a nadie había entregado ni planos hechos a mano ni paquetes cerrados, el único punto donde advertí contradicciones y lagunas era en el de su actividad en Preguntas amp; Respuestas. Según algunos hacía mucho que ya no tenía relación alguna con la revista. Según otros, seguía colaborando de manera regular.