Nativel Preciado
Llegó el tiempo de las cerezas
Para Alejandro,
Sara y Pablo
Prólogo
En este sencillo relato aparecen fragmentos de realidad camuflados entre farsas, ficciones, disfraces, apariencias, deseos y quimeras. En su peculiar reflexión sobre el paso del tiempo, Carlota vive paralizada por el miedo y la inseguridad. Soporta sus obsesiones y fracasos como buenamente puede. Ha llegado a esa edad en la que los recuerdos se convierten en el sustento de la existencia y perderlos es peor que morir. Bien entrada en la madurez, se enfrenta al momento más inseguro y vacilante de su vida. Lloriquea al recobrar su primer recuerdo infantil, le lastiman los aromas, sabores y sonidos de su niñez, añora películas, libros y canciones que le trasladan a sus veinte años, cuando pertenecía a una generación privilegiada que creyó descubrir la otra cara de la luna. Maneja con insistencia, de un modo tan insinuante como impreciso, la palabra felicidad. Le abruma sentir que el vertiginoso paso del tiempo le está robando la memoria. Y a medida que va recordando se da cuenta de que, como diría el poeta si aún viviera, de todo hace ya cuarenta años.
En ese viaje acelerado ha perdido personas queridas, aptitudes físicas, capacidad de entusiasmo e incluso las ganas de vivir. ¿A cambio de qué? Supuestamente de sabiduría, de experiencia o, al menos, de una calma indiferente. Lejos de alcanzar el sosiego, Carlota solo percibe tristeza y soledad. No resiste la tentación de reinventar su memoria autobiográfica y da como ciertas historias lejanas que, tal vez, nunca sucedieron. Está convencida de que ya no será capaz de ser mejor de lo que es, una personalidad construida sobre una montaña de escombros llena de prejuicios. Cada vez que se mira obsesivamente al espejo, su rostro le envía mensajes equívocos que no sabe interpretar.
Difícil tarea la de mantener el equilibrio. La mayor parte de su vida se compone de días triviales, dóciles y llevaderos. En esos valles apacibles pasó casi todo su tiempo, sin ser consciente de lo bueno que tenía. Solo siente añoranza de aquellas rutinas cotidianas ahora que se encuentra en una situación extrema, en un momento culminante de abatimiento. Los altibajos son fugaces, pero le dejan huellas indelebles. Por suerte, no forman parte de lo más cotidiano, porque de lo contrario le sería imposible vivir.
En plena evocación nostálgica, cuando comienza su implacable ajuste de cuentas con el pasado, se cruza en su camino una persona generosa que le enseña a serenar el juicio, sostener el ánimo, afrontar la adversidad con calma, abrir las ventanas y contemplar el estallido de la primavera, cuando llega el tiempo de las cerezas.
Carlota posee un peculiar talento, pero necesita, como todos los mortales, condiciones adecuadas para sacarlo a la superficie. La palabra afectuosa, la mano tendida, la palmada en el hombro y los abrazos de su nuevo amigo, se convierten en el mejor estímulo para arrancar todo su potencial humano. Deseaba a alguien como él, paciente y amable, que le diera confianza para expresarse sin temor. Así como el mal trato la embrutece, la ternura es el mejor catalizador de sus buenos sentimientos. Ha tenido la suerte de encontrar a la persona capaz de descubrir toda la originalidad, delicadeza e inteligencia que hay en ella. Encuentra su momento de lucidez que le permite comportarse tal como es, aceptarse de ese modo y prescindir de cualquier artificio ante los demás. Ha conseguido, al fin, liberarse de sus obsesiones.
Es cierto que ha perdido aptitudes con los años, pero no la capacidad de reorganizar su cabeza. En plena madurez siente que se activan zonas de su cerebro que permanecían ocultas desde la juventud. Para despertar esa parte dormida, necesita cultivar el sentido del humor, hacer frente a las desdichas y encontrar un objetivo en la vida. Ha descubierto que no hay mejor gimnasia facial que la risa y que los gestos de alegría le dejan la piel resplandeciente. Comprende, al fin, que el tiempo es solo una actitud y quien le pierde el miedo nunca será viejo.
El primer recuerdo
«Coged las rosas mientras podáis, veloz el tiempo vuela. La misma flor que hoy admiráis, mañana estará muerta…».
Walt Whitman
M i madre murió a la misma edad que yo tengo ahora. Lo recuerdo como si fuera ayer y, sin embargo, han pasado cuatro décadas. A estas alturas de mi vida de todo hace ya cuarenta años.
En aquella época veía a mi madre como una señora mayor, casi como una anciana, aunque se fue de este mundo con la piel tersa, apenas sin canas y sin una sola pata de gallo. Las mujeres de mi familia han lucido siempre un cutis excelente. Yo tampoco aparento la edad que tengo. Si hay una frase que me saca de quicio es precisamente esa, «pareces más joven de lo que eres», y si hay una expresión que detesto es «¡qué cutis!», porque todo el que intenta adularme hace referencia a su tersura. No se les ocurre nada mejor. La piel es algo más que el envoltorio del cuerpo. Para los orientales es el reflejo del espíritu. Sé bien que si algún día logro adelgazar, me quedaré con la cara tan arrugada como un pergamino. De joven era muy flaca, pero engordé desmesuradamente a raíz de un viaje que hice a Londres donde pasé tres meses alimentándome de mala manera, a base de los restos de bollos y mantequilla que se dejaban en las bandejas los clientes del hotel donde trabajaba un par de horas diarias. Me costó mucho tiempo y un enorme esfuerzo perder aquellos kilos que recuperé cuando dejé de fumar bien entrada en la cuarentena. Una de las pocas veces que me quedé en los huesos fue después de la muerte de mi madre. Solo estuve verdaderamente flaca en dos ocasiones más, siempre a raíz de alguna enfermedad o una muerte cercana. Esa clase de desgracia es lo único que me quita el hambre.
Ahora mismo estoy rebañando los restos de besamel que han quedado pegados en la sartén donde he hecho la pasta de las croquetas que tanto le gustan a mi hija. Cocino, sobre todo, los fines de semana, cuando puedo prolongar la sobremesa con ella y, a veces, con sus amigos y sus parejas que, por cierto, se suceden con demasiada frecuencia. Entonces hago las mismas comidas que solía hacer mi madre los domingos: las famosas albóndigas de solomillo, las croquetas de jamón, la consabida paella de verduras y los postres de chocolate o de yogur con limón. A todo le echo un poco de fantasía que consiste escuetamente en añadir curry, azafrán o cilantro a los platos salados y vinos o licores a los dulces. El cuscús es la única novedad culinaria que he añadido al menú.
Mientras doy forma a la masa de las croquetas me veo como lo que soy: una divorciada gorda al borde de los sesenta, como Marianne Faithfull en Irina Palm, aquella película tremenda donde la protagonista se ve obligada a prostituirse para pagar el costoso tratamiento de su nieto enfermo. Ya me gustaría ser así, no como Irina Palm, naturalmente, sino como Marianne Faithfull hace cuarenta años, cuando cantaba Something better y era una joven hermosa de rubia melena y mirada seductora, nada menos que la chica de Mick Jagger. También yo era atractiva en aquellos años, aunque jamás tuve relación con los Rolling Stones, Anthony Hopkins o Alain Delon. Pensándolo bien, prefiero no meterme en la piel de una mujer adicta a la heroína que superó un coma por sobredosis, perdió la custodia de sus hijas, tuvo algún intento de suicidio y un cáncer de mama. Todo eso le pasó a la Faithfull, pero lo cierto es que resucitó y ahí está caminando erguida a los sesenta y tantos años. Aunque me azoto frecuentemente con la nostalgia, no hubiera soportado tantas dosis de autodestrucción.