Llevo mi aislamiento con cierta dignidad, pero se necesita mucha fortaleza para no depender de los otros, así que de vez en cuando frecuento una de esas cenas de matrimonios de los viernes. Estos encuentros forzados tienen una doble contrariedad. Mis generosos amigos se suelen reunir en esos restaurantes de moda donde tienes que probar una emulsión de fabada en un plato rodeado de flores, por supuesto, comestibles. Los gourmet no son santos de mi devoción. El otro inconveniente, en mi caso el más grave, es la cantidad de vino que necesito para fingir el optimismo necesario. Solo así puedo entrar en el juego de comparar sabores, adivinar ingredientes y mantener una conversación divertida; ni demasiado profunda ni excesivamente frívola. Si no pruebo el alcohol soy intratable y si lo pruebo me encuentro tan mal como en este preciso instante, en el que me arrepiento de haber bebido.
Es posible que me aturda más la conversación que el vino y, sobre todo, el esfuerzo por aparentar falsas emociones. No puedo decir la verdad porque detesto que me compadezcan. Las charlas sobre la actualidad son las que más me espantan: hablar, por ejemplo, de titulares de periódicos, de la crispación política o las paridas de las tertulias radiofónicas y televisivas. Lamento caer en discriminaciones, pero los hombres tienden a charlar sobre cuestiones públicas como son las trifulcas partidistas, los escándalos financieros o las competiciones deportivas, y las mujeres sobre asuntos cotidianos, por lo general, bastante más amenos. He comprobado que las mujeres logramos imponer nuestros temas de conversación en presencia de los hombres y no al contrario. Puede suceder que unas y otros se cansen de sus respectivas ocurrencias y, a los postres, se formen dos bandos vociferantes divididos por géneros. Algo que no ha sucedido esta noche, porque mis excesos alcohólicos me han puesto demasiado intensa.
Todo empezó con la primera estupidez que salió de mi boca.
– Últimamente los viajes me producen jet lag -dije a mitad la cena.
– Como a todo el mundo -respondió Javier, que es piloto y habla con conocimiento de causa.
– Me refiero a los viajes cortos -precisé-, aunque duren menos de veinticuatro horas. Si hago noche en Vigo o en Barcelona, al día siguiente estoy trastornada.
Es cierto que me altero si no escucho la radio mientras desayuno, ni pongo los pies en alto cuando leo los periódicos por la mañana. Echo de menos mis «objetos transitorios», como han decidido renombrar los psicólogos a ese pequeño retablo que hemos ido construyendo con nuestras cosas más cotidianas a lo largo de la vida. Necesito sentirme arropada por mis escasas referencias y me aturde perderlas de vista. Tiendo a echar raíces en mi casa, por más atávica que parezca la expresión, pero la estabilidad externa me ayuda a no perder por completo el escaso equilibrio interior que me queda.
– Eso es una chorrada -me soltó Milagros, su mujer, que me tiene enfilada desde mi divorcio.
– Pues será una chorrada, pero se me desincroniza el cuerpo.
– Será que estás desincronizada antes de salir -insistió mi enemiga.
– No creas -salió Daniel en mi defensa-. A mí me sucede un poco lo mismo. Los viajes de trabajo me ponen tenso y ansioso.
– Te digo lo que Mila a Carlota, es que tú siempre estás tenso y ansioso -intervino Lourdes, su mujer.
– No hablo de viajes de placer, de esos casi ni me acuerdo -tercié con la intención de calmar los ánimos-, sino de los de trabajo. Estoy cansada de viajar.
– Pues a mí cada vez me gusta más -dijo Mila.
– ¡Qué suerte! Tú puedes viajar lo que te dé la gana, gratis total -comentó Lourdes.
– Puedo, pero no lo hago, porque a Javier no le da la gana llevarme de viaje.
– Compréndelo, gordita, yo también estoy harto de dar vueltas por el mundo -le respondió su marido.
– Lo que pasa es que te estás haciendo viejo -replicó Mila con su mala leche habitual.
– Todos nos hacemos viejos -añadí.
– Unas más que otras -me respondió Mila-. Lo que tienes que hacer es airearte más, que no hay manera de sacarte de casa.
– Sí, desde luego, me siento vieja y cansada -asentí para alargar la estúpida charleta.
Entre los cuatro se cruzaron miradas cómplices, como si hubieran comentado en mi ausencia lo vieja y cansada que me encuentran desde que Benjamín me abandonó.
– ¡Qué tonterías dices! -continuó cariñosamente Javier-. Yo te veo estupenda.
– Y dale con que me ves estupenda. Me aburre que me digan siempre lo mismo.
– No te quejes, que estás increíble -intervino Lourdes-. Nadie te echaría más de cincuenta.
– Necesito quejarme -respondí-, lo siento, estoy insoportable.
– No te preocupes, todos nos ponemos insoportables a partir de los sesenta -añadió Mila-. Ya sé que tú no los tienes, pero ya verás. Nunca le he dado mucha importancia a la edad, pero el día que cumplí los sesenta me puse enferma. De repente, empieza la cuesta abajo. No es solo un asunto de lorzas o de flacidez, es que de la noche a la mañana notas la decadencia física y psíquica. Los hombres lo llevan mejor que nosotras.
– Cómo me gusta tu espíritu feminista -le dije con agresivo entusiasmo-. Yo trataré de evitar que mi cumpleaños sea tan dramático como el tuyo.
– Carlota tiene razón, no le amargues la cena -dijo Javier-. Nada envejece más que pensar todo el tiempo en que nos estamos haciendo viejos. Además, no es tan grave llegar a los sesenta.
– No lo será para ti, que vives de las rentas y lo único que te importa son tus palos de golf-replicó su mujer.
– Se lo he dicho mil veces -se dirigió a nosotros-. Si le aburre vivir con un tío como yo, que se largue, que todavía está a tiempo.
– Como podéis comprobar, es muy agradable tener un marido que me dice continuamente que me largue. Gracias, querido, por darme tanta libertad -reprochó indignada a su marido-. Los hombres sois un coñazo.
– No sé por qué os da tanto miedo llegar a los sesenta. Los sesenta de ahora, en realidad, son como los cuarenta de antes -metió baza Daniel, intentando ser amable.
– ¿Quieres saberlo? -dije en tono amenazante-. Me da miedo la decrepitud, asumir que todo se va deteriorando poco a poco, perder las llaves y no poder abrir la puerta, quemar la casa porque he olvidado el aceite hirviendo en la sartén, buscar desesperadamente unas gafas que me he puesto en la cabeza y, peor aún, olvidar el nombre de mi amigo o sentir la fragilidad de mis huesos… Cuando era joven me caía, me hacía un esguince y seguía bailando. Hace seis meses me torcí un tobillo y tuve que llevar muletas durante un mes. Tengo que poner la radio a todo volumen porque oigo fatal… ¿Quieres que continúe? Hay algo peor todavía: perder la cabeza, convertirte en una planta carnívora de la que nadie quiere ocuparse y se la pasan de mano en mano hasta que termina atada en la cama de un geriátrico.
– ¡Qué horror! Estás fatal -dijo Mila con cara de asco-. Te veo hundida en la miseria.
– Tienes que animarte un poco -añadió Lourdes compasivamente-. Puedes estar veinte años más en plenitud de facultades. Mi padre tiene ochenta y dos, juega al golf y se va solo a navegar. Mi suegra está feliz en su silla de ruedas. Mujer, no te pongas en lo peor…
– Vale, acepto la silla de ruedas, pero no me pidas que acepte todo lo demás -dije con una ironía mostrenca que a nadie le hizo gracia.
– Pues yo no he perdido ni un ápice de memoria. De las cosas importantes me acuerdo perfectamente -volvió Javier a la carga-, pero lo que más me molesta es la dependencia de las gafas de cerca. Me las pongo hasta para desayunar, porque no acierto a echar el café dentro de la taza.
– Siempre te estás quejando de bobadas -aprovechó su querida esposa-, aburres hasta a las ovejas.