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– Eso sí lo noto, que, a veces, me repito. Por eso le pido a mi hija que me avise cuando me pongo pesado, porque los hijos son los que más ponen en evidencia tu deterioro. Los hijos te exigen, te vigilan, te juzgan, te reclaman… A partir de cierta edad, lo mejor de los hijos es que te dan nietos. Yo estoy feliz con mi nieto.

– Yo diría que estás chocho -reincidió su mujer.

– Empiezo a estar harta de esta conversación -concluí.

Fue en ese momento cuando el vino me traicionó y, en contra de mis principios y mi voluntad, les hice saber, en primer lugar, el malestar que me producen los contubernios de las parejas. Cuando se regodean en el reproche para terminar el falso enfrentamiento con un adjetivo cariñoso («compréndelo, gordita») ponen en evidencia mi soledad. Por más que se detesten, frente a la menor agresión externa, se repliegan como los cuernos de caracol para formar una alianza indestructible.

Salta a la vista que son matrimonios de conveniencia, no en el sentido más prosaico, el que les lleva unirse por estrictos intereses económicos, sino por motivos, según quién los mire y de qué carezca, más elevados o mezquinos. Buscan inconscientemente amparo, estabilidad, comodidad, repartir la carga de los hijos. Lo digo como si me pareciera desdeñable y, sin embargo, ya lo quisiera para mí. Salta a la vista que es la envidia lo que me hace expresarme de un modo tan prosaico. Quiero pensar que están juntos para compartir lo fundamental. ¿Qué es lo fundamental? Ellas buscan protección amplia y generosa, un hombre que les haga compañía, les defienda de una posible agresión, les ayude a cargar con las maletas, colgar una lámpara, cambiar los muebles de lugar e incluso que les permitan compartir los afectos. Ellos buscan consortes fieles, discretas, acogedoras y receptivas.

Sentimientos ambiguos que esconden un razonamiento interesado. No se trata de matrimonios descaradamente desafectos. La suya es una manera de amarse como otra cualquiera. Dicho así, resulta menos inquietante que si lo consideramos un contrato o una póliza de vida en toda su crudeza. ¿Dónde queda el enamoramiento romántico, la debilidad sentimental, las pasiones fuertes, las afinidades electivas? Los sueños cumplidos aparecen con tal fugacidad que apenas da tiempo a capturarlos.

Está claro que no tengo perrito que me ladre, por eso no soporto rodearme de matrimonios guardianes de su seguridad, conscientes de la defensa de sus intereses por encima de cualquier otra consideración. Prefiero encontrarme, de uno en uno, con amigos solitarios, huérfanos, divorciados, dispersos y tan extraviados como yo. ¿Por qué no lo hago? ¿Por qué bajo la guardia? ¿Por qué termino con ellos siempre tan rematadamente mal?

Deseábamos que aquello acabase cuanto antes. Cuando salimos del restaurante el cielo estaba plomizo y amenazaba tormenta. Paré un taxi para evitar que me llevaran en coche. No quería prolongar más la tensión. Es evidente que les amargué la cena y, en el fondo, juro que me arrepiento. ¿Por qué me comportaré así? No volverán a llamarme en un tiempo.

El tiempo es una actitud

«Se ha suspendido el tiempo, por supuesto. Allí no envejeceremos ni moriremos. Eternamente gozaremos en esa media luz del crepúsculo que ya estupra la noche, alumbrados por una luna que nuestra embriaguez triplicó».

Mario Vargas Llosa,

Elogio de la madrastra

El exceso de vino, los truenos y los relámpagos me impidieron dormir. Pasé toda la noche inquieta. Me daba miedo cerrar los ojos, encendí la luz y me puse la radio junto a la oreja. Estoy avergonzada de mi actitud durante la cena. No tardarán en contarle a Benjamín que me encontraron fuera de lugar y, sin venir a cuento, me comporté de un modo agresivo y rencoroso. Detesto que Benjamín sepa cualquier detalle de mi vida.

A las siete de la mañana estoy en pie, desazonada, con un fuerte dolor de cabeza y el estómago revuelto, dispuesta a pasar otro día amargo. Bebo dos vasos de zumo de tomate, tomo un ibuprofeno, me sumerjo en la bañera con agua caliente durante un buen rato y luego me ducho con agua helada. Cuando salgo del baño y entro en la habitación para vestirme, ha cesado la tormenta y un sol radiante se abre paso entre las nubes. Mi cuerpo empieza a reaccionar. No tengo más remedio que enfrentarme al espejo para secarme el pelo mojado. Me veo con la toalla blanca enrollada en la cabeza, la piel fresca, la frente lisa, los ojos bien abiertos y un albornoz amarillo que se refleja en mi cara iluminada por la cálida luz del reflector. Estoy gratamente sorprendida de que mi aspecto no delate mi noche de perros. Me siento reconfortada por tener buena salud. Abro el armario, y por primera vez en mucho tiempo, sobre una camisa y unos pantalones blancos, me pongo un chaleco azul ribeteado con una cenefa de flores bordadas. El día se ha despejado y el sol entra a raudales por la ventana. Son las nueve en punto cuando me sobresalta el timbre del teléfono.

– Hola, soy Gorka Vergara.

– ¿Quién? -pregunto sorprendida.

– Gorka, tu compañero.

– ¿Qué sucede?

– Disculpa que te llame a estas horas. ¿Estabas dormida?

– No, no, hace rato que me he levantado.

– Verás, me han ofrecido una publi para esta tarde que pagan de maravilla y, si no te importa, me gustaría adelantar por la mañana las secuencias que nos quedan de Jail.

– Bueno, haz lo que te parezca.

– ¿Podrías hacer un hueco esta mañana y grabar conmigo?

– ¿No puedes hacerlo solo?

– Sí, desde luego, pero prefiero hacerlo contigo. Me deprime trabajar solo toda la mañana.

– Pues, no sé -dudo un momento-, no sé si puedo.

– Míralo, por favor. Si terminamos a tiempo, te invito a comer.

– ¿Cómo? -digo, sin salir de mi asombro.

– Bueno, no es tan raro. ¿Nunca comes con los compañeros de trabajo?

– Sí, sí… a veces, espera. Es que tengo cosas que hacer por la mañana y…

– Vaya, lo siento mucho. No te preocupes. Otra vez será.

– No, no, espera. En realidad, me da lo mismo. Estaré en el estudio sobre las diez y cuarto. Si te parece, podemos empezar a y media.

– Gracias, preciosa, qué amable eres. Te estaré esperando. Un beso.

Me quedo un buen rato parada junto al teléfono. Hace tanto tiempo que nadie me dice «gracias, preciosa, qué amable eres», que empiezo a sospechar si no hay gato encerrado o se trata de una broma. Creía que me detestaba. Parece mentira que se despida, además, con un beso. Cuando algo parece mentira es que suele ser mentira, me decía siempre mi padre. ¿Por qué me invita a comer? ¿Querrá pedirme algo? Pero qué me va a pedir precisamente a mí, si yo no tengo nada que le interese. Lo más probable es que quiera algo de mi ex. El pobre no sabe que no le pediría ni la hora. Se me ocurre, de pronto, quizá quiera un papel o el doblaje de una buena distribución. Vete tú a saber qué está buscando. De todos modos, parece que he empezado el día con buen pie. Qué más me da trabajar a una hora que a otra.

Llegué poco después de las diez y ya me estaba esperando. Se mostró tan solícito y afectuoso que no pude evitar la pregunta.

– Oye, Gorka, me sorprende tu actitud.

– ¿Qué actitud?

– ¿A qué se debe tanta amabilidad?

– Te estoy muy agradecido por hacerme este inmenso favor.

– ¿Qué favor?

Pensé que me iba a pedir algo y, al fin, me sacaría de dudas.

– Cambiar tu horario por mí.

– Ah, creía que se trataba de algo más.

– No, no hay más… Estás muy guapa.

– No es necesario que me des las gracias de ese modo.

– Insisto. Estás preciosa, Carlota.

– ¡Qué tonto eres! -le dije, mientras enrojecía de vergüenza-. Venga, no perdamos más el tiempo. Empecemos de una vez.